Este lunes, en un pueblo en las montañas rocosas canadienses, Keir Starmer se agachó a recoger los papeles que se le habían caído a Donald Trump. Se le habían resbalado al abrir una carpeta, pero el presidente de Estados Unidos dijo que era un día “ventoso” — no lo fue, según los datos meteorológicos, y las hojas de los árboles en el vídeo del encuentro aparecen quietas.
“No había muchas opciones para recoger los documentos porque, como probablemente saben, hay reglas bastante estrictas de quién se puede acercar al presidente”, explicaba después Starmer a los periodistas británicos que lo acompañaban en el viaje para una cumbre de líderes. “Yo era muy consciente de que en una situación como esta no habría sido bueno que nadie más interviniera… tampoco es que ninguno de ustedes se apresurara a hacerlo”.
Los folios en cuestión eran los de un compromiso comercial que, cuando se aplique, debería suponer para el Reino Unido una rebaja de los aranceles decididos por Trump en algunos sectores.
El gesto instintivo de agacharse era algo inevitable para Starmer, que está acostumbrado a ser cortés y tiene 17 años menos que Trump. Pero lo que era más evitable fue su silencio mientras el presidente de Estados Unidos presumía de haber hecho un trato “con la Unión Europea” o rechazaba las sanciones contra Rusia. La imagen del primer ministro británico en el suelo ante la mirada algo divertida de Trump ilustra el desequilibrio de la relación.
“La relación especial”, comentaba con la foto el historiador Timothy Garton Ash, utilizando con ironía la expresión sacada de un discurso de Winston Churchill en 1946 sobre la importancia de que el Reino Unido y Estados Unidos hicieran frente común ante la Unión Soviética, y popularizada después por los gobiernos británicos.
En febrero, cuando Starmer visitó a Trump en la Casa Blanca y agitó efusivamente una carta de invitación del rey Carlos III a su país, Garton Ash me dijo en una entrevista: “Creo que nuestros líderes deben mantener un mínimo de dignidad personal. Me sentí muy incómodo con el nivel de adulación de Starmer mostrando su carta”.
Aun así, el historiador, periodista y autor de Europa: una historia personal se mostraba comprensivo y entendía que la estrategia general de intentar mantener una relación de trabajo mínimamente viable con los estadounidenses era una opción razonable para Starmer y otros europeos: “Tenemos que hacer todo lo posible para mantenerlos en nuestro barco, tanto como sea posible para las cosas que sólo ellos pueden proporcionar a Ucrania y para que Vladímir Putin siga pensando que la garantía del artículo 5 de la OTAN [de defensa mutua en caso de ataque] todavía puede aplicarse a Estonia, Letonia y Lituania. Pero, por otro lado, como ha dicho Friedrich Merz, tenemos que construir nuestra independencia”.
Pocos resultados
Pero mantener a Estados Unidos “en el barco” cada vez se antoja más difícil tanto para Starmer con sus buenas palabras y el acento que tanto alaba Trump como para el presidente francés, Emmanuel Macron, que mantiene una actitud más crítica en público y en privado con Washington.
En relación con Ucrania, de hecho, Starmer no ha conseguido lo que lleva pidiendo y negociando con Trump desde febrero, que Estados Unidos empuje más por el alto el fuego y que ofrezca algún tipo de apoyo a una posible misión europea de paz o “garantía de seguridad” frente a Putin.
Sólo unas horas después de que Starmer le entregara la carta de invitación para una visita de Estado del rey, el presidente y su vicepresidente abroncaron ante las cámaras al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski. Desde entonces, el primer ministro británico ha hecho de mediador, pero los resultados siguen siendo escasos y el presidente de Estados Unidos sigue repitiendo a menudo los argumentos de Putin e insultando a ratos a Zelenski.
El momento de Starmer recogiendo los papeles en el suelo era el más llamativo, pero tal vez el más sustancial fue su silencio, a ratos mirando a un punto en el infinito, a ratos cabizbajo, mientras Trump repetía que no quiere poner sanciones a Rusia porque dañarían a Estados Unidos ni contestaba cuando le preguntaban por el presidente ucraniano. Zelenski llegó a la cumbre en el oeste de Canadá horas después de que Trump se hubiera marchado antes de lo previsto.
El Gobierno británico destacó la “unidad” de los aliados frente a Rusia en el G7, pero Trump nada más llegar cuestionó el formato y criticó a los europeos por haber dejado de invitar a Putin después de que invadiera Ucrania. Esta crítica la repitió este jueves el Kremlin.
En el intercambio con los periodistas ante las cámaras junto a Starmer el lunes, Trump elevó el tono contra Irán y dejó claro que no seguía la línea de los europeos de llamar a la desescalada y el diálogo. Unas horas después de su encuentro, Starmer insistía en que Estados Unidos no quería una confrontación con Irán, y justo después Trump amenazaba en redes sociales a Teherán.
El presidente estadounidense aprovechó para atacar a Macron por empujarle hacia un alto el fuego. “Emmanuel siempre se equivoca”, dijo Trump en un mensaje en redes.
Después de unos días de mensajes contradictorios, amenazas y sobre todo gran incertidumbre, Trump se ha dado dos semanas para decidir que los europeos están aprovechando para intentar negociar con Irán. El ministro de Exteriores, David Lammy, se unió el viernes a una reunión en Ginebra con sus colegas de Francia, Alemania y la UE y una delegación iraní para mediar.
¿Ganar tiempo?
Para los europeos, se trata, en parte, de ganar tiempo si bien construir una alternativa a su alianza con Estados Unidos no es fácil por la falta de capacidad militar y unidad política para tomar decisiones en asuntos que requieren unanimidad, como la acción exterior.
El Reino Unido, Francia, Italia y España ya han sugerido que no llegarán en 2032 al gasto militar del 3,5% del PIB –más un complemento para ciberseguridad, ayuda a Ucrania y protección civil del 1,5%–, como pide ahora Trump (y el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, en su nombre). Pero más allá del porcentaje de gasto, voces expertas señalan que el principal problema europeo es la capacidad práctica y la coordinación entre aliados para complementarse mejor.
“Mi idea es no persigas un objetivo sin sentido. En cambio, tenemos las plantillas. Sabemos lo que se necesita porque la OTAN lo ha elaborado con mucho cuidado, y esa es una medida mucho mejor”, explicaba Keir Giles, experto en defensa y en el ejército ruso del think-tank británico Chatham House, a elDiario.es en una entrevista en abril. “Lo que importa es lo que realmente puede hacer y proporcionar. Esa debería ser la medida de la relevancia de la defensa, no un porcentaje teórico de un objetivo cambiante”.
Starmer ha subido el gasto militar hasta el 2,5% del PIB para 2027, y ha sugerido un compromiso todavía genérico para llegar el 3% en la siguiente legislatura, que corresponderá al gobierno que salga de las elecciones generales previstas para 2029.
Entretanto, Starmer igual que Macron y su ambivalente aliada Giorgia Meloni tratan de llegar a compromisos con Trump, que hasta ahora han dado pocos frutos.
El equilibrismo es casi imposible para todos ellos, y más cuando el presidente de Estados Unidos está rodeado de personas muy escépticas sobre los europeos, por ejemplo, su vicepresidente, JD Vance, y el secretario de Defensa, que los describe como “gorrones”.
“Estados Unidos es ahora una gran potencia transaccional que busca ganancias a corto plazo para sí misma: eso es lo que tendremos que afrontar durante los próximos cuatro años. Puede ser sólo una cuestión de ganar tiempo, depende de nosotros. También podría ser una cuestión de construir para que, al final de los cuatro años, Estados Unidos vuelva a la normalidad y entonces tengamos una relación estratégica más de igual a igual con Estados Unidos. Deberíamos mantener ambas opciones abiertas”, decía Garton Ash en la entrevista con elDiario.es. “Los europeos, deberíamos ponernos en lo peor y actuar para el peor de los casos asumiendo que Estados Unidos no volverá a ser nuestro gran aliado estratégico... Si lo vuelve a ser, mejor para nosotros”.
Aislamiento británico
La posición del Reino Unido es especialmente difícil, aislado de sus socios comerciales y políticos con las barreras creadas por el Brexit que votaron los británicos y modeló de la manera más radical posible el Gobierno de Boris Johnson.
Por una parte, la defensa nuclear del Reino Unido —una de las claves de la seguridad para el país y para Europa— depende del armamento y de las decisiones tácticas de Estados Unidos, y lo seguirá haciendo, según la última revisión estratégica de defensa y seguridad presentada hace unos días.
De otro lado, la economía británica sigue lastrada más que sus vecinos por bajo crecimiento, tipos de interés elevados, precios altos y comercio mermante. De ahí, la desesperación de Starmer por conseguir un acuerdo comercial o algo que se le parezca con países grandes, como Estados Unidos y Canadá.
Alguna concesión
En estos asuntos domésticos, Starmer ha conseguido alguna concesión de Trump, pero es pequeña y no está claro que los británicos vayan a ser tratados de manera especial respecto a otros europeos. Para mayor incomodidad de Starmer en sus minutos ante las cámaras en Canadá, Trump dijo por error que se alegraba de firmar un acuerdo “con la Unión Europea”, en referencia al Reino Unido.
Al ser interrogado por la prensa sobre si podía garantizar que no habría aranceles para el Reino Unido, Trump bromeó para no contestar directamente: “El Reino Unido está muy bien protegido y, ¿sabéis por qué? Porque me gustan. Y esa es su protección última”.
En realidad, los acuerdos firmados son limitados, no se trata de un gran marco comercial de libre intercambio como el prometido desde la salida del Reino Unido de la Unión Europea por varios gobiernos. Todavía es un acuerdo político que debe ser convertido en textos legales y, si implica un acuerdo comercial más extenso, tiene que pasar por el Congreso. En cualquier caso, sigue habiendo aranceles para los productos británicos y el Reino Unido, como casi todo el mundo, seguirá teniendo más barreras comerciales para vender sus productos a Estados Unidos que las que tenía hace tres meses.
Lo firmado hasta ahora consiste en que los coches británicos tendrán aranceles del 10% en lugar del 27,5% al que decidió subir Trump (antes eran del 2,5%) y con un cupo de hasta 100.000 vehículos “antes del final del mes”, según el Gobierno británico. Además, el sector aeroespacial no tendrá el impuesto extra del 10% que Trump ha prometido aplicar a cualquier país a partir de julio (aunque esto tampoco está claro).
También hay un compromiso para el comercio de carne de res mientras Estados Unidos cumpla los estándares británicos de seguridad alimenticia, uno de los puntos disputados, y negociaciones para un futuro acuerdo sobre medicamentos.
De momento, se mantienen los aranceles del 25% para el sector del acero, que es uno de los asuntos que más le importa al Reino Unido. Estados Unidos amenaza de hecho con mantenerlos mientras una de las grandes acerías en Gales, propiedad de una empresa india y ahora cerrada y en proceso de renovación, siga importando materiales de otros lugares. Para la Unión Europea, el Gobierno de Trump aplica desde junio un 50% de arancel para el acero y el aluminio, aunque se ha dado hasta el 9 de julio para llegar a un acuerdo sobre éste y otros aranceles.
Afecto transitorio
El presidente de Estados Unidos intenta separar a Starmer del resto de los europeos, especialmente por su desconfianza y la de su equipo respecto a la Unión Europea. En público, Trump suele atribuir su cercanía a una simpatía personal o incluso a la admiración por su acento británico, que en Estados Unidos se identifica con la aristocracia venga de donde venga.
La insistencia de Trump en decirles a los británicos cuanto aprecia a su primer ministro poco puede ayudar a Starmer en un país donde sólo el 16% dice ahora que le gusta al presidente de Estados Unidos. Lo que eso signifique en términos prácticos también está en cuestión.
“Que le gustes a Trump es una condición transitoria. Sus acuerdos son perecederos”, escribe en The Guardian Rafael Behr, especialista en política británica y ex corresponsal en Rusia y los países bálticos. Recuerda que los acuerdos comerciales de Trump con Canadá y China en su primer mandato quedaron en nada.
“Se pueden hacer ganancias a corto plazo siguiendo este juego caprichoso, pero el coste es aceptar que las viejas reglas ya no funcionan. Esto es malo para el libre comercio y un cataclismo para la democracia y la legislación internacional”, escribe. “Con el tiempo, la reticencia a decir en alto que Trump es una amenaza autoritaria para la república constitucional de Estados Unidos se convierte en complicidad con el asalto”.