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No mires arriba: ¿acaso los científicos no pueden equivocarse?

Meryl Streep en una de las escenas más caricaturescas con Donald Trump

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La pandemia, los confinamientos, el auge de movimientos civiles que cuestionan las medidas y sospechan de los distintos establishments –el científico, el político, el académico, el cultural– empiezan a disparar sus retratos en la cultura popular para convertirse en un zeitgeist. No es algo que haya empezado en 2020, por cierto. Esa escena de The Handmaid’s Tale en la que la fugitiva June, que logró momentáneamente escapar del régimen conservador, ultra religioso y abusivo que gobierna Estados Unidos, se esconde de sus verdugos en lo que alguna vez fue la redacción de The Boston Globe expone los polos, el nuevo bien contra el mal acentuado por el ascenso de Trump y detonado por los asaltantes del Capitolio cuando dejó el poder: de un lado, el gobierno retrógrado y sus seguidores; del otro, el núcleo del liberalismo estadounidense representado por la “prensa libre” del Boston Globe pero también por Hollywood y sus celebrities bienpensantes post MeToo. 

La última temporada de Succession mojó el guion en esta dicotomía. Incorporó la posibilidad de que un político outsider –un supremacista blanco muy “carismático”– se plantara como posible candidato a la presidencia de Estados Unidos y dividiera las simpatías de la familia –cuándo no– entre sus miembros más afectos a Washington y los más atraídos por la “antipolítica”.  

Ahora acaba de estrenarse una película de esas que generan conversación: estrenada por Netflix y dirigida y escrita por Adam McKay, Don´t Look UpNo mires arriba– enarbola otra vez dos polos bien claros: de un lado están los científicos que descubren un cometa que se dirige precipitadamente hacia el planeta Tierra para terminar con él y con todo ser vivo que en él habite. Los científicos de Michigan –de una universidad estatal, es decir, por fuera de la liga top educativa de Estados Unidos– hacen buenas migas con el jefe de Defensa Planetaria de la NASA: a estos tres expertos les preocupa, los desespera, el fin del mundo, y piensan estrategias científicas para torcer la trayectoria del cometa maldito a quien nombraron con el apellido judío de la doctoranda que lo descubrió, Kate Dibiansky. Una alerta tan obviamente preocupante, tan obviamente preocupante para todos los que habitan el suelo planetario, se topa con inesperados obstáculos para llegar a ser considerado un problema de semejante envergadura. Esos obstáculos son el otro polo: la política, personificada en la presidenta demócrata de Estados Unidos (al menos tiene una foto con Bill Clinton en su escritorio), que mastica este tema como uno más en el marco de los problemas del día a día en un año electoral; los medios, que no pueden ni quieren dar “malas noticias” de manera directa, que tienen una agenda de intereses oculta y convierten el asunto en un melodrama con buenos y malos, potenciados y alimentados por las redes sociales que imprimen sus pulgares para arriba y para abajo y escupen memes en catarata; y las corporaciones, que representan el obstáculo más novedoso. Personificados en un extravagante CEO de multinacional tecnológica, Peter Isherwell –con toda la apariencia de un Elon Musk–, su compañía descubre que el cometa está compuesto por materiales valiosos para la industria de las computadoras y celulares y decide interrumpir su destrucción con un plan extravagante e improbable: fragmentar el cometa para evitar el daño de su impacto y extraer esos elementos. 

La película no propone dilemas alrededor de quién tiene razón: los científicos de Michigan desde el minuto uno están en lo cierto. Cuando la presidenta habla con ellos, en seguida propone revisar sus ideas por científicos de universidades mejores, pero no hay caso: no se equivocaron en nada. El CEO también cuenta con científicos que sustentan su proyecto de fragmentar el cometa y extraer sus componentes. De hecho, hay entre ellos varios Premios Nobel que obnubilan tanto a la presidenta de Estados Unidos como al mismo científico de Michigan, interpretado por Leonardo DiCaprio, un científico que lleva tiempo sin publicar papers. Su doctoranda, en cambio, no se deja obnubilar. Y tanto ella como el jefe de la NASA preguntan si esta propuesta fue revisada por pares, el procedimiento de validación de las publicaciones científicas. DiCaprio entonces le traslada al CEO la pregunta sobre este proyecto y su hipótesis principal –el cometa podría fragmentarse y así atenuar su impacto destructor a la vez que desparramar miles de millones de dólares en forma de minerales con potencial industrial: ¿Está abierta a la revisión de pares?

La frase, bastante específica de la comunidad científica, sólo puede tener sentido en una película de consumo masivo como esta después de dos años de pandemia en las que la jerga científica se coló en el prime time y el revoleo de papers se convirtió en el deporte favorito para reforzar creencias previas y grietas en distintos países. Aunque los participantes de la película suelen asociar el cometa de la película como una alegoría de la crisis climática: un monstruo grande que pisa fuerte, es advertido por la comunidad científica y sin embargo no sólo no es incorporada la acuciante amenaza por los tomadores de decisión sino que muchos dudan de su existencia real. 

Puede ser sobre la crisis climática, como señaló un científico experto que se sintió totalmente identificado con el ninguneo que padece sostenidamente, o puede ser sobre el Covid. En países en los que la crisis climática todavía no forma parte central de la discusión política –como Argentina– la asociación más reiterada es entre el cometa y el coronavirus: en ese caso, el Dr. Mindy –DiCaprio– sería un Dr. Fauci o alguien parecido a la autoridad sanitaria de cada país, amados y odiados. 

Pero la película cae en su propia trampa de faveados o cancelados, y al hacerlo, al plantear a los científicos como héroes que vieron el problema de antemano, tienen la solución, no tienen conflicto de intereses y son desoídos por los sospechosos de siempre –los políticos, los medios, a quien se bastardea una y otra vez– se les endilga una carga de injusta: como si hacer ciencia no fuera corregir, discutir y construir sobre los hallazgos de otros. En la pandemia, de hecho, muchos científicos que iban publicando evidencia, investigando y corrigiendo sus estimaciones y modelos de propagación del virus, fueron laureados como héroes al principio y luego pisoteados como traidores o estafadores al grito de ¿Cómo no pudieron prever esto? ¿Cómo dijeron una cosa y después otra? ¿Cómo viven de nuestros impuestos y no pueden resolver la pandemia? También, siendo acusados de intereses ocultos o de avalar una infectadura.

Pero defender el rol de los expertos de cuestionamientos propios de la época –y muy diversos– no debería significar convertirlos en infalibles.

En pos de apreciar y valorar su labor y su aporte para la identificación y resolución de problemas urgentes, No mires arriba vuelve a endiosar a los científicos como si su función fuera oracular y sus aportes fueran homogéneos, en una lucha del bien contra el mal. El mal, curiosamente, son los políticos y buena parte de las instituciones que impactan en la regulación de nuestra vida cotidiana (No tan diferente de lo que pueden pensar quienes asaltaron el Capitolio el día que Trump dejaba el poder, por cierto). 

Al establecer este rol puro, certero e idealizado, No mires arriba desdibuja su verdadera tarea y la falibilidad permitida, aceptable e inevitable del quehacer científico. 

NS

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