ANÁLISIS

Putin y Prigozhin evitan el derramamiento de sangre pero su enemistad no termina aquí

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Aunque evitaron el derramamiento de sangre, es difícil imaginar a Vladimir Putin y Yevgeny Prigozhin reconciliándose un día. El presidente de Rusia tiene motivos políticos para tratar con dureza a su caudillo inconformista: en la política del Kremlin, arriesgarse a parecer débil es pecado mortal y Putin no es precisamente conocido por ser alguien que perdona traiciones.

Los acontecimientos de las últimas 48 horas fueron extraordinarios: rebelión armada de Prigozhin, Putin hablando de represalias “bestiales”, y un acuerdo de paz de última hora. Podría pensarse que se han terminado resolviendo con la decisión del líder del grupo mercenario Wagner de poner fin a su rebelión armada y de detener su marcha contra Moscú a cambio, aparentemente, de un exilio con amnistía en Bielorrusia.

Prigozhin ya no está en camino hacia una guerra civil en Moscú pero casi nadie cree que este sea el final de la historia. En algún momento, Prigozhin tendrá que pagar la cuenta de su incursión en la política revolucionaria. Y Putin tiene que cumplir con las amenazas que pronunció por televisión nacional el sábado. Eso, o dar un embarazoso giro de 180 grados durante los días más peligrosos que ha vivido durante sus 23 años como líder supremo de Rusia.

Todavía se está valorando el coste real de la sublevación de Prigozhin, pero ya se sabe que dañó gravemente el prestigio del ejército ruso, que inexplicablemente no logró detener la insurrección. También dejó sin sustento la idea de que Rusia podía permanecer estable mientras desataba la violencia diaria en la vecina Ucrania.

Los rebeldes armados de Prigozhin derribaron al menos dos helicópteros durante su campaña y mataron a unos quince militares rusos, muchos de ellos aviadores. Hubo mercenarios armados por el Kremlin ocupando durante un día una ciudad rusa de más de un millón de habitantes, entre los que muchos recibieron a Prigozhin como a un héroe. Una bienvenida espontánea y ruidosa que sin duda habrá envidiado Putin.

Las fuerzas armadas de Rusia cancelaron trenes y vuelos desde gran parte del sur del país, cerraron museos y parques, cavaron trincheras antitanque en las carreteras nacionales, y declararon el lunes festivo en Moscú a la vez que anunciaban una operación antiterrorista.

Según Baza, una agencia de noticias rusa que habló con miembros de las fuerzas del orden, Prigozhin había mandado hacia Moscú 1.000 tanques, vehículos de combate de infantería, piezas de artillería y otros equipamientos militares. Un convoy capaz de sumir en el caos a la capital rusa.

Los rusos de Moscú y de Rostov seguían el sábado con su vida cotidiana pero ya no había dudas de que la estabilidad del país era solo un espejismo, y que los moscovitas podían despertarse con soldados Wagner en el barrio de Arbat o disparos de tanques en las calles. Un recuerdo del caos de principios de los noventa. Haber perdido esa ilusión también tiene un precio.

Lo más revelador ha sido ver a Putin pronunciando su discurso en televisión a escala nacional, algo que durante esta guerra solo ha hecho en dos ocasiones, para decir públicamente que acabaría brutalmente con la “traición interna” del levantamiento de Prigozhin.

Desde entonces Putin guardó silencio y no cumplió con su promesa, permitiendo a Prigozhin llegar a un acuerdo mediante el presidente bielorruso Alexander Lukashenko y exiliándose fuera de Rusia.

A primera vista, el acuerdo parece absurdo. Prigozhin siempre fue una persona arriesgada, dicen los que lo conocen, y no alguien capaz de quedarse contemplando desde el exilio en Bielorrusia como se desmantela a su ejército mercenario. Tampoco está claro por qué aceptó garantías de seguridad de Lukashenko, un político astuto pero sometido a una gran presión de Moscú. ¿Y por qué permite Putin que un posible rival permanezca en un país vecino, cuando lo más sencillo es matarlo o encarcelarlo?

El líder ruso no tolera la traición y es conocido por dividir a los que se le oponen en solo dos categorías: enemigos o traidores. Algunos ex espías que desertaron a Occidente, como Sergei Skripal, descubrieron que Putin es capaz de esperar años para vengarse. Tampoco le gustan los rivales, como demuestran los asesinatos y encarcelamientos de una parte importante de la oposición rusa.

Putin debe de haber comprendido que la marcha de Prigozhin hacia Moscú sirvió para soltar algo de la ira contenida de muchos rusos. Aunque no se opongan a la guerra ni sientan ninguna simpatía por los ucranianos, están enojados con sus propias élites y con las injusticias que sufren en su vida cotidiana.

Andrei Kolesnikov, columnista y analista de la Fundación Carnegie, escribió en un artículo de próxima aparición (también será publicado por The Guardian), que al salir de Rostov del Don Prigozhin fue escoltado como un héroe por gente “agradecida por el espectáculo en medio de una realidad aburrida”.

Es posible que la apuesta de Prigozhin fuera darle a Putin la opción de ponerse de su parte en la rebelión para atribuir a otras personas los fracasos de la guerra en Ucrania. Según el ex diplomático y actual analista de la Fundación Carnegie, Alexander Baunov, las denuncias que Prigozhin hacía sobre la guerra y sobre el ejército regular no eran sino una invitación a Putin para que se uniera a su marcha asumiendo una vez más el papel de alguien de fuera del sistema que se enfrenta con una corporación de generales ineficaces y corruptos. Si ese era el objetivo, fracasó.

Según Baunov, el antielitismo ocupó el centro de la indignación en las calles de Moscú, un tipo de rabia que Prigozhin podía aprovechar promoviendo un culto populista. “Prigozhin achacó a Shoigu y a otros funcionarios corruptos la responsabilidad de los fracasos y de las pérdidas, y hasta del mismo comienzo de la guerra de Putin”, escribió Baunov. “Como si estuviera invitando al presidente [Putin] a unirse a la marcha contra el ministerio de Defensa y, de manera más general, contra todo el sistema ruso, y hasta a liderar esa marcha”.

Pero en su fracaso, dijo Baunov, Prigozhin abrió una “herida incurable” en la élite rusa, con dos partes acusándose mutuamente de traición.

Traducción de Francisco de Zárate