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Veinte años de economía kirchnerista, según Matías Kulfas

Matías Kulfas

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Al igual que lo ocurrido con los orígenes del menemato, es imposible desligar la impronta kirchnerista y su intensidad política del contexto crítico en que se desplegó. Si el origen del menemato y su “pecaminoso” viraje se gestó en la encerrona de la crisis hiperinflacionaria, el nacimiento del kirchnerismo es una respuesta a la larga crisis de la convertibilidad, sus consecuencias sociales de desempleo alto, desigualdad y pobreza crecientes, y la falta de reacción de la política ante la crisis para que esta no estallara.

Sin alcanzar en absoluto la intensidad del viraje que experimentó Carlos Menem, no dejó de ser en parte sorpresivo el temple con que Néstor Kirchner encaró la resolución de la crisis. Claro está, en el medio tuvo lugar la presidencia de (Eduardo) Duhalde, breve pero intensa, entre enero de 2002 y mayo de 2003. En esa transición, Duhalde sentó las bases para la resolver las dificultades más graves que había dejado el fin de la convertibilidad: la pesificación asimétrica de activos y pasivos del sistema financiero, la estabilización macroeconómica y del tipo de cambio, la desdolarización de las tarifas de los servicios públicos y la reimposición de derechos de exportación a las actividades primarias. Y pagó los mayores costos de esas medidas y la conflictividad que su implementación generó.

Le tocó a Kirchner gestionar el inicio de una Argentina creciendo sin Convertibilidad. Y lo hizo muy bien. Administró la conflictividad social vinculando la recuperación económica con la desactivación de las políticas sociales de la crisis. Consolidó muchas de las medidas de Duhalde, que se asemejaban más a parches, en un nuevo esquema de funcionamiento macroeconómico. Y generó una interesante dupla junto con (Roberto) Lavagna, combinando una épica política de reconstrucción con la flema inteligente y eficaz –pero ciertamente conservadora– de Lavagna.

Esa dupla resolvió exitosamente el problema de la deuda externa, en la que Kirchner jugó con dureza aprovechando el escenario internacional para forzar una quita muy importante de una deuda que había crecido desmedidamente durante los noventa. Kirchner se atrevió a poner en crisis muchos de los preceptos de la década menemista. Su gobierno fue el del regreso del peronismo, pero también con una versión mucho más equilibrada y novedosamente sensata en el manejo de la macroeconomía. En cuanto a políticas productivas, fue mucho más conservador y poco innovador.

En materia salarial, el gobierno de Kirchner sería de franca recuperación, partiendo de niveles muy bajos, de los más bajos en mucho tiempo. Pero la tendencia era muy clara y el país crecía de manera más equilibrada, con una recuperación importante del sector industrial y con crecimiento tanto en el mercado interno como en las exportaciones.

El éxito de Néstor Kirchner y el ascenso de CFK

El éxito de Néstor Kirchner fue tan inesperado como arrasador. Su imagen de gobierno alcanzaba niveles muy altos y se había ganado el respeto y la aceptación de amplios sectores sociales, incluidos los sectores medios no peronistas, que valoraban la estabilidad lograda, la tan ansiada normalización de la economía y de la vida social tras tanta turbulencia.

Kirchner se apoyó en cuatro elementos que le permitieron hacerse fuerte en términos políticos y de gestión. El primero era un espíritu renovador de la política. El segundo aspecto tuvo que ver con la idea de consolidar el imaginario de “un país normal”. Aquellos años de Kirchner fue-ron de gran intensidad de gestión, pocos discursos estridentes, mucha acción de gobierno y un férreo liderazgo presidencial. Esto último se tradujo también en un ordenamiento de gobierno que invitaba a cada funcionario a trabajar en sus áreas de incumbencia de manera ordenada y vertical, lo que implicaba replantear un aspecto central del funcionamiento de la gestión económica de las últimas décadas: horadar la figura del “super- ministro de Economía”. Y este punto lleva al tercer aspecto, que tuvo relevancia en el gobierno de Kirchner, pero mucho más en los gobiernos de CFK: la denominada “preeminencia de la política sobre la economía”. Este es un signo de época, tras años de rígidas reglas de convertibilidad (aún con sus inconsistencias). La idea de que, en adelante, la economía estaría subordinada a la política tenía implicancias importantes. Por una parte, quedaba rezagada la figura fuerte en la gestión económica, la del “superministro” de Economía, y en su reemplazo aparecían cuadros técnicos más asociados a la política (donde, en definitiva, las decisiones las tomaba el presidente). Por otra, este fue un signo de cambio de época, a contrapelo de una tecnocracia que se ponía por encima de las definiciones políticas y que, en ocasiones, hasta cuestionaba la autoridad presidencial. Desde luego, también provocó importantes dificultades cuando la mirada política parecía ubicarse en una suerte de mundo “sin restricciones”, en el que, en definitiva, los avances sociales dependían de decisiones políticas. Este problema se agudizó, como veremos, durante los gobiernos de CFK, sobre todo durante el tercer kirchnerismo.

Por último, el cuarto aspecto fue una moderada heterodoxia pragmática. Kirchner volvió a poner sobre la mesa cierto imaginario de tradiciones peronistas: la industria, la burguesía nacional, la negociación salarial, las grandes obras de infraestructura. Lo hizo sin demasiadas precisiones, ni actualizaciones doctrinarias. Y lo combinó con un enfoque bastante prudente en materia macroeconómica. Son harto conocidas sus obsesiones en el manejo del gasto y la eficacia recaudatoria. Desde el punto de vista macroeconómico, interpretó adecuadamente la necesidad de preservar un tipo de cambio real estable, como de hecho se logró sostener, hasta finales de su mandato. Esta combinación resultó efectiva –y, por cierto, novedosa– para un gobierno peronista. La salida de Lavagna del gabinete, a fines de 2005, no alteró en gran medida este panorama, aunque sí sembraría la semilla de la reaparición del problema inflacionario.

En este período de gobierno, la economía argentina fue una locomotora de crecimiento: el PBI subió un 8,8% en 2003, un 9% en 2004, un 9,2% en 2005, un 8,5% en 2006 y un 8,7% en 2007. Claro está, se venía de una hecatombe tras cuatro años de caída en esa larga crisis de la convertibilidad, y recién en 2005 el PBI recuperó el nivel de 1998, cuando se iniciaba esa crisis. Pero, hecha esta aclaración, pocas veces en la historia argentina el PBI creció a ese ritmo tantos años seguidos y sin desequilibrios macroeconómicos, fiscales o monetarios.

Promediando el gobierno, tuvo lugar un cambio relevante en el escenario internacional: el inicio de una fase de altos precios internacionales de las materias primas. La Argentina pudo aprovechar este ciclo debido a dos grandes fenómenos no siempre debidamente reflejados: las inversiones realizadas en el sector agrícola en la segunda mitad de los noventa, que permitieron expandir masivamente el cultivo de soja, muy demandado por la locomotora china, y el salvataje sectorial del gobierno de Duhalde.

Este ciclo internacional favorable, que algunos llamaron “viento de cola”, permitió desplazar –aunque no eliminar– la restricción externa, y eso explica, en cierta medida, este hecho bastante novedoso de varios años de crecimiento sostenido a tasas altas. Pero las tensiones macroeconómicas comenzaron a aparecer, aunque de manera muy tibia en comparación con lo que sobrevendría después. No por el lado fiscal o monetario, donde el gobierno de Kirchner mostró niveles de prudencia y eficacia como pocos gobiernos en la historia argentina. No tengo dudas en señalar que, desde el punto macroeconómico, Kirchner fue el más prudente y equilibrado de los presidentes peronistas (y de los presidentes en general).

El primer factor de tensión sería el impacto del alza de los precios internacionales en los precios internos de los alimentos y su corolario en la inflación y el salario real de los trabajadores. Duhalde había reintroducido los derechos de exportación a los productos primarios. Kirchner sostuvo y refinó esas medidas. Cuando los precios internacionales empezaron a subir, Kirchner incrementó las alícuotas de los derechos de exportación. El último aumento, instrumentado a fines de 2006, llevó la alícuota del derecho de exportación de la soja al 35%, y generó la reacción adversa del sector agropecuario, cuyas entidades lanzaron un lock out que no tuvo mayores repercusiones.

Pero el problema de la inflación reapareció entonces. La convertibilidad, incluso con un período de deflación, parecía haber terminado con la inercia inflacionaria. En 2002, el tipo de cambio se multiplicó por 3,8, pero la inflación fue de solo un 40%. En un país acostumbrado a trasladar devaluaciones a costos internos, el efecto de la salida fue extremadamente acotado. En 2003 y 2004, la inflación se consolidó en un bajo nivel, pero 2005 marcó la primera señal de alerta, con una inflación del 12%. Kirchner se enfrentó con un dilema. La heterodoxia flemática de Lavagna le aconsejaba aplicar un freno por el lado de la política fiscal y ser más prudente en el estímulo a la recuperación salarial. Claro está, en esos tiempos se convalidaron algunas negociaciones salariales con incrementos muy importantes, muy por encima de la inflación, pero ello se debía a que los salarios venían de niveles muy bajos.

Kirchner, por su parte, estaba decidido a continuar con el ritmo de crecimiento y prefirió recurrir a la medicina del congelamiento de precios y la férrea negociación con las empresas alimenticias, convocando al gabinete económico a Guillermo Moreno ya entrado 2006. Como suele ocurrir, este tipo de acciones pueden aportar éxitos parciales en el corto plazo (la inflación de ese año cerró una décima por debajo del 10%), pero limitaciones a mediano plazo, si no se acompañan con medidas macroeconómicas de fondo. En efecto, en 2007 la inflación superó ampliamente el 20%, aunque ello no quedó debidamente reflejado en las estadísticas del Indec. La reaparición de la inflación, sobre el final de su gobierno, junto con los cambios en el Indec, que derrumbaron su credibilidad, fue la única mancha que afectó a Néstor Kirchner, sobre todo porque dejó sembrado un problema que ya no fue posible resolver y que se expandió considerablemente en los períodos subsiguientes.

El cristinismo, etapa superior del kirchnerismo

A solo tres meses de la asunción de CFK, la situación política se complicó. Por un lado, los precios de las materias primas alcanzaron un nuevo récord en el mercado mundial. En particular, la soja, la nueva estrella del campo argentino, superaba por primera vez en la historia los 600 dólares por tonelada. También aumentaron fuertemente los insumos, como el caso de los fertilizantes cuyas materias primas provienen de los hidrocarburos, pero la cosecha esperada era muy buena y los márgenes, tan amplios, que el negocio agrario mostraba excelentes perspectivas, incluso con una alícuota de derechos de exportación que llegaba al 35%.

El ministro de Economía de entonces, Martín Lousteau, entendió que era necesario adecuar los derechos de exportación de las materias primas agrarias para evitar mayores presiones sobre los precios internos de los alimentos. Pero, además, creía que había que realizar algunos reordenamientos macroeconómicos para frenar la inflación. En particular, el resultado fiscal ya no era tan holgado como en períodos anteriores y el congelamiento de las tarifas de los servicios públicos energéticos llevaba al gobierno a cubrir la diferencia entre el costo de generación y transporte y lo que terminaban abonando los usuarios. A la luz de lo que ocurriría poco después, el peso de esos subsidios era relativamente bajo, pero comenzaba a crecer y en Néstor Kirchner había predominado la idea de que era necesario seguir contribuyendo a la recuperación del ingreso de los hogares y, en particular, tener gestos hacia la clase media para evitar una “venezualización” (como caracterizaba a la polarización social que se registraba en torno a la gestión de gobierno de Hugo Chávez en Venezuela).

Como solución  a  estos  dilemas,  se  propuso  –en  marzo de 2008– un nuevo aumento en las alícuotas de los derechos de exportación para afrontar, en simultáneo, el desafío de contener los precios internos de los alimentos y mejorar el balance fiscal. Pero a esto se agregó un elemento novedoso: la implementación de un esquema móvil de derechos de exportación. La idea era buena, pero no así el timing con que se aplicó. El anuncio se hizo justo antes del inicio de la cosecha, sin comunicación previa ni diálogo con el sector, y con el antecedente del lock out de fines de 2006, que ya mencionamos, cuando Kirchner había elevado al 35% las retenciones a la soja.

En aquel momento, la crisis por las retenciones móviles puso varios temas al descubierto. Lo primero fue una reacción inmediata de aquellos que estaban en contra de cualquier tipo de regulación sobre la actividad agropecuaria y la imposición, en general, de derechos de exportación. Lo segundo, la manera en que se desperdició la oportunidad de implementar una pauta lógica y razonable, e intentar un acuerdo en torno a la necesidad de este tipo de reglas. Al mismo tiempo, la reacción fue vista como una oportunidad política para muchos sectores que venían relegados desde hacía años tras el exitoso gobierno de Kirchner.

La crisis se agudizó y su desenlace fue desfavorable al gobierno: en busca de legitimar esta medida, se envió un proyecto de ley al Congreso, la votación en el Senado quedó empatada y el vicepresidente Cobos, el hijo de la transversalidad, votó en contra y cristalizó la derrota. Con ello finalizó una época. El “país normal” de Kirchner dio lugar a otro, conflictivo y fracturado. Se acabó la transversalidad y comenzó una nueva etapa, que se consolidaría tras la inesperada muerte de Néstor Kirchner, en octubre de 2010.

Fue también un nuevo tropiezo del peronismo con un sector productivo muy importante para el país. No era algo nuevo en la historia de este partido. Mientras tanto, a esa normalidad alterada por el conflicto político originado en el alza y cambio de regla para los derechos de exportación, se sumó otro fenómeno de escala internacional: la crisis de las hipotecas subprime en 2008, que duró menos de lo esperado y fue en definitiva bien gestionada, cuidando la posición externa del país y aplicando una política fiscal contracíclica.

Por su parte, el gobierno de CFK encaró dos reformas trascendentales. La primera fue la estatización de los fondos de jubilaciones y pensiones. La segunda, la implementación de la Asignación Universal por Hijo (AUH).

A pesar de la dura situación, el panorama económico mostraba buenas señales. El turbulento año 2008 finalizó con un crecimiento del 4,1%, pero había sido del 6,1% en los primeros tres trimestres, a lo cual le siguió una caída en el cuarto trimestre, cuando el mundo empezó a transitar los efectos de la crisis de las hipotecas subprime. Los tres primeros trimestres de 2009 marcaron una caída en el PBI, sobre todo en el segundo, cuando más se sintió el coletazo, pero el país terminaba aquel año iniciando la reactivación.

La primavera kirchnerista

La situación económica mejoraba, pero la política había entrado en una fase de complicaciones. Lo cierto es que 2010, año no exento de turbulencias, arrancó a todo vapor y cerraría con un crecimiento del 10,1%, afianzando la idea de que el “parate” había pasado y había sido solo un accidente originado en una crisis ajena a la política interna. Pero el panorama político cambiaría drásticamente en octubre de ese año, con la muerte de Kirchner. Hasta ese momento, el clima político de un posible fin de ciclo todavía estaba presente.

En 2011, la economía volvió a crecer aceleradamente, en torno al 6%. La reelección de CFK fue contundente, con el 54% de los votos. Este resultado abría un nuevo escenario, pero también nuevas dificultades. La recuperación del período 2010-2011 había descuidado por completo los equilibrios macroeconómicos. En este aspecto, CFK fue una presidenta muy diferente a Néstor Kirchner.

La inflación, que en 2009 se había reducido al 15%, volvió a crecer, llegando al 27% en 2010 y al 24% en 2011.22 El resultado fiscal siguió un sendero descendente, de modo que ya en 2012 se cerraría, por primera vez en muchos años, con déficit primario mientras el sector externo comenzaba a dar señales muy preocupantes. La política energética había fallado en la promoción de la inversión para asegurar la provisión de combustibles, sobre todo de gas natural para alimentar la generación eléctrica. En 2010, el sector dejó de tener superávit comercial, y a partir de 2011 sería necesario importar combustibles en un escenario de precios internacionales altos.

El economista Miguel Bein había caracterizado ese bienio expansivo como un “macrocidio”. Ello por cuanto el tipo de cambio se mantuvo en niveles estables (solo creció un 8% en esos dos años), pero la inflación acumulada superó el 50%, lo que generó una notable apreciación y alimentó las expectativas de devaluación.

El último tramo de 2011 fue sumamente complejo, con una tendencia a la dolarización de portafolios. CFK haría una lectura política de esos acontecimientos, entendiendo que el problema central era especulativo y conspirativo por parte de sectores que pretendían cambios en la política económica, sin tomar en consideración los problemas de atraso cambiario y desequilibrios externos. De ahí resultaría una nueva fase, caracterizada por el regreso del control de cambios.

Allí nació el tercer kirchnerismo, una fase centrada en sostener la situación macroeconómica sin mayores cambios y la posición del sector asalariado. Aquella instancia pensada para “profundizar el modelo” terminó siendo la de “aguantar el modelo”.

El sector industrial perdió el dinamismo de los años previos e inició un período a la baja. La política industrial mostró sus límites, así como la oportunidad perdida de innovar recreando y ampliando la matriz productiva en los tiempos de mayor holgura financiera y externa.

El tercer kirchnerismo fue una fase tortuosa y el inicio de una década de estancamiento con una particularidad: la alternancia de años de crecimiento seguidos por otros de caída, tendencia que se mantuvo hasta 2018. CFK parecía orientada a no ordenar y a seguir construyendo mayor poder y su fuerza propia. El tiempo de la consolidación del proyecto propio, de La Cámpora, fue así el de la pérdida de oportunidad del reordenamiento.

El gobierno del Frente de Todos

No haremos un análisis pormenorizado del gobierno de Alberto Fernández, básicamente porque, al momento de escribir estas páginas, aún resta completar cerca de un año de mandato presidencial, de modo que ni siquiera ha finalizado el ciclo de gobierno y, menos aún, ha transcurrido un tiempo prudencial como para tomar la necesaria distancia que impone un balance histórico. Sí, en cambio, haremos referencia a cómo se desarrollaron las prácticas políticas y los primeros pasos en el abordaje de la política económica. Intentaremos interpretar las causas y consecuencias del fracaso político de una coalición de gobierno que no logró la necesaria cohesión en su funcionamiento y extraer algunas reflexiones para el presente y el futuro del peronismo y la política argentina.

La presidencia de Alberto Fernández quedará en buena medida signada como la gestión que tuvo a su cargo administrar un fenómeno tan intenso como inesperado. En diciembre de 2019, el mes en que se produjo el cambio de gobierno, China informó sobre la aparición de un nuevo virus con severos impactos en la salud humana y alta capacidad de propagación. El covid-19 aparecía en la escena internacional, aunque las primeras reacciones no parecían estar en el foco de la política mundial.

Desde el punto de vista económico, estaba claro que la situación mundial y las propias medidas adoptadas tendrían un impacto muy significativo. El turismo, la gastronomía y las actividades culturales estaban virtualmente paralizados en todo el planeta. Pero también fue necesario extender las medidas restrictivas a diferentes ámbitos de la actividad económica, a excepción de las ramas esenciales: alimentos, medicamentos, comer- cio minorista, producciones industriales de sistema continuo, y algunos más.

En esos días de fines de marzo y comienzos de abril, se anunciaron diferentes medidas de apoyo económico que darían muy buenos resultados. Por un lado, el ya mencionado ATP, que se combinó con un decreto que prohibió los despidos, de modo de asegurar el sostenimiento de los puestos de trabajo mientras duraran las medidas restrictivas y el impacto de la pandemia.

Pero esta iniciativa abarcaba al sector asalariado formal de la economía. Existía una importante preocupación por el segmento informal e incluso por el sector formal no asalariado (profesionales, oficios), que no iban a poder desempeñar sus labores durante ese período. Ante ello, se puso en marcha el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) mediante el cual se dispuso un pago estatal para esos sectores, al tiempo que se reforzó la ayuda alimentaria en barrios de menores recursos y se incrementaron los ingresos de quienes recibían la AUH. Asimismo, se implementó un crédito a tasa cero destinado a monotributistas y autónomos, y se agregaron créditos a tasas de fomento para empresas afectadas por la pandemia.

Este fue, en muy resumidas cuentas, el panorama con el que le tocó lidiar a Fernández en el inicio de su gobierno: una economía sobreendeudada, un préstamo con el FMI que debía sí o sí ser reestructurado ya que implicaba pagos de imposible cumplimento para 2022 y 2023, un clima recesivo, caída del consumo, desplome de la inversión pública y privada, caída en la producción y el empleo industrial. La meta de déficit fiscal cero no había sido cumplida a pesar de los grandes recortes en el gasto público efectuados por el macrismo, precisamente porque la recesión redujo los ingresos fiscales obstaculizando el cumplimiento de la meta, de modo que 2019 cerró con un déficit primario cercano al 1% del PBI.

Los objetivos de corto plazo eran revertir ese clima recesivo, recuperar la inversión, reactivar el golpeado sector industrial, poner en marcha nuevas políticas de estímulo y recuperar el crédito, que se había reducido en un 50% en términos reales en los últimos dieciocho meses de la gestión de Macri. Asimismo, se debía iniciar un proceso de reestructuración de la deuda con acreedores privados y también renegociar el acuerdo con el FMI.

En los primeros meses, se persiguieron esos objetivos. Se iniciaron las renegociaciones, se redujeron las tasas de interés, se implementaron líneas de crédito productivo y nuevos programas de estímulo industrial, poniendo fin a un ciclo de desarme de la política industrial. En diciembre, se había sancionado la Ley de Solidaridad y Reactivación Productiva, que establecía una suba en los derechos de exportación de los productos de la soja hasta un 33% y la readecuación del resto de las retenciones. Se creó el impuesto PAIS, cuyo objetivo era encarecer la compra de divisas vinculadas a consumos turísticos en el exterior.

La reacción de corto plazo fue positiva y comenzó a registrarse una mejora en el nivel de actividad. Pero con la pandemia todo volvió a foja cero. En agosto, finalizó exitosamente la reestructuración de la deuda con acreedores privados, que concluyó en una quita del 45%. El panorama de la pandemia no estaba resuelto, pero la actividad económica se recuperaba con adecuados cuidados y protocolos de funcionamiento fabril. El sector industrial alcanzó rápidamente sus niveles de producción y empleo prepandemia. Las actividades de software y servicios informáticos tuvieron un renovado impulso gracias al teletrabajo, el comercio electrónico y la digitalización.

La inflación había arrancado el año en niveles relativamente bajos, pero la incertidumbre de la pandemia, que se traducía en la acumulación de stocks ante la posibilidad de largas cuarentenas, hizo que el gobierno decidiera un congelamiento de precios que, en ese año 2020, fue efectivo y permitió reducir la tasa de inflación del 53% al 36%, garantizando el abastecimiento de alimentos y productos de la canasta básica durante la pandemia. “Volver mejores” tenía muchas implicancias en materia de política económica y productiva. Por una parte, plantear una política energética que estimulara el crecimiento de la producción y la consecuente sustitución de importaciones energéticas, el desafío de desarrollar Vaca Muerta y la estructuración de un sistema tarifario razonable, en el que los subsidios estuvieran debidamente destinados a quienes realmente lo necesitaran.

Por otra parte, era necesario tener una política industrial y productiva consistente con los desafíos macroeconómicos y, al mismo tiempo, establecer nuevos estímulos acordes a la agenda industrial del siglo XXI. Llega el momento de contar, en primera persona, algunas de las acciones adoptadas, en particular las más de ciento cincuenta medidas de política industrial, comenzando por la restitución del crédito productivo, en particular a las pymes, a quienes se destinó el 53% del crédito a las empresas y que se duplicó en términos reales. A ello se sumó la implementación de programas de parques industriales, desarrollo de proveedores industriales, fomento exportador y sustitución de importaciones.

En la industria automotriz, el crecimiento se produjo por dos vías: una mayor integración de partes y componentes fabricados en el país, y una mayor participación de la producción nacional en las ventas totales. Otro ejemplo a destacar es la maquinaria agrícola, en la que la política industrial también dio resultados, aumentando en un 50% la participación nacional: del 40% pasó al 60%. A ello cabe agregar el extraordinario dinamismo del empleo en el sector informático, el cual creó entre mil y mil quinientos empleos formales por mes.

Veamos lo ocurrido en materia energética y el objetivo de producir cambios respecto de las limitaciones pasadas. Tres eran los grandes desafíos. El primero, implementar rápidamente un plan de estímulo a la producción de gas, de modo de aprovechar el potencial y dejar de gastar tantos dólares importando barcos y otras fuentes de aprovisionamiento. Ello se ma terializó en el Plan Gas 2020 (Plan Gas.Ar), con la premisa de ahorrar divisas de importación y aumentar la producción gasífera en Vaca Muerta y otras reservas hidrocarburíferas del país. Su implementación no fue sencilla. Si bien el plan estaba listo en julio de 2020, rápidamente aparecieron voces críticas desde funcionarios políticamente ligados a CFK, que señalaban que la propuesta era antieconómica, con precios en torno a 3,50 dólares por millón de BTU, que consideraban caros. Sin embargo, se trataba de un precio que se ubicaba por debajo de los niveles históricos del gas importado y por el que se llegó a pagar en torno a los 30 dólares tras el estallido de la guerra en Ucrania y cerca de 48 dólares durante algunos períodos en muchos países. Afortunadamente, las críticas no tuvieron efecto y se evitaron graves impactos en la balanza de divisas, ahorrando cerca de 6.000 millones de dólares y revirtiendo el declino del 10% anual, lo que aumentó la oferta de gas en un 30%.

El segundo desafío era salir del desquiciado sistema de subsidios a la energía que rige en nuestro país desde hace dos décadas, el cual tiene un enorme costo fiscal, es socialmente injusto, centralista, antifederal y prorrico, sistema que debería avergonzar a cualquier militante o funcionario peronista que subsidia la energía de hogares acomodados de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o la zona norte del gran Buenos Aires, hogares que no necesitan, no solicitan ni valoran esos subsidios. Ese esquema había surgido tras la salida de la convertibilidad y la fuerte crisis social de 2002. Tenía sentido en ese momento de emergencia, pero era imprescindible racionalizar este sistema, realizando adecuaciones tarifarias que tuvieran en cuenta la crisis de ingresos de los hogares, pero dotándola de progresividad distributiva. Lejos de ellos, el equipo de la Secretaría de Energía actuó en sentido contrario, primero con un congelamiento que se fue extendiendo en el tiempo y luego posponiendo la necesaria segmentación de tarifas, consolidando uno de los problemas más serios en los que incurrió CFK en sus mandatos. El atraso tarifario de 2015, donde los subsidios a la energía explicaban más del 3% del PBI, fueron el puntal que utilizó el macrismo para implementar los tarifazos de 2016 a 2018. Sin embargo, aún con esas fuertes subas de tarifas, siguieron existiendo subsidios en las facturas de hogares de altos ingresos, de menor cuantía, claro está, pero el sistema de administración mantuvo esas falencias.

El tercer desafío era generar un marco normativo y desplegar estrategias para el desarrollo de Vaca Muerta. No es un tema menor: el sector energético es una de las llaves para resolver el problema de restricción externa. Estamos hablando de un potencial exportador de más de 30 000 millones de dólares. Una vez más, los avances fueron lentos, demorando la posibilidad de un nuevo marco normativo, por lo cual el proyecto de ley quedó en el olvido y fue reemplazado por un decreto que puso algo de racionalidad.

A pesar de los pronósticos sombríos (algunos organismos internacionales señalaban que recién en 2026 se recuperaría el terreno perdido por la pandemia y la dura caída del PBI en 2020), el crecimiento en 2021 fue del 10,3% (claro está, impulsado también por el propio rebote tras la fuerte caída de 2020). Varias actividades como la industria, la energía, la construcción y los servicios basados en el conocimiento tuvieron un desempeño expansivo que superó –en algunos casos con creces– los niveles previos a la crisis. Este crecimiento estuvo acompañado de una recuperación del empleo, con la creación de unos novecientos mil puestos de trabajo, que permitieron llevar la tasa de desempleo al 7%, la más baja en comparación con los seis años previos.

El crecimiento también tuvo un impulso en las exportaciones (crecieron un 42% en 2021, y un 29% en el primer cuatrimestre de 2022) y en la inversión (33% en 2021, para cerrar el año un 10% arriba del promedio del gobierno de Macri, período en el cual se había pronosticado una “lluvia de inversiones”). A contrapelo de cierto discurso que tuvo mucha difusión en esos tiempos, que auguraba que las empresas se estaban yendo del país y nadie quería ya invertir en la Argentina, la inversión productiva se recuperó, sobre todo en el sector industrial, la construcción, la energía, la minería y las energías alternativas. La incorporación de maquinaria y equipo producido en el país creció un 11%, contra el promedio del gobierno anterior, y la de material de transporte nacional, un 16% con la misma comparación. En definitiva, la formación de capital se expandió con más vigor y mayor participación de equipamiento producido en el país.

El consumo privado también se recuperó: creció un 10,2% respecto de 2020, y a comienzos de 2022 ya superaba también los valores de 2019. La mayor flexibilidad en la movilidad de las personas tras la finalización de la segunda ola de covid-19 permitió una mayor expansión, reforzada por el crecimiento del turismo interno. La reactivación industrial mostró el contraste con el período de gobierno macrista, en el que se habían destruido ciento sesenta y nueve mil puestos de trabajo formales y, peor aún: de los cuarenta y ocho meses en los que Macri gobernó, en cuarenta y seis hubo destrucción de empleo industrial. Por el contrario, aún con todas las dificultades que trajo la pandemia, la industria creó setenta mil nuevos empleos formales entre 2020 y 2021, superando los niveles de inicios de 2019.

Una extraña pareja

La crisis política se manifestó con fuerza en dos ocasiones. La primera, en septiembre de 2021, tras las elecciones legislativas primarias, cuando el Frente de Todos sufrió una derrota importante. CFK quiso forzar un cambio de gabinete generando renuncias en cadena de los miembros que le respondían. Cuando parecía que esto derivaba en una ruptura de la coalición, finalmente hubo una negociación que permitió continuar, con claras incomodidades para todos los socios. La segunda crisis fue más compleja y determinante, y tuvo que ver con el acuerdo con el FMI para reestructurar el cronograma de pagos. CFK y sus dirigentes trabajaron abiertamente en contra del acuerdo alcanzado, a pesar de que sus logros eran difíciles de discutir: sin recortes de jubilaciones, pensiones ni gasto social, con un evidente alivio financiero para los próximos años, ni el tradicional paquete de reformas estructurales promercado que suele integrar el recetario fondomonetarista. Una revisión de los acuerdos firmados por el FMI con diferentes países en las últimas décadas no encontrará uno tan favorable como el que firmó la Argentina, incluso considerando el del propio Néstor Kirchner durante su presidencia, previo al pago de comienzos de 2006.

Llamativamente, para el cristinismo los resultados obtenidos en materia productiva no parecían ser relevantes o suficientes, aún con la notable baja del desempleo y la recuperación de la industria. La actitud política de este sector de la coalición estuvo siempre más asociada a la conservación del capital simbólico acumulado en el período 2003-2015, que a comprometer esfuerzos para la gestión de una situación de crisis. En un sentido opuesto al Perón de 1952, que enfrentó la crisis con iniciativas que tuvieron un impacto inicial negativo sobre los trabajadores, pero de manera frontal y explicando las causas, las consecuencias y el futuro curso de acción, CFK eligió comentar la situación con una sorpresiva lejanía y ajenidad, sin más propuesta que la de hacer referencia a lo hecho durante su propio gobierno, bajo circunstancias locales e internacionales completamente diferentes y omitiendo las numerosas falencias que su propia acción de gobierno había generado.

MK/AR