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LOS CUADERNOS DE VERANO

Crecer bajo influencia

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Sacale a Michael Jackson su capacidad extraordinaria de bailar y cantar esos temas inolvidables y vas a tener un influencer. Hace poco conocí uno. Era un joven normal, que usaba una malla colorida, ojotas y anteojos negros. No se destacaba por nada especial. Pero la persona que me lo presentó me dijo: es un influencer. Me acordé de Armando, un amigo de mi barrio que había viajado a Miami en algún momento de fines de los setenta. Cuando volvió, todos fuimos a su casa porque había traído unos levis extraños, que no habíamos visto nunca. Eran de un azul metálico, chupines, y se embolsaban en la cola. Algún diseñador o diseñadora de Levi´s había captado que no mostrar abiertamente el culo masculino era cool. También había traído Queen Live Killer, el disco en vivo de los muchachos de Freddie Mercury que no estaba en nuestras tierras. Sacábamos turno para ir a la pieza de Armando -vivía en la casa de sus padres, en un departamento antiguo de la calle Quintino Bocayuva- y escuchar -y mirar- ese disco y admirar esos pantalones que sólo tenía él. Lo recuerdo por eso a Armando. Porque nos incitaba a comprar cosas. Supongo que fue el primer influencer que conocí.

El influencer es un virus que ataca los puntos débiles de las personas. Hay ciertos organismos unicelulares que están posados en los árboles y que tienen la capacidad de captar el calor de un cuerpo que pasa debajo de ellos, cuando sienten eso, se dejan caer y te colonizan. El influencer hace lo mismo. Hace mucho tiempo las personas desarrollaban alguna capacidad en algún campo específico -eran cocineros, deportistas o músicos- que les daba notoriedad y producían admiración en la opinion pública y por eso eran contratados por las marcas para que influenciaran al vulgo. Por ejemplo, Elvis Presley, el Rey del Rock, tuvo una gran influencia en la venta de camisas hawaianas. Eso ya no es necesario. El influencer es puramente epidérmico y no necesita destacarse primero en otra cosa que no sea influenciar. En ese sentido es hermano del “mediático” de la television de la tarde, esos programas donde estos X Men, mutantes del chisme, eran conocidos solamente por ser conocidos.

Un famoso entra a un lugar y se encuentra con otro famoso. En realidad no se conocen, no se vieron nunca, pero como ambos son famosos ya son amigos. El anhelo de famosidad parece una estupidez pero puede llevarte a la muerte.

El influencer se caracteriza porque nunca pretende que te emancipes, solamente desea que lo sigas. Como vivimos en una sociedad con vacas sagradas, y donde la mayoría de la gente vive del fantasma de los demás, es común que el influencer en estos ambientes se mueva como pez en el agua. Para que el influencer exista, es necesario que el concepto de fama tenga un valor inmenso. Es lo que llamaremos “famosidad”. Un famoso entra a un lugar y se encuentra con otro famoso. En realidad no se conocen, no se vieron nunca, pero como ambos son famosos ya son amigos. El anhelo de famosidad parece una estupidez, pero puede llevarte a la muerte. Tengo un caso concreto. Fernando Olmedo -el hijo de Alberto- estaba en un bar esperando a unos amigos y en ese bar entró Rodrigo, el cantante. Él no conocía a Fernando, pero alguien -algún mozo, el dueño del local- le dijo que era el hijo de Olmedo. Para Rodrigo eso fue suficiente. La fama se mueve como metonimia. De padre a hijo. Lo invitó a Fernando a ir a un recital que daba y éste se subió a la comitiva del Potro y ambos terminaron muertos, en la ruta, después de un accidente.

Me acuerdo cuando vi Mujer bajo influencia, de John Cassavetes. Salí perturbado del cine. Que alguien pudiera hacer una película así, tan desprolija y genial, tan fresca. Gena Rowlands y Cassavetes eran un matrimonio que recibía a sus amigos en su casa y después de cenar, en la sobremesa, se ponían a escribir guiones que iban a filmar con ellos. No te vendían nada, te hacían vivir intensamente, de forma peligrosa. Sabiendo que, como escribió Hölderlin, “ahí donde está el peligro está la salvación”.

Antiguamente a la gripe se la denominaba como influenza. Sin dudas el Covid 19 es el influencer más grande que existe. Tiene millones de seguidores y ha modificado la conducta de todo el planeta. Y también, como los influencers, prefiere la vida virtual. Desde su llegada se ha intensificado la costumbre de estar encerrado en la casa conectado a la computadora, tanto es así que uno piensa que el virus del Covid no pasó del cuerpo de un animal a un cuerpo humano sino que lo hizo desde un programa de computación. En definitiva, no es necesario que alguien venga del futuro para decirnos que Sarah Connor tenía razón: las máquinas vienen por nosotros. Sus testaferros son los influencers. 

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