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Refugiados

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Sangra Nicaragua

Tomé contacto directo con la violencia en Centroamérica cuando conocí a Yader Parajón, en agosto de 2018. Nos encontramos en un café sobre la Avenida 9 de Julio, cerca del Teatro Colón, tan pequeño que pasaba desapercibido entre las oficinas de la zona. Yader estaba de paso por Buenos Aires como uno de los tres representantes de la Caravana Internacional de Solidaridad con Nicaragua. Sin embargo, la única solidaridad que se llevaron del Gobierno argentino fue un breve encuentro con un funcionario diplomático de segundo nivel, casi un gesto inocuo.

Ocurría algo peculiar con el drama de Nicaragua: había un registro muy escaso en las noticias en la Argentina. La guerra que el Gobierno de Daniel Ortega le había declarado a la Alianza Cívica, conformada por universitarios, dirigentes sindicales, ecologistas y hasta feministas, no había despertado una ola de condena y sanción semejante a la que generaba Venezuela, aunque también se contaban los muertos y heridos de a cientos, incluso las desapariciones. Hasta el papel mismo del secretario general de la OEA, Luis Almagro, se puso en discusión por los nicaragüenses: tan elevado su perfil frente al drama de los venezolanos y tan contemplativo frente a lo que sucedía a dos mil kilómetros de distancia de la nación bolivariana. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) denunció torturas y censura, y demandó acción frente al Gobierno de Daniel Ortega, que había bajado un telón de acero conforme recrudecía la represión. De su mística sandinista solo le quedaba el nombre, tras convertirse en el terror que una vez combatió.

Yader parecía resignado más que sorprendido frente a esto.

—De Nicaragua se habla poco, aunque somos parte del mismo continente —esgrimió con su hablar pausado. Llevaba el cabello engominado hacia atrás y una barba moldeada a precisión que daba un marco a su rostro redondo.

—Y eso, ¿por qué? —le repregunté—. Digo, ¿por qué pensás que los medios de comunicación le prestan mucha atención a lo que pasó en Venezuela en 2017 y tan poca a lo que ocurre en Nicaragua?

—Creo que muchos comparten aún ciertos sentimientos que los une a esa idea romántica de la revolución sandinista, pese a que muchos sandinistas ya dijeron que no apoyan a Ortega. Él ha pasado por encima de todos esos valores, todos esos ideales sobre la importancia de la ecología, los derechos humanos, la defensa del nacionalismo... Ortega tiene secuestrada a una nación, a un partido, y se ha encargado de desvirtuar todos los valores de la izquierda sandinista.

Las primeras protestas estallaron en abril de 2018 con motivo de un polémico plan de reforma previsional. No obstante, en el trasfondo había un “desahogo de energía acumulada”, como lo llamó el sociólogo e investigador de la Universidad Centroamericana Sergio Cabrales. Apuntaban contra una década de Gobierno de Daniel Ortega, pero también contra lo que tildaban de nepotismo por el control del Estado que tomó su esposa, Rosario Murillo, desde la vicepresidencia. Los manifestantes no respondían en forma orgánica a ningún partido, a los que tildaban de “zancudos” por considerarlos funcionales al orteguismo, se decían “autoconvocados”.

Por ello, cuando Ortega respondió a las marchas con fuego, ya no importó que anunciara que revocaba su antipática reforma. Barricadas se elevaron por doquier hasta ocupar barrios enteros, como el de Masaya, en la ciudad de Monimbó, cuna del sandinismo, y la pelea se planteó a fondo para que Ortega, Murillo y su círculo dieran un paso al costado. “El nica es así, si algo le incomoda, llega hasta el final por una solución. Eso está presente en el imaginario nicaragüense, tenemos la memoria histórica de una revolución (en 1979)”, añadió Cabrales.

Aquella mañana, a miles de kilómetros de su Nicaragua, Yader se había separado de la caravana, pero no estaba solo. Lo acompañaba Juan, quien residía en Buenos Aires desde hacía cuatro años y actuó como mi puente con el visitante. En realidad, mi contacto original, Alexia, se encontraba con el resto de la comitiva en las oficinas de Amnistía Internacional. En la Argentina, viven apenas unos cientos de nicaragüenses, de los cuales solo quince, veinte cuanto mucho, se habían organizado para esa época de forma tal de hacer escuchar su voz política en medio del drama que atravesaba su tierra. Juan y Alexia integraban ese subconjunto movilizado desde el sur.

—La represión es algo nuevo, aunque las situaciones represivas se vienen dando desde que Ortega llegó al poder, contra los movimientos feministas, contra la comunidad LGBTTTIQ, contra cualquier intento de crear un partido disidente —se acopló Juan al diálogo.

—¿Y esas turbas son espontáneas?

—Fueron creadas, en sus inicios, como refuerzos de las bases, no como turbas —retomó Yader—. Nicaragua es un país joven, y Ortega se ocupa de captarlos en los barrios vendiéndoles ideología. Son minoría, porque hay cientos de disidentes, pero hacen desastres, porque son un brazo armado en forma ilegal y son los terceros, junto a los paras y la policía.

—¿Se han quebrado vínculos de amistad o familia por quedar en bandos opuestos?

—Tengo un amigo —mencionó Juan— que se metió en la Juventud Sandinista hace más de cinco años. Continuamos nuestra amistad, pues se ocupaba más que nada de cuestiones ambientalistas, hasta que, a raíz de todo esto que sucedió en abril, le empezaron a pedir, medio a exigir, que saliera a las calles a defender a su país y lo pusieron contra el pueblo. Yo estaba en la Argentina, pero platicando con él, me contaba: “¡Nuestro grupo de amigos!, me están poniendo frente a ellos y no solo de manera ideológica, sino armada”. Él quiso darse de baja y lo amenazaron, le dijeron que lo irían a buscar a su casa, que no podía renunciar en estos momentos y que seguir luchando era parte de su responsabilidad.

Para desarmar los bastiones tomados por la oposición, Ortega puso la denominada Operación Limpieza en manos de la Juventud Sandinista y de otras fuerzas de choque sin nombre propio, a la vez que cortó toda cooperación con los organismos y organizaciones internacionales que trabajaban en el terreno, a fin de aclarar las denuncias de violaciones a los derechos humanos. En la CIDH lo catalogaron como un recrudecimiento de la represión. De paso por la Argentina, como habían hecho en Chile antes y como harían después en Uruguay, la Caravana Internacional de Solidaridad denunció que esa violencia sistémica expulsó a miles de nicaragüenses hacia el extranjero. Muchos cruzaron a Costa Rica, y Ortega reclamó que los deportasen.

Tres meses después de estallar las protestas en su contra, Ortega promovió una Ley contra el Lavado de Activos, el Financiamiento al Terrorismo y el Financiamiento a la Proliferación de Armas de Destrucción Masiva, y la utilizó, según sus opositores, para perseguir, encarcelar y silenciar cualquier disidencia. Se dictaron penas de hasta quinientos años de prisión para campesinos que se oponían al Canal Interoceánico, planificado con capitales chinos para competirle al de Panamá.

—Ortega dice que somos terroristas y criminaliza la protesta. Es la cacería de brujas en la tercera fase de la represión —acusó Yader—. La antesala fue asesinar a los muchachos en las barricadas, luego vinieron los ataques en las universidades, ahora asesinan a los muchachos en sus propias casas, en sus cuartos. Si es en la calle, dicen que es producto de pleitos entre pandillas o del consumo de drogas, que también se presta a la desestabilización del país.

—¿Hay detenciones-desapariciones en Nicaragua?

—Conozco a alguien que estuvo en El Chipote. Se supone que lo iban a clausurar después de Somoza. El propio Ortega estuvo allí —señaló Juan—. Las áreas de tortura son subterráneas, el edificio se utiliza para otras cosas. A este chavalo lo capturaron en una de esas protestas en las afueras de las universidades, me contó cómo lo golpeaban, que le sacaron las uñas, y que le preguntaban: “¿Quién te paga?, ¿quién te lleva a las protestas?”. Lo dejaron ahí, junto a otros dos que habían detenido, en cuartos de concreto, sin camas ni nada. Me dijo que estaba oscuro, que había goteras, que casi ni se podían ver entre ellos, que estaban desnudos. Hasta que tres noches después, lo liberaron en la calle.

Según Yader, a otros no llegaban a trasladarlos hasta El Chipote, pero los mantenían detenidos en las alcaldías que presidían orteguistas, en ambientes que acondicionaban como cárceles clandestinas, o en unos predios vacíos que, paradójicamente, pertenecían al Poder Judicial. Su hermano no pudo contarla, como hizo el amigo de Juan. Lo asesinaron la noche del 10 de mayo de 2018, en un ataque de los grupos orteguistas a la toma de la Universidad Politécnica, cuando intentaba escapar de los gases lacrimógenos en la oscuridad de la madrugada. Le dispararon. Sus amigos lo cargaron en un vehículo rumbo a una sala de primeros auxilios donde trataron de estabilizarlo, sin éxito, la herida era demasiado delicada para los recursos del lugar. Lo derivaron a un hospital, pero casi no tenía pulso al llegar.

Uno de los amigos del barrio María Auxiliadora, donde vivía con su hermano, le escribió por WhatsApp: “Oye, le dieron en el pecho a Jimmy”. Para el momento en que Yader arribó, su hermano ya estaba muerto. Por eso, me dijo, y para que no hubiera más impunidad, se sumó a la Caravana Internacional en representación del Movimiento Madres y Familiares de Abril.

No volví a ver a Yader luego de aquella mañana. Supe, tiempo después, que lo habían detenido en Managua a su retorno, pero que recuperó la libertad gracias a la presión dentro y fuera del país. Ortega no renunció, tampoco su esposa Murillo. Las pocas voces de condena internacional que la Caravana Internacional de Solidaridad pudo reunir no tardaron en apagarse por diversas razones. Al año, el presidente impulsó una ley de amnistía que la Asamblea Nacional aprobó el 8 de junio de 2019. Con el espejo del colapso venezolano y con la amenaza de una intervención militar por parte de Estados Unidos presentes, se propuso poner fin al conflicto interno a través de la liberación de los presos políticos que las organizaciones de derechos humanos y la Caravana denunciaban ante la opinión pública. Amnistía Internacional denunció que Ortega incumplió su promesa.

Yader todavía vive en Nicaragua, con miedo a que un día vuelvan por él.

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