Serrat en Argentina: una historia (y una despedida) emocional y política

El 19 de noviembre, en el Movistar Arena, Serrat entonó en vivo casi por última vez –le quedan algunas fechas en Argentina y en España– Mediterráneo o Pueblo Blanco o Aquellas pequeñas cosas. Es imposible calcular cuántas veces las habrá cantado en los 60 años que lleva girando por el mundo. ¿5000 veces? ¿10.000? Son muchas. Y sin embargo su performance a los 78 años sigue creando la ilusión de que cada palabra que sale de su boca sale con certeza, con frescura, con la convicción de quien la acaba de escribir para darla a conocer. Después de dos años de pandemia que lo llevaron a pensar en esta despedida pero también asentaron la virtualidad y la comunicación asincrónica en el planeta, Joan Manuel Serrat se para en el escenario como un defensor de eso que Walter Benjamin llamaba aura: atada al aquí y al ahora. Serrat defiende el concierto en vivo incluso para decir que no va a seguir tocando en vivo. O como dijo él: vino a despedirse “personalmente”, un gesto desafiante en un mundo fatigado por el zoom.

Y es curioso: la apuesta por el presente perfecto de sus conciertos –una marca registrada: el ritual masivo de personas que no se permiten llorar y gritar en tantos otros lugares públicos– se combina con un pasado pesado. Es altamente probable que Serrat no haya sumado nuevos seguidores en estos shows: quienes van tienen tres, cuatro o cinco décadas de historia con él y verlo en vivo es su propia cita con el paso del tiempo –de la del cantautor y la de ellos mismos–, en la que procesan las etapas que se fueron y ejercen una sesión de memoria activa.

La historia del músico con Argentina es, primero, colectiva: Serrat es un actor de la cultura de los setenta para acá.

Y tiene algunos hitos: una primera visita a Sábados Circulares de Pipo Mancera, que lo presentó en 1969 como un catalán emergente que buscaba robar alguna de las miradas que ese sábado buscaban desesperadamente a Sandro. Unos años 70 entre la popularidad y el compromiso político. Vínculos con el FREJULI, apoyo a los presos políticos, una canción misteriosa y nunca grabada llamada La montonera –“Con esas manos de quererte tanto pintaba en las paredes 'Luche y Vuelve'/ manchando de esperanzas y de cantos las veredas de aquel 69”– y una anécdota pintoresca que contaron Marcelo Larraquy y Roberto Caballero en la biografía de Galimberti: su disputa con el líder guerrillero por una actriz rosarina que vivía en Madrid. (En ocasiones, Serrat expresó que no tuvo ninguna relación con las organizaciones guerrilleras más allá de haber tenido relación con personas que militaban en ellas).

En los años previos a la última dictadura, Serrat empezaba a ser tremendamente popular en Argentina para la juventud de las capas medias y no solamente las militantes y a veces ambas cosas colisionaban: como la vez que tuvo que dar explicaciones por la suspensión de un concierto a beneficio de los presos políticos pero no podía hacerlo libremente ante todas las cámaras porque tenía exclusividad con Canal 13, según contó la periodista Tamara Smerling en Serrat an la Argentina. Ese tándem entre mainstream y compromiso nunca lo abandonó.

Fue prohibido en la última dictadura; su música pasó de los teatros a centros clandestinos de detención y cárceles de modos contrapuestos: algunas presas cuando querían rebelarse cantaban a los gritos por la ventana “Para la libertad”, como me contó una vez la ex legisladora Liliana Chiernajowsky, detenida en Devoto y fallecida en 2016. Serrat también estuvo en la ESMA en 1978. “Pati” Marcuzzo había parido a su hijo en cautiverio y antes de que se la llevaran los militares le entregó a su compañera Graciela Daleo un pañuelo en el que había bordado los versos de “De parto”: “Se le hinchan los pies, / el cuarto mes /le pesa en el vientre./ A esa muchacha en flor/ por donde anduvo el amor/ derramando simiente”. Pati continúa desaparecida y en 1990, Daleo pudo entregarle el pañuelo a su hijo nacido en la ESMA. Pero esa forma bordada no fue la única que tuvo Serrat en el Casino de Oficiales en dictadura: en Satisfaction en la ESMA, Abel Gilbert rastreó el uso perverso y amplificado de canciones de Serrat, y otros artistas vinculados al consumo cultural de los torturados, para tapar sus aullidos durante las sesiones con la picana. Era la música del enemigo.

En democracia, llegó su consagración mítica y su anclaje inmortal como un pastor progresista para las capas medias urbanas del país. Y llegó, tal es su gracia, tal es su gesto, con shows en vivo. Los Gran Rex del 83, los Luna Park del 84, la plaza de los dos Congresos en 1992, la ESMA en el 2004, en donde cantó “Para la libertad sangro, lucho y pervivo” delante de Madres, Abuelas, militancia y sociedad civil desorganizada en la primavera nestorista Antes de la Grieta, y decenas, centenas de shows en vivo por distintas ciudades del país, donde forjó y talló un vínculo con la masa y con el individuo.

Serrat, a pesar de ese cartel de artista politizado que se colgó ante el mundo el día que renunció a representar a Televisión Española en el concurso Eurovisión porque no le permitían cantar en catalán, a pesar del examen de conocimiento de la coyuntura local que le tomaban los periodistas cada vez que pisaba suelo argentino, a pesar de ser, en efecto, un artista involucrado, opinativo y a veces apasionado por la política de su país y de Latinoamérica, logró salir más o menos indemne de los años eléctricos de la polarización que tajeó justo a ese progresismo comprometido que nutría sus recitales. Logró salir del laberinto de la grieta, digamos, en un vuelo internacional, cosa que a los referentes artísticos y culturales locales les fue más difícil durante esa “primavera permanente con control estatal”, como llama Martín Rodríguez a la cultura progresista que rodeó la batalla cultural.

Serrat es un consenso, y eso no solamente emerge de posturas y compromisos históricos y de cierta astucia como declarante, sino también de un vínculo emocional que se activa con su voz. Porque a la historia colectiva de Serrat en Argentina hay que sumar su historia íntima con los individuos.

Él mismo elaboró una reflexión sobre sobre eso que supuestamente él representa para la gente cuando se le acerca a decirle que sus canciones les recuerdan a su juventud, a sus romances, que nombraron a sus hijas Lucía en honor a la más bella historia de amor que tuvo y tendrá –nombre furor para las bebas nacidas en la progresía de los ochenta–; en definitiva, cuando su público le rinde pleitesía y lo considera parte de su memoria más íntima: “Dicen que aman las canciones cuando lo que aman es lo que esas canciones les resucitan. Yo compongo en función de lo que la vida me dicta en cada momento y eso conforma la banda de sonido de los demás y la mía propia”. Por eso también suena tan sincero un momento del show en el que además de agradecer todo el cariño que el público le devuelve, todos “estos años de complicidades”, les dedica unas palabras a aquellos que ya no están pero que seguramente estarían en el show si siguieran vivos. Unas líneas que tal vez leídas acá pueden sonar a un cumplido con trazos demagógicos, pero que dichas por Joan Manuel Serrat hacen que automáticamente algunas personas miren hacia abajo y sus ojos se esmerilen en un segundo. 

Lo público y lo privado: Serrat tiene canciones sobre su abuelo, su niñez, los hijos, el tío, y en esa forma de entramar la familia con las ideas y las causas antifascistas que la atravesaron es probable que también haya encontrado resonancia en el país de las Madres, las Abuelas y los Hijos. Uno de los momentos más conmovedores del concierto es su interpretación minimalista de Nanas de la cebolla, la canción de cuna con letra de Hernández y música de Alberto Cortéz. La compuso Hernández en la cárcel después de recibir una carta de su esposa que decía que llevaban una vida tan pobre que su bebé se alimentaba de pan y cebolla. 

Nunca pude entrevistar a Serrat, aunque lo intenté varias veces. Desde hace mucho es un artista-prócer, el cantante español vivo con más discos tributo, y un sinfín de solemnes etcéteras. Eso se traduce en contadas entrevistas y a los medios más masivos o a periodistas que conoce hace décadas. Aunque no parece disfrutar particularmente ese aspecto de su trabajo. En la conferencia de prensa que brindó para medios nacionales apenas llegó, cuando se le preguntó si iba a extrañar las entrevistas, dijo que para nada: “Me gusta la charla, pero no me gustan los interrogatorios, o cuando me preguntan absolutamente de todo”. Me contento con esa frase que una vez escribió Manuel Vázquez Montalbán en 1969 después de haber intentado una y otra y otra vez entrevistarlo: “La mejor entrevista a Serrat es no hacérsela”.

El público está procesando la amargura de perder ese ritual que llegó a ser bastante regular, apenas interrumpido por algún imprevisto de salud del músico. Aunque Serrat quiso tranquilizarlos ante la prensa: “Dejo de actuar pero no de escribir, de componer, de vivir ni de amar”. Lo dijo con parsimonia y alegría: en definitiva, el poeta experto en narrar el paso del tiempo está ahora pensando en el futuro.

NS