¿Qué voy a hacer con tanto cielo para mí? Voy a volar, yo soy un bicho de ciudad.
Los Piojos tocan en Mendoza después de 16 años. En un verdadero ritual, rodeados de cerros y montañas, cubiertos de estrellas en un show que dura más de tres horas. Son los dioses de la noche. Canto y me repito la pregunta. Mendoza es pequeña e inmensa a la vez, las montañas son una pared, un límite, un hasta ahí, algo que la llanura pampeana y los bonaerenses como yo no conocemos ni respetamos. Levantar la cabeza, intentar un ángulo de 45° entre la espalda y la nuca es la salida del laberinto cuyano. La provincia me pasa factura siempre que puede, deja migas en el camino que te dicen “vos no sos de acá”. Rumbo a la acreditación, cuesta arriba, me agito y balanceo para finalmente descansar sobre mis rodillas y tomar bocanadas de aire. Un local intercala trote y movimientos laterales mientras me cuenta otra vez lo mismo: cuando jugaba futsal en Godoy Cruz entrenaba ahí. Llego a la garita de prensa casi sin poder respirar. Me denuncio: cómo se nota que no soy de acá. Recibo indicaciones y avanzo sola hacia el sector asignado para los periodistas. Llegué con calor, de manga corta, me iré con frío, de campera. Es 3 de mayo, pleno otoño de amplitud térmica.
Estoy en el free, entre el escenario y el público. Veo el teatro griego repleto y cómo se iluminan como luciérnagas personas sobre los cerros. No pagaron entrada, sólo escalaron un poco más. No hubiera podido hacerlo. Banderas, cánticos, gritos, todo el folklore típico de cualquier recital. Me llaman particularmente la atención tres cosas: la tercera, los recitales borran geografías, cuando estás en un recital, estás “ahí”, no importa bien dónde, estás en el-recital-de, ya no me siento extraña; la segunda, un drone está quieto en el cielo. Las series apocalípiticas me están haciendo mal; la primera, la cantidad de niños y niñas con remeras piojosas que arengan y corean la previa del show a caballito de sus padres. Calculo a ojo que no tienen, en promedio, más de 10 años. Cuando el grupo nació, no existían. Están desaforados. La banda se aseguró el futuro.
Finalmente, 21:42, Los Piojos en el escenario. Tocan Ruleta, Arco y Yira Yira. Un niño entona la letra de Enrique Santos Discépolo como lo haría un abuelo. Ahí no hubo reel de Tiktok ni influencer metiendo la cola. Me pregunto qué le pasa a los chicos con el rock. Qué nos pasa a los adultos con el universo de los niños. Me muevo entre el público, paso por la platea. Hay una nena con jean, zapatillas de colores, collar de plástico color rosa y una pulserita artesanal verde agua. Tiene una mochila de capibara, de peluche. Después me enteraré que nadie la requisó y eso la indignó, que preguntó qué controla la policía y que adentro sólo llevaba papas fritas, un paquete de galletitas de hojaldre azucaradas que le dio su mamá por si le daba hambre, uno de chicles y una botella de Coca Cola. Se llama Emilia, tiene 8 años y de Los Piojos sólo conoce una canción: Bicho de Ciudad. Se la propuso su papá, Juan Ignacio, una noche para que se durmiera más relajada. Le gustó y la aprendió.
Durante el recital, Emilia pasó el show sentándose cuando terminaba cada canción y parándose cuando empezaba una nueva. Por momentos se reía mucho. Confesó por qué: las ilustraciones e historias en las pantallas le parecían súper atractivas. Bicho de Ciudad lo cambió todo. Apenas sonaron los primeros acordes, Emilia le agarró la mano a su papá y la cantó completa. Él, no pudo. A los 41 años, y siendo fanático piojoso desde 1996 —cuando estaba en séptimo grado—, lloró apenas entonó los primeros versos.
Emilia escucha a María Becerra, Lali, Tini y Emilia Mernes. Le gusta llamarse Emilia por la artista aunque la decisión de su nombre no haya tenido nada que ver con eso. Ama el color rosa, las estrellas, el glitter y todo lo que para ella significa ser canchera. Ahora tiene una nueva ídola: Luli Bass, la bajista de 35 años que reemplaza a Micky Rodríguez en la banda. “Es buena y me gustá cómo se viste y los lentes que usa”, le dijo a su papá.
Luli es apenas menos protagonista que Ciro. Es magnética por su talento, su look y, nada más ni nada menos, ser mujer. Durante el recital se luce con varios solos, también avanza varias veces a la par del cantante cerca del público. El lugar que tiene en la banda es central no sólo por su importancia para las canciones sino también por el reconocimiento y espacio que se le da y conquista. Para las chicas y mujeres, además, enciende la luz de una nueva ídola con todos los condimentos propios de las mujeres que cultivan admiración sobre los escenarios, pero con una naturalidad que encanta. Luli no tiene nada que envidiarle a una it girl. Cambió su look tres veces: total black con campera de cuero y bajo verde neón; pollera negra y remera roja con bajo rojo y blanco; camiseta de argentina nuevamente con el bajo verde neón. Por momentos sumó unos anteojos de marco blanco, los que enamoraron a Emi.
Su nombre real es Luciana Valdés. Nació en 1990 en el barrio porteño de Caballito, pero se crió en Berazategui, provincia de Buenos Aires. A los 9 años se compró su primer bajo. “Durante un año, ahorré el dinero del Ratón Pérez y todo lo que ganaba vendiendo en la escuela pulseritas que yo misma hacía. Unos meses después de cumplir 9, rompí el chanchito y fui a comprarme el violín que tanto soñaba. Me fascinaba como tocaba Vanessa Mae y soñaba con tocar como ella. Con ese dinero, fui con mi mamá a comprar el violín, pero salía exactamente el doble de lo que yo tenía. Después de recorrer varias casas de música, pensé en comprarme un bajo. Me dije a mí misma: ‘Tiene 4 cuerdas como el violín’”, contó ella misma en sus redes sociales.
Su primera vez en los escenarios llegó a los 13, como invitada en un show del guitarrista Botafogo. Un año después entró en la banda de Juan Carlos Black Amaya. Luego, de grande, tocó con artistas como Alambre González, Daniel Raffo, Ciro Fogliatta y Luis Robinson. En el año 2009, el cantante Juanse le avisó que el celebre guitarrista Jimmy Rip necesitaba músicos. Se sumó por dos años.
Luli no es la única mujer que forma parte de la vuelta de Los Piojos. También está Yamilé Burich, una saxofonista y compositora salteña que comenzó su carrera en la música a los 5 años, con clases de piano. Fanática del jazz por influencia de Charlie Parker, estudió saxofón en la Escuela Superior de Música de la Provincia de Salta. Más tarde comenzó a recorrer el mundo, trabajó en La Habana, Cuba, y fue becada para estudiar en Estados Unidos aunque decidió establecerse en Londres dondre ingresó en Goldmiths College para continuar sus estudios sobre Jazz. Viajó muchas veces a Nueva York y New Orleans con el propósito de perfeccionarse y volvió a la Argentina en 2007 donde formó un cuarteto, el Yamile Burich Cuarteto con el cual grabó el álbum She’s the boss (2009) y Black Jack (2014). Posteriormente constituyó un quinteto femenino: Yamile Burich & Jazz Ladies, donde logró fusionar el lenguaje jazzístico con diferentes ritmos latinoamericanos.
El recorrido de Luli Bass y Yamilé Burich no es lo habitual en la industria de la música. Según datos de la cuarta edición del informe global “Be the change: Equidad de Género en la Música”, publicado en el año 2024, el 49 % de las mujeres y el 41% de las personas no binarias afirman que la industria musical es generalmente discriminatoria en términos de género. También revela “que las mujeres tienen el doble de posibilidades que los hombres de descubrir que les han pagado menos que a sus colegas” y que “la brecha salarial probablemente está incluso más generalizada de lo que indican estas estadísticas”.
La brecha salarial está arraigada en una tendencia generalizada a infravalorar las contribuciones de las mujeres y las personas no binarias. En ambos casos, según el informe, son mucho más propensas que los hombres a ser excluidas de eventos y reuniones importantes y a que sus propuestas se desestimen o se les interrumpa cuando están presentes. También a que se cuestione su experiencia profesional, no se les ofrezcan ascensos ni oportunidades clave, no reciban reconocimiento por su trabajo y se juzgue su trabajo de forma injusta o con un criterio más estricto que a los hombres.
Las estadísticas de género en la industria de la música son alarmantes, como en la mayoría. Pese a eso, Los Piojos enciende una luz de ilusión. A su regreso a los escenarios sorteó la ruptura con su emblemático bajista de una manera superadora. Incluir a Luli Bass en la banda —y por momentos a Burich—fue un acierto en muchos aspectos. Sus presencias son representativas, indican una lectura del presente sociopolítico y riegan el cultivo de un nuevo tipo de público, joven, hasta infantil, que llega a los recitales y a la música de Los Piojos de la mano de sus padres y volverá, probablemente, de la mano de sus hijos.
MM/MG