Lecturas

Reflexiones sobre la cuestión antisemita

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El antisemitismo es una batalla electoral

 

Pertenezco a ese pueblo al que frecuentemente se lo llama elegido…

¿Elegido? En fin, digamos que por balotage.

Tristan Bernard, 1942

 

Nos encontramos en el núcleo de uno de los más grandes motivos del odio antisemita: la controvertida “elección judía”. Alimentado por malentendidos o malas intenciones, el antisemita a menudo hace de ella la justificación democrática de su cólera. Se pregunta: “¿Quiénes son esas personas que se creen superiores a nosotros?”. Y en nombre de la igualdad o de la justicia, suele afirmar que se levanta contra esa arrogancia judía que impediría la construcción de la armonía humana y el triunfo de lo universal.

Poco importa que el judaísmo no logre, precisamente, definir esa noción que se le pega en la piel. Poco importa que esta sea objeto de infinitos comentarios, sin que haya sido interpretada jamás por los sabios como relacionada con una superioridad esencial. A menudo, el antisemita sabe mejor que el judío lo que ella implica y lo que niega a quienes excluye.

Comencemos por el término hebraico y el contexto de su enunciado. 

En la Biblia, Dios afirma que lo une a los hebreos un tipo de lazo particular, llamado “alianza”. Hace de Israel un “hijo querido”, un grupo humano con el cual sella una relación singular. Ese contrato específico entre un pueblo y su Dios no tiene en sí nada de excepcional. Muchos grupos humanos, tribus o clanes están convencidos de tener una relación privilegiada con su divinidad. La mayoría de los mitos fundacionales de las sociedades antiguas cuentan que una divinidad sella con un colectivo un lazo particular que le promete una protección exclusiva.

Por otra parte, la Biblia, a través de las voces de otros profetas, sugiere que Dios teje lazos con otros pueblos, y no solo con Israel: “Israelitas, ¿no son ustedes para mí como los cusitas? —oráculo del Señor—. ¿Acaso no hice salir a Israel del país de Egipto, como a los filisteos de Caftor y a los arameos de Quir?” 

Este texto bíblico extraído de la profecía de Amós relativiza de manera drástica la exclusividad del lazo que uniría a Dios con el pueblo hebreo. Precisamente, ese pasaje se canta en las sinagogas cada vez que se lee un fragmento del libro del Levítico, donde se habla de la separación del pueblo hebreo: “Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación que me está consagrada”. En otros términos, cuando los judíos dicen en sus sinagogas: “Estamos aparte”, leen simultáneamente un texto que dice: “De acuerdo, ¡pero no somos los únicos!”.

Por lo tanto, esa relación específica de Dios con el pueblo de Israel es compleja de analizar. ¿En qué consiste tal misión particular? A veces se la interpreta como un deber, una tarea que hay que cumplir o una responsabilidad que le incumbe colectivamente, sin que deba incluir al resto del mundo en esa misión. Otras, se la define como un testimonio que debería llevar ese pueblo, con su presencia, a toda la humanidad. Esa “elección” nunca aparece definida en la Torá como una superioridad natural.

Un pueblo seguro de sí mismo y dominante

Por otra parte, el término “pueblo elegido”, Am Segoula en hebreo, es una traducción muy imperfecta del concepto hebraico. La expresión significa “pueblo tesoro”, “pueblo medicamento” o incluso “pueblo distinguido” o “capaz de realizar distinciones”. Todas esas traducciones son posibles según el principio de la polisemia hebraica, pero ninguna es verdaderamente explícita. ¿De qué manera un pueblo constituiría un medicamento precioso o una terapia?

¿Quién se encargaría de realizar el tratamiento o de distinguir? Y, sobre todo, ¿en qué sentido ese atributo constituiría un privilegio?

Los judíos se permiten interrogar el sentido de esa elección, pero los antisemitas dudan mucho menos. Todo sucede como si, frecuentemente, estos creyeran en los textos judíos de manera mucho más literal que los propios judíos. A la luz de su historia, estos tienden más bien a decir: “¡Si la elección nos hubiera ofrecido realmente un lugar a la luz del sol, se sabría!”. Pero no importa, otros creen en eso con los ojos cerrados y reprochan a los judíos una superioridad exclusiva y excluyente.

Una conocida broma cuenta que dos judíos, sentados uno junto al otro en un banco, leen el diario. De pronto, uno de ellos se da cuenta de que su vecino está hojeando un diario antisemita. “Pero ¿cómo puedes leer esa basura?”, le pregunta.

“En realidad, me tranquiliza —responde el otro—. En este diario afirman que nosotros, los judíos, tenemos el poder, el dinero y controlamos el mundo. ¡Ojalá así fuera!”

La noción de elección judía sirve muchas veces para alimentar la fantasía del judío arrogante y seguro de su poder. Poco importa su condición o su estado de vulnerabilidad; permanece cargado con el privilegio que se le otorga, o que se cree que le otorga su libro.

En definitiva, el problema de la elección no es en realidad un problema judío. En 1938, cuando Freud publica Moisés y la religión monoteísta, escribe: “En efecto, me atrevo a afirmar que aún hoy no se ha superado la envidia hacia el pueblo que se proclamó hijo primogénito y predilecto de Dios Padre, como si efectivamente se hubiera dado crédito a esa pretensión”.

Para el padre del psicoanálisis, en definitiva, el problema no es saber en qué creen los judíos, sino por qué ciertos no judíos creen aún más en lo que creen los primeros. Lo que importa no es qué pretenden los judíos, sino la fe que otros tienen en lo que ellos pretenden.

La metáfora familiar de Freud no es anodina. A través de la cuestión de la elección parece jugarse en realidad la relación con los orígenes y el problema de la posición en la fraternidad familiar, en este caso, monoteísta. El que “nace primero” bien puede decir: “No sé exactamente en qué consiste esa intimidad y esa confianza que Dios me ha otorgado en ese texto, y no es tan importante, les aseguro”. Queda intacta la pregunta para el que llega después, quien también reivindica la herencia de la primera revelación, y se afirma como continuidad de un mensaje recibido por otro, antes que él.

Por lo tanto, la elección del primero puede revestir la forma de un privilegio de nacimiento, un derecho de primogenitura, y los que siguen pueden interrogar: ¿hay también lugar para mi relación con lo divino?

El “menor” dispone de numerosas estrategias para hacer de esa elección también un poco la suya o para entablar con lo trascendente un lazo de la misma intensidad: puede decir que Dios es capaz de otras alianzas, así como un padre puede amar a sus diferentes hijos; o puede sugerir que la primera relación ha caducado. Como en el seno de cada fraternidad, el menor puede hacer valer una bendición poderosa e inédita, o acusar al mayor de haber traicionado y malversado la herencia. Lamentablemente, esta última solución parece haber primado en el transcurso de la historia. Las cuestiones de la elección y del derecho de primogenitura están ligadas de manera intrínseca, porque ambas interrogan la rivalidad fraterna y la relación con los orígenes. Permanecen omnipresentes en las tensiones interreligiosas de todas las épocas, e intolerables para las voces fundamentalistas de cada tradición. Si lo característico del fundamentalismo es afirmar que el origen de su tradición es puro y no debe nada al otro, ¿cómo podría concebir que alguien más haya escuchado legítimamente el mensaje sin él o antes que él y se lo haya transmitido?

La elección también plantea la pregunta central de la Revelación. ¿Qué escuchó el primero y por qué fue invitado solo él a esa cita? La naturaleza no proselitista del judaísmo, que opuestamente al cristianismo y al islam no define su vocación como universal, reafirma en algunos la idea de una apropiación del mensaje. ¿Qué escucharon los judíos en el desierto y por qué se negarían a difundir la (verdadera) palabra entre todos? 

Puerta a puerta

Pero bueno, ¿por qué los judíos? Una gran cantidad de leyendas rabínicas se plantean esa pregunta, a veces hasta con humor.

Una de esas leyendas afirma que, antes de dar la Torá a los hebreos, Dios habría ido a golpear a todas las puertas para proponer a otras naciones una alianza con él y ofrecerles su Torá. Ninguna habría querido, y todas la habrían rechazado, hasta que los hebreos terminaron por aceptarla. Los rabinos inventan aquí con humor y atrevimiento la figura de un Dios con los rasgos de un representante de comercio, yendo de puerta en puerta para “endosar” su texto, como si vendiera una enciclopedia que en realidad nadie quiere. Estamos lejos de las imágenes piadosas de una devoción tradicional.

Otra leyenda del Talmud afirma que los hebreos tampoco la querían, pero que Dios, en el momento de la Revelación, habría colocado el monte Sinaí por encima de su cabeza y les habría dicho: “Aceptan la Torá o dejo caer esta montaña para que sea su tumba”. De ese modo, la negociación se cierra rápidamente…

Esa idea de un pueblo que nada ha pedido, pero sobre el cual la Revelación cae como un techo del que prescindiría, fue variando a lo largo de la historia en numerosos poemas. Por ejemplo, el poeta Yehuda Amijai escribe en el siglo XX: “Cuando Dios dejó la Tierra, olvidó la Torá / en la casa de los judíos, y desde entonces ellos lo buscan / y le gritan con fuertes voces: ‘¡Has olvidado algo, has olvidado algo!’ / y los demás creen que esta es su oración, la de los judíos”.

Un pueblo elegido que siempre dice que no necesitaba serlo. Eso presenta la elección y su privilegio desde un enfoque particular, muy lejos de la arrogancia o de la superioridad esencial que el antisemita le adjudica al judío. El judío repite a porfía que, si ha recibido algo, no fue necesariamente con agrado.

Queda por saber qué recibió exactamente. También allí, las leyendas se enfrentan.

Según la tradición, el momento de la Revelación se produjo en un no man’s land de un desierto, entre Egipto y la Tierra prometida. En hebreo, ese momento se llamó Hitgalout, palabra cuya raíz significa también “exilio” (Galout). Por lo tanto, Dios se revela en un lugar de extraterritorialidad, el monte Sinaí —al que nadie sabe localizar exactamente en un mapa—, un espacio que no pertenece a nadie y en el que todos están de paso hacia otra parte. Dios no se manifiesta en la zona de confort de un pueblo o de un individuo —dicen los rabinos—, de manera que nadie puede decir: “¡Eso pasó en mi casa! ¡Dios habló en mi casa!”.

El conjunto del pueblo hebreo, esa generación de esclavos emancipados, se reunió al pie de la montaña, pero, según la tradición, en ese momento no estaba solo. Se cuenta que con él estaban no solo los presentes, sino también los ausentes: todas las generaciones judías desaparecidas y por nacer, las almas pasadas y futuras, y que ya en su potencialidad de ser se dieron cita. Todos ellos, una cohorte intergeneracional, aspiraban a escuchar y a recibir la Ley.

Ahí es donde las cosas se complican. Ese acontecimiento tan central, que constituye el núcleo del pensamiento judío, es objeto de un formidable flujo literario. No existe versión oficial, tampoco explicitación, de lo que fue dado o revelado ese día. Y el contenido exacto de la Revelación es materia de una inmensa literatura que deja siempre en suspenso la dimensión de lo escuchado.