CRÓNICA

Cali es la cabina de descontrol en la espiral de protestas sociales que se expande por Colombia

Joe Parkin Daniels

Cali / Colombia —

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Una de estas noches, Andrés se calzó la máscara antigás y el casco. Se dirigió hacia las barricadas que estaban a la entrada de su barrio. Uno de los muchos malmantenidos, empobrecidos, de Cali, la ciudad -ubicada en el valle del Cauca- que se ha convertido en el centro de las protestas contra el gobierno de Colombia.

Cuando ya estaba cerca de la barricada construida rocas, escombros y alambre de púas, vio cómo una motocicleta aceleraba en dirección a él. Con el intento de que el vehículo retrocediera, otro manifestante apuntó con un puntero láser a los ojos del conductor.

Otros le gritaron “¡El camino está cerrado!”, pero aun así la motocicleta se abrió paso hacia los manifestantes sorteando montones de basura en llamas.

Entonces, el motociclista enmascarado sacó una pistola y abrió fuego.

“Nadie resultó herido, gracias a Dios”, dijo Andrés, en el barrio conocido como Puerto Resistencia. “Pero otros vendrán después de él para dispararnos”.

Cali es el centro de una ola nacional de manifestaciones contra la pobreza y la desigualdad exacerbadas por la pandemia de Covid-19.

Una serie de incidentes en los que hombres vestidos de civil blandieron rifles de asalto y abrieron fuego contra los manifestantes ha generado temores de que el país, que está saliendo de una guerra contra las guerrillas de las FARC, se encamine a un conflicto más amplio.

En las últimas 24 horas, estos parapoliciales vestidos de civil han disparado contra manifestantes indígenas que bloqueaban carreteras, han hecho explotar nuevas escaramuzas entre manifestantes y policías antidisturbios, y mientras que los residentes de Cali se han quedado sin poder salir de sus hogares por los enfrentamientos que suceden en las calles.

El lunes, Lucas Villa, un manifestante de 37 años en la ciudad de Pereira, capital del departamento de Risaralda, fue declarado con muerte cerebral. La semana pasada, había recibido ocho disparos de hombres vestidos de civil. Horas antes del ataque lo habían filmado bailando en una marcha. También el mismo lunes, dos policías fueron detenidos en relación con la muerte de Santiago Murillo, un manifestante de 19 años que fue asesinado a tiros el 1° de mayo en la ciudad de Ibagué del departamento de Tolima.

“Los civiles armados que luchan entre sí y ataca a la protesta es hasta el momento una de las manifestaciones más graves de la crisis”, dice Katherine Aguirre, experta en seguridad del Instituto Igarape ubicado en Cali. “El Estado necesita encontrar formas innovadoras de resolver la crisis, tanto manteniendo el orden público como buscando el diálogo a nivel local.”

El domingo por la noche, el presidente de Colombia, Iván Duque, anunció que se enviarían más soldados y policías a la ciudad para levantar los bloqueos. Con un lenguaje escalofriante por sus distingos, también convocó a los manifestantes indígenas a “regresar a sus reservas” para “evitar enfrentamientos violentos con los ciudadanos.”

Las manifestaciones, que se iniciaron con una huelga general el 28 de abril, rápidamente entraron en un clima de violencia después de sufrir la respuesta contundente de los escuadrones antidisturbios de la fuerza policial militarizada.

Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) y Temblores ONG, dos organizaciones locales, 47 personas murieron durante los disturbios, con 35 muertes en Cali. Pero en la ciudad la protesta social no da muestras de retroceder.

“Nos han olvidado para siempre”, dice Carmen Rosa Bejarano, de 38 años, quien ha vivido en Puerto Resistencia -en Cali-  la mayor parte de su vida. “Si quieren que retrocedamos, tendrán que venir aquí y preguntar, y si entran a disparar primero, no tendrán ninguna posibilidad”.

El domingo por la noche, las tensiones en la barricada eran altas. Los vigías a unas cuadras de distancia informaron que Esmad (el Escuadrón Móvil Antidisturbios), la temida policía creada en 1999 durante el gobierno de Andrés Pastrana en uno de los períodos más agudos del combate del Estado contra las guerrillas, estaba en camino.

“Somos hijos de la guerra”, dice Carlos, otro manifestante de primera línea, mientras levanta el escudo que se fabricó cortando el metal de un un bidón de aceite. “Estamos listos para pelear”.

En otras partes de la ciudad, calles que normalmente están llenas de gente ahora se veían vacías; los salones de baile de la capital mundial de la salsa habían sido tapiados.

Entre los pocos signos de vida todavía visibles se contaban las interminables colas para hacerse de combustible, que se había vuelto desesperantemente escaso desde que comenzaron las protestas.

Álvaro Pérez, que tiene una pequeña empresa de logística, llevaba seis horas esperando en una cola que serpenteaba por el barrio y estaba perdiendo la paciencia.

“Necesitamos volver al trabajo, así podemos volver a desplazarnos con libertad por la ciudad”, dice. “Yo apoyé las protestas al principio, la mayoría de nosotros lo hicimos, pero ahora esto es interminable”.

El domingo temprano, un bloqueo sostenido por manifestantes indígenas frente a Ciudad Jardín, el barrio rico de Cali, fue atacado por hombres vestidos de civil. Circulan videos perturbadores, donde se ve a miembros de la policía que no hacen nada para detener el paso de civiles con armas de fuego. Otros clips muestran a parapoliciales empuñando pistolas y rifles de asalto a plena luz del día.

“Es inaceptable que las autoridades no hayan atendido de inmediato los llamamientos urgentes que se les han hecho para prevenir la violencia armada”, dice Erika Guevara-Rosas, directora para las Américas de Amnistía Internacional.

La violencia que ha estallado resulta especialmente desalentadora para quienes avizoraban un futuro pacífico y cercano para Colombia cuando en 2016 el país firmó un acuerdo histórico con los rebeldes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Ese acuerdo puso fin a cinco décadas de guerra civil y también generó esperanzas de que finalmente se abrirían nuevos espacios políticos en un país donde los políticos y los activistas de izquierda son acusados ​​habitualmente de colaborar con las guerrillas.

En cambio, el gobierno ha calumniado a los manifestantes como “vándalos” y “terroristas”, y las denuncias han sido repetidas por políticos estadounidenses de derecha como el senador republicano del estado de Florida, Marco Rubio.

En las calles, esa retórica incendiaria y despectiva solo ha aumentado las tensiones. “La policía o sus sicarios atacarán, pero no pasarán: los haremos retroceder”, dice Andrés en la barricada,  mientras recibe por su walkie-talkie el parte actualizado de los vigías apostados más adelante. “Estamos listos”.

Traducción de Alfredo Grieco y Bavio