En un verano de principios de los años noventa, mis padres decidieron que pasáramos algunos días en la casa de mi abuela, en la localidad bonaerense de Tortuguitas. Era un departamento –en una ciudad donde la mayoría de las calles eran de tierra, y los edificios residenciales una rara excepción–, ubicado frente a las vías del tren.
Durante las mañanas y las tardes jugábamos con los primos en la pileta del tío Nene. Pero en ese intervalo de tiempo posterior al almuerzo que incorporé a mi vida con el nombre de siesta, transcurrí algunos de los momentos más tediosos de mi infancia.
Mi madre nos obligaba a dormir la siesta, o, al menos, a permanecer en el living, en completo silencio, sin juegos ni televisión o video juegos; solo el libro se ofrecía como alternativa al que, sin dormirse, permaneciera tumbado boca arriba con la vista en el techo.
Hubo un día en el que, resignado y sin esperarlo, conocí el imbatible poder de la lectura. Fue a través de las aventuras de un joven y torpe detective llamado Arthur, que protagonizaba una saga creada por el escritor británico Martin Oliver.
Sin embargo, mis recuerdos de aquel verano están dominados por otras emociones: el hartazgo y la indignación que desarrollaba durante esas casi dos horas de espera infinita en las que mi madre no nos permitía salir a jugar con los primos.
En aquella época no había teléfonos, claro. La única forma de enterarse del tiempo era mirar el reloj en la cocina. Pero un niño no iba a trasladarse cada tanto desde el living para saber cuánto faltaba. Mi madre, llegado el momento, anunciaría el fin del encarcelamiento.
Recordé aquellos días en los que las horas se arrastraban como babosas indulgentes con un anhelo de karma invertido y justificado. Qué maravilloso sería que al menos durante el mes de agosto –cuando Europa se toma vacaciones– las siestas duraran infinitamente, y uno pudiera sumergirse en la lectura, o, incluso en el tedio improductivo de quedarse tumbado con la vista en el techo.
Pero, para ser sincero, el milagro de aquellas siestas mágicas ya no ocurre. El solo hecho de ver a otros con el teléfono en mano nos dispara la sensación de estar perdiéndonos de algo. Una noticia, una oportunidad de compra, un deber. Siempre hay alguna otra cosa que hacer, o que podríamos hacer…
En la ciudad de S’Agaró, en la Costa Brava, hay un hotel llamado Hostal de La Gavina que entre los años 40 y 60 del siglo XX fue en uno de los sitios de veraneo de artistas diversos y estrellas de Hollywood. En el el camino de ronda que bordea la playa de Sa Conca y el propio hotel, puede verse a unos pocos metros a lo alto una bellísima galería porticada, en la que personajes como Orson Welles, Ava Gardner, Elizabeth Taylor o Salvador Dalí protagonizaron banquetes majestuosos.
Un amigo que me acompañaba en el recorrido se detuvo frente a la galería, vacía y silenciosa, y comentó de pronto, “son las ruinas de la Dolce Vitta…”. Razón no le falta. El hostal de La Gavina ya no recibe a aquellas celebridades ni ofrece cenas elegantes. No porque hiciera algo mal. Las celebridades ya no se muestran, o eligen sitios exclusivos en lugares alejados de todo. Además, la estética y el espíritu de aquella época ya casi no existe. Para no olvidarlos, un tótem turístico muestra imágenes de aquellos encuentros. Los comensales sonríen y conversan; otros miran a cámara…
Me pregunto sobre el tiempo, ¿pasaría lento como en las siestas de la casa de mi abuela o fugaz como en estos días?
Mi amigo me cuenta que él también sufrió el hastío de las siestas. Las suyas transcurrían en Catamarca, con un calor abrasador y el canto fastidioso de un pájaro que nunca identificó. Le pido más detalles sobre aquellas siestas, y pregunto si su madre también le impedía salir a jugar. Él, sin embargo, conecta el recuerdo con otra experiencia, en otro país, mucho tiempo atrás.
“Existe un hastío que me hizo comprender el aburrimiento atroz de las siestas catamarqueñas. Es el que describe Baudelaire en Le Spleen de París”.
Se trata de un libro póstumo del poeta francés. Se publicó en 1869, dos años después de su muerte. Algunos lo consideran el primer libro de poesía en prosa. Apenas salió fue más bien ignorado. Años más tarde la crítica le dio un valor casi tan alto como el de su obra más famosa, Las flores del mal. Walter Benjamin, incluso, le dedicó un libro de crítica literaria llamado El París de Baudelaire, en el que analizó la mirada del poeta sobre la burguesía emergente en aquella capital francesa del siglo XIX.
En el poema Le solitude (La soledad), de Le Spleen de París, Baudelaire destaca el valor de la soledad y la introspección; y lo contrapone a la algarabía parisina y la superficialidad que se respira en la capital francesa. Uno de sus versos dice:
“Es cierto que un charlatán, cuyo supremo placer consiste en hablar desde un púlpito o una tribuna, correría el serio riesgo de volverse loco en la isla de Robinson. No le exijo a mi periodista las virtudes valientes de un Crusoe, pero le pido que no condene a los amantes de la soledad y del misterio”.
Hay otro poema, llamado “El viejo saltimbanqui”, en el que Baudelaire refleja la encerrona existencial que plantea la vida moderna y el capitalismo ya desarrollado. El día a día es una lucha por la supervivencia, señala, mientras que las vacaciones son un “armisticio” que transcurre entre saltimbanquis, domadores, y vendedores ambulantes. Un entorno banal, en el que solamente nos olvidamos por un rato de la tragedia que es estar vivo.
Quizás alguna biografía que no leí revele si alguno de estos poemas fueron escritos en ese intervalo entre al almuerzo y la tarde que más tarde llamamos siesta. En cualquier caso, el hecho es que de una u otra forma, sufríamos de un aburrimiento atroz: en las siestas catamarqueñas, en las siestas de Tortuguitas, o en la observación cansadora de la algarabía parisina. Hoy, sin embargo, no hay minuto que no se rinda al estímulo incansable de la hiperconexión. Sin Fin.
AF/MG