Una oleada de países occidentales —10 en los últimos dos días— han reconocido el Estado palestino coincidiendo con la celebración de la Asamblea General de la ONU. El domingo, el Reino Unido, Canadá, Australia y Portugal reconocieron oficialmente a Palestina y este lunes lo hicieron otros seis, entre ellos Francia y Bélgica. Muchos observadores lo califican como un momento histórico en la diplomacia internacional. Durante décadas, los gobiernos occidentales se habían resistido a dar este paso en ausencia de un “acuerdo de paz” negociado. Sin embargo, para septiembre de 2025 se produjo un giro notable: varios países de Europa, Norteamérica y Oceanía declararon su disposición a reconocer a Palestina.
Dos razones principales se han invocado para justificar este giro. La primera es el agravamiento de la crisis humanitaria en Gaza, descrita con expresiones como “crisis humanitaria provocada por el ser humano” o “desastre humanitario,” aunque se evitó cuidadosamente utilizar el término genocidio. La segunda es la necesidad de mantener con vida la solución de dos Estados tras años de negociaciones estancadas.
Es irrefutable que el reconocimiento de un Estado palestino constituye una reafirmación del derecho inalienable del pueblo palestino a la autodeterminación. Ese reconocimiento adquiere aún mayor relevancia frente a un proyecto violento de colonización que ha alcanzado su fase genocida en Gaza y que niega abiertamente la existencia misma del pueblo palestino. Dicha negación fue elevada a principio constitucional con la Ley Básica de 2018: Israel como Estado-nación del pueblo judío, que establece que el derecho a la autodeterminación pertenece exclusivamente a los judíos, excluyendo a los palestinos. Paralelamente, los dirigentes israelíes insisten en que un Estado palestino nunca llegará a existir, mientras impulsan la anexión de territorios en Cisjordania y planes de reasentamiento en Gaza, desafiando descaradamente a la comunidad internacional.
Un reconocimiento con obligaciones
Pese a su peso simbólico en la coyuntura actual, la medida ha sido recibida con profundo escepticismo. Para muchos, se trata de gestos vacíos destinados a desviar la indignación pública ante la inacción occidental frente a los crímenes de Israel. Más aún, estas declaraciones encubren hasta qué punto algunos de esos mismos Estados han facilitado directa o indirectamente la violencia genocida en Gaza. También funcionan como un intento de neutralizar el marco descolonizador que ha emergido en respuesta al genocidio, un marco que cuestiona no sólo las prácticas de Israel, sino también las estructuras coloniales que las sostienen.
Si algunos de estos Estados están realmente preocupados por la población de Gaza —asediada, desplazada una y otra vez y sometida al hambre— deberían, ante todo, garantizar que sus propias acciones no contribuyan al asalto genocida de Israel. El Reino Unido ofrece un ejemplo revelador. Un informe de mayo de 2025 del Palestinian Youth Movement, Workers for a Free Palestine y Progressive International mostró que, pese a anunciar en septiembre de 2024 una suspensión parcial de licencias de armas, el Reino Unido continuó transfiriendo grandes cantidades de armamento y piezas militares, entre ellas más de 160.000 balas, granadas, misiles y componentes de tanques. Canadá presenta un caso similar. Un informe de julio de 2025 de Arms Embargo Now, Palestinian Youth Movement y World Beyond War documentó cerca de 400 envíos de armas y componentes militares a Israel desde octubre de 2023.
Estas prácticas persisten a pesar de obligaciones jurídicas vinculantes. En el caso Sudáfrica contra Israel, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) determinó que el riesgo de genocidio en Gaza era “plausible” y que existía un “riesgo real e inminente” de daño irreparable a los palestinos protegidos por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. La prevención constituye el núcleo de dicha Convención: los Estados están obligados a emplear todos los medios razonablemente disponibles para impedir el genocidio, incluso cuando los responsables directos no se encuentren bajo su control. La Corte también precisó la diferencia entre prevención y complicidad: la primera se vulnera por la falta de adopción e implementación de medidas adecuadas para evitar el genocidio; la segunda supone una asistencia activa a quienes lo cometen. La continuación de las transferencias de armas viola, por tanto, el deber de prevenir y puede equivaler a complicidad. Esta conclusión se ve reforzada por los tres informes de la Relatora Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en los Territorios Palestinos Ocupados desde 1967, Francesca Albanese, así como por el informe más reciente de la Comisión Internacional Independiente de Investigación sobre el Territorio Palestino Ocupado, incluida Jerusalén Oriental, e Israel, que han acusado de manera inequívoca a Israel de cometer genocidio en Gaza.
Los actuales reconocimientos, si no van acompañados de medidas para poner fin a la presencia ilegal de Israel en Palestina, corren el riesgo de revertir el giro descolonizador impulsado con el genocidio y la vuelta del lenguaje de la “paz” —que durante décadas distorsionó la realidad al presentar Palestina como un conflicto entre movimientos nacionales equivalentes—
La obligación se extiende más allá de Gaza al dominio más amplio de Israel sobre los palestinos en el Territorio Palestino Ocupado (TPO). En su Opinión Consultiva de junio de 2024, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) declaró ilegal la presencia continuada de Israel en el TPO, señalando violaciones del derecho del pueblo palestino a la autodeterminación, de la prohibición de adquirir territorio por la fuerza y de múltiples normas del derecho humanitario y de los derechos humanos. Al tratarse de normas imperativas del derecho internacional, generan obligaciones erga omnes: todos los Estados comparten la responsabilidad de hacerlas cumplir y no deben contribuir a mantener situaciones ilícitas. Posteriormente, dando cumplimiento a la Opinión Consultiva, la Asamblea General adoptó una resolución que, entre otras medidas, exigió a los Estados detener las transferencias de armas a Israel cuando existieran motivos razonables para creer que podían ser utilizadas en el TPO. Por lo tanto, resulta difícil conciliar la supuesta preocupación de estos Estados por los derechos humanos de los palestinos —presentada como la verdadera motivación de su reconocimiento— con el hecho de que continúen armando a Israel, incluso después de que la CIJ advirtiera a todas las partes sobre el riesgo de genocidio y otras violaciones de normas imperativas del derecho internacional.
Vuelta al discurso colonial
El genocidio en curso en Gaza, además, ha reformulado la cuestión palestina como una cuestión colonial, más precisamente de colonización de asentamiento. Esta forma de dominación es estructural y persigue tanto la eliminación política como la eliminación física de la población indígena con el fin de asegurar una soberanía permanente sobre la tierra. La lógica eliminatoria del genocidio remite inevitablemente a la Nakba y a la limpieza étnica de 1948, cuando más de 750.000 palestinos fueron expulsados. En este sentido, el genocidio en Gaza ha contribuido a descolonizar la conciencia global. Sudáfrica situó el genocidio actual “en el contexto más amplio de la conducta de Israel hacia los palestinos durante sus 75 años de apartheid, 56 años de ocupación y 16 años de bloqueo de Gaza.”
Este giro descolonizador también ha puesto en cuestión el lenguaje de la “paz,” que durante décadas distorsionó la realidad al presentar Palestina como un conflicto entre movimientos nacionales equivalentes, en lugar de lo que es: una relación de dominación colonial. Sin embargo, los actuales llamamientos al reconocimiento —separados de medidas para poner fin a la presencia ilegal de Israel en el TPO— corren el riesgo de revertir este giro descolonizador, devolviendo el debate al status quo previo al 7 de octubre. La Opinión Consultiva de la CIJ de 2024 situó la autodeterminación, y no la condición de Estado, en el centro. El Plan de Partición de 1947 fue concebido en sí mismo en violación de este principio, a pesar de que ya había sido consagrado en la Carta de la ONU de 1945. Palestina, como Mandato de Clase A, fue reconocida provisionalmente como una nación en camino hacia la independencia. El Plan de Partición subordinó, en cambio, el derecho internacional a los intereses coloniales. Incluso Balfour admitió que Gran Bretaña había “rechazado aceptar el principio de autodeterminación” para los palestinos. La condición de Estado sólo importa en la medida en que sirva a la autodeterminación. Una fórmula de dos Estados desvinculada de este derecho reproduce la dominación colonial y actúa como estrategia de contención colonial, destinada a proteger a Israel de las consecuencias de su curso genocida más que a promover los derechos de los palestinos.
El reconocimiento sólo puede avanzar la libertad del pueblo Palestino si está subordinado a la autodeterminación. La Resolución 69/23 (2014) de la Asamblea General refleja esta jerarquía, al subrayar “la realización de los derechos inalienables del pueblo palestino, principalmente el derecho a la autodeterminación y el derecho a su Estado independiente,” una formulación que sugiere que la autodeterminación es el concepto primario y más amplio.
Reconocer un Estado dentro de las fronteras de 1967 no implica que la autodeterminación de los palestinos deba abordarse únicamente en relación con los habitantes del TPO, que representan apenas un tercio del pueblo palestino. Esta construcción minimalista de la autodeterminación excluye a casi seis millones de refugiados registrados y a alrededor de dos millones de ciudadanos palestinos de Israel, reproduciendo así la eliminación política del pueblo palestino en su conjunto.
En el núcleo de este derecho se encuentra el derecho de retorno, no como una concesión negociable, sino como una expresión esencial de la autodeterminación colectiva. La autodeterminación también concierne a los ciudadanos palestinos de Israel, cuyos derechos colectivos son negados por la Ley Básica de 2018, que reserva dicho derecho exclusivamente a los judíos y consolida un régimen de apartheid dentro de Israel, tal como han documentado Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Tanto la autodeterminación como la prohibición de la discriminación racial sistemática y del apartheid constituyen normas imperativas del derecho internacional, que generan obligaciones erga omnes: los Estados deben negarse a reconocer la situación ilícita, abstenerse de contribuir a su mantenimiento y cooperar para ponerle fin. Una solución de dos Estados que no desmantele las estructuras coloniales más allá de las fronteras de 1967 corre el riesgo de legitimar un régimen basado en la dominación racial.
Si el reconocimiento pretende realmente emancipar al pueblo palestino y defender el derecho internacional —de manera que se reconozca el derecho de ambos pueblos a la autodeterminación y a la dignidad—, el camino a seguir es inequívoco: aplicar las medidas
El reconocimiento también debe enfrentar la impunidad de Israel, que constituye un pilar central de su dominación colonial. Superar esta impunidad no es sólo un imperativo moral, sino también una obligación jurídica derivada de la Opinión Consultiva de la CIJ. Para que el reconocimiento contribuya efectivamente a la autodeterminación, debe vincularse a la aplicación de la hoja de ruta trazada por la Corte que, entre otras medidas, incluye lo siguiente: distinguir en todos los tratos entre el territorio soberano de Israel y el TPO; abstenerse de entablar relaciones económicas o comerciales con Israel vinculadas al TPO o a partes del mismo que puedan consolidar su presencia ilegal en el territorio; y adoptar disposiciones para impedir relaciones comerciales o de inversión que contribuyan al mantenimiento de la situación ilegal creada por Israel en el TPO.
Sin embargo, en la práctica, las declaraciones de reconocimiento refuerzan el statu quo previo al 7 de octubre. En agosto de 2025, Jewish Insider informó que Francia se retractó de su apoyo inicial a la inclusión del derecho de retorno en una declaración internacional coredactada con Arabia Saudita, reformulándolo como una cuestión meramente negociable. Ninguno de los Estados que impulsa estas declaraciones ha adoptado las medidas que el derecho internacional les exige. La falta de voluntad política resulta especialmente llamativa frente a la política abierta de anexión promovida por el Gobierno israelí y su categórico rechazo a la creación de un Estado palestino.
En estas condiciones, el reconocimiento funciona menos como una mínima medida de justicia para los palestinos que como un instrumento destinado a contener las políticas descolonizadoras que han emergido en respuesta a la guerra genocida en Gaza. Al debatir la cuestión de Palestina en la ONU, los Estados deberían recordar que la Asamblea General votó abrumadoramente el año pasado a favor de una resolución que otorgaba a Israel doce meses para cumplir con la Opinión Consultiva de la CIJ y establecía un paquete de medidas en caso de incumplimiento. Israel no ha cumplido. Si el reconocimiento pretende realmente emancipar al pueblo palestino y defender el derecho internacional —de manera que se reconozca el derecho de ambos pueblos a la autodeterminación y a la dignidad—, el camino a seguir es inequívoco: aplicar las medidas ya aprobadas.