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El meridiano de París

El meridiano de París

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Una línea cruza el océano Ártico, el Atlántico y el mar del Norte hasta que choca con las instalaciones portuarias de Dunkerque: naves desmontadas, líneas férreas y depósitos de hidrocarburos. Dos hombres toman un petit noir en la terraza de Le Malouin, hablan en voz alta y sonríen, ignorando que acaban de convertirse en personajes de una larga ruta. Un fulgor, apenas un flash. Porque acto seguido el trayecto pasa por París —hay que hacer una pausa brevísima para echar un vistazo a los libros de la Fischbacher y darse un garbeo por los alrededores del Luxembourg—, continúa hacia el Macizo Central y la Auvernia, entre prados y bosques de hayas y robles y abetos, entra en Cataluña por la sierra de Escales y se adentra en el Mediterráneo a la altura del barrio de Ocata, en el Masnou. La N-II, el tren, bañistas, chiringuitos: todo en orden. A partir de aquí, el camino imaginario inicia otro trayecto: Argelia, Mali, Níger, Burkina Faso... y Benín: los árboles de caoba y los cocoteros, las canoas de los pescadores, las motos enloquecidas y el Atelier Nomade de Cotonú. Playas larguísimas, desiertas, con un oleaje traidor y enfurecido. Delante, inabarcable, el agua y el agua del océano. Una cuerda tendida entre continentes que, al llegar a la Antártida, se llena de hielo y se destensa, fatigada, en medio de la remota Tierra de la Reina Maud. Solo la isla noruega de Bouvet, situada a unos sesenta kilómetros al este del meridiano, se interpone en el periplo entre los trópicos y el continente glacial. Fin del viaje. Simple de relatar y difícil de recorrer.

Sin embargo, hay que remontarse al año 1667 para entender los orígenes de este trazo imaginario. En aquel tiempo, mientras se construía el Observatorio cerca de la abadía de Port Royal —nombre mítico para los lingüistas y gramáticos—, los miembros de la Academia de Ciencias fijaron el meridiano de París, que atravesaba el Estado francés de norte a sur. Este trazado fue medido y corregido de manera reiterada hasta que en la Conferencia Internacional de Washington, celebrada en 1884, se adoptó el meridiano de Greenwich como referencia universal. El Reino Unido derrotó a Francia. Una metáfora, tal vez, de un poder esplendoroso que poco a poco disminuía. Un despojo sin cuerpo. Una línea desterrada. Y a partir de entonces, la curiosidad, la reliquia, el recuerdo.

El eje se utilizó hasta comienzos del siglo xx, pero en la actualidad el cálculo geográfico del mundo pasa por Londres, hasta el punto de que el meridiano de París, curiosa paradoja, se mide en función de la distancia desde Greenwich: 2º 20’14.025“ E. Una línea sustituyó a la otra. Y Francia perdió la partida, a pesar de que permanezca una huella mental que constituye, al mismo tiempo, una línea física. Y justo aquí surgen los dilemas. Y las preguntas: ¿sería posible establecer múltiples conexiones a partir de los puntos que unen estas líneas ficticias, a lo largo de los ejes que recorren el continente y de los nexos que se pueden establecer entre las diferentes ideas y cosmovisiones que las recorren?

Fijémonos, ahora, en un nombre: Francesc Aragó. Nacido el 1786 en Estagel (Rosellón), hijo de un pequeño propietario agrícola, fue uno de los nombres clave a la hora de definir el trazado del meridiano, cosa que lo llevó, junto con Jean-Baptiste Biot, Josep Caix y José Rodríguez González, a diversos territorios de los Países Catalanes. El objetivo era proseguir las tareas arco de meridiano—, fijando el metro a través de sucesivas triangulaciones entre Dunkerque y Barcelona. A Francesc Aragó, justamente, la guerra napoleónica lo sorprendió en Mallorca en el año 1808 mientras medía el arco de meridiano. Del racionalista al aventurero. Del hombre sensato al listillo. El científico, a través de innumerables peripecias, estuvo a punto de perder la vida en el viaje. Durante un breve período de su existencia, la razón fue suplantada por los imprevistos. Pero ¿se trataba tan solo de cálculos matemáticos? ¿O quizá la ciencia, en su caso, no fue más que una coartada política, la excusa para convertir París en el centro del mundo? El investigador no lo aclara, pero en cambio nos explica los hechos principales de su vida en la autobiografía titulada Historia de mi juventud, un texto en el que la aventura predomina sobre las reflexiones científicas y políticas. Hay que reconocer que la vida agitada de sus años mozos justifica este registro. Y Aragó, que juega a vida o muerte, sale adelante. El tono próximo, ligero e ingenioso a la vez, resulta convincente. Y consigue convertir su vida en una peripecia novelesca. Porque él, como francés, se encuentra en una posición totalmente comprometida. Aunque recluido en las alturas, entre tomillo de gato, bojes y lentiscos, el momento elegido para sus trabajos fue convulso:

Yo unía geodésicamente la isla de Mallorca con Ibiza y Formentera, y así conseguía, con la ayuda de un solo triángulo, la medida de un arco de paralelo de un grado y medio [...]. Mi estación mallorquina, el pico del Galatzó, monte muy elevado, estaba situada, precisamente, encima del puerto donde desembarcó Jaime el Conquistador cuando fue a arrebatarles Mallorca a los moros. Entre la gente corrió el rumor de que yo me había establecido allí para favorecer la llegada del ejército francés, y que cada noche les hacía señales.

Cuando Aragó habla de “el pico del Galatzó” se refiere en realidad a la Mola de s’Esclop, donde todavía se pueden ver los restos de la precaria barraca donde se alojó, conocida como Caseta de n’Aragó. Desde esa cumbre, medía los ángulos entre Mallorca, Formentera e Ibiza, a través de hogueras que permitían fijar las distancias. El científico, previamente, se había desplazado iniciadas por Pierre Méchain —que murió de fiebre amarilla en Castellón en 1804 y dejó inacabados los trabajos de medición del a Ibiza y Formentera, donde se estableció en la mítica Mola. Allí consiguió unir el decimoséptimo triángulo entre Mallorca, Menorca y Formentera. El caso, no obstante, es que en la Mola de s’Esclop el joven investigador fue confundido con un delator francés. Su nombre corría de boca en boca entre la gente ignorante de los progresos científicos, y, no hace falta mencionarlo, desconfiada. ¿Qué hacía aquel loco encima de un monte, en plena Guerra del Francés? ¿Espionaje, traición, señales? Nada bueno. De todos modos, Aragó sorteó aquel trance gracias al hecho de que el catalán era su lengua materna y sabía imitar a la perfección el acento mallorquín. Disfrazado de payés, el científico incluso animó a los enfurecidos ciudadanos a ir en busca del hombre de la cumbre. De Estagel a Palma, lejos del deje francés.

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