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COLUMNA NÓMADE

Alguien viaja furiosamente hacia vos

Santiago Motorizado

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Pensar un arquitecto inteligente detrás de la creación del universo siempre es una posibilidad. Pero hay otras. Por ejemplo, en los sistemas dinámicos y complejos de la física está la teoría de los atractores. Que le ponen nombre al hecho de que quizá podamos imaginar una serie de organismos complejos que se repelen y atraen colisionando de manera casual hasta lograr, mediante infinitas combinaciones de prueba y error, cosas tan increíbles como el ojo humano. El concepto de atractor también se usa en las ciencias sociales y, por ejemplo, se le da el nombre de atractor negativo a alguien que atrae gente para utilizarla por pura negatividad. Ejemplo común: Hitler. A muchas personas les gusta pensar que están predestinados para hacer ciertas cosas o establecer determinados vínculos. Otras se sienten mejor nadando en el caos, incluso con la posibilidad de desaparecer en él. En el principio fue el caos –podrían decir– y tal vez siga siéndolo bajo las apariencias tranquilizadoras de los sistemas sociales.

Tenía unos amigos que hacían un programa en la Rock & Pop hace muchos años. Iba los sábados por la noche, en vivo, casi cayéndose de la programación de la radio. Lo hacían dos conductores y un movilero. El programa se llamaba Mal elemento porque pasaba una música que no era muy usual en esa estación radial. Eran la oveja negra musical de esa emisora. Solían pasar post punk, punk, krautrock y cualquier tipo de música que escucharan cinco personas muy informadas. También mucho indie, tanto nacional como internacional. Recuerdo una emisora de Iowa City que escuchaba mientras vivía allá que pasaba la música de las bandas universitarias o de garage. “Esto es Iowa city rapids”, decía una voz genial, aguardentosa, en el cuarto a oscuras de la residencia de la beca. Es increíble cómo una voz en la radio puede consolarte en la oscuridad del éter. Qué bueno era no ver a quién emitía esa voz, poder imaginar todo.

Estos amigos de Mal elemento a veces me invitaban para que pasara por la radio a buscarlos y después saliéramos a tomar algo –el sábado puede ser la noche más triste de la ciudad si no estás preparado– y a veces, cuando llegaba temprano, me dejaban quedarme con ellos haciendo el programa, opinando y entrevistando a los músicos que invitaban como si yo fuera uno más del equipo. También venían bandas a tocar en vivo. Para eso armaban en el estudio de al lado un set.

¿Qué hice ese sábado cuando me levanté? Ni idea. Lo tengo completamente borrado. Me imagino que alguno de los conductores me debe haber llamado por mi teléfono de línea –yo no usé celular hasta los cuarenta y cinco años– y me debe haber invitado al programa. Lo que recuerdo es que estoy hablando con el encargado de seguridad –los sábados a la noche la radio no tenía movimiento y ese hombre era casi un sereno– quien después de preguntarme el nombre y hablar con alguien por fono me dejó pasar. Esa noche –me enteré ahí– iba a tocar en vivo una banda nueva que tenía un nombre muy curioso: El mató a un policía motorizado. Cuando me dijeron el nombre recordé que había visto una reseña muy breve pero elogiosa en una revista musical. El nombre de la banda me parecía extraño, pero no me escandalizaba –no tengo familiares en la Fuerza– y por otra parte había crecido escuchando nombres como: Massacre Palestina, Cadáveres de niños o Víctimas de cáncer terminal. Frente a esos nombres la remera de Johnny Rotten diciendo “Odio a Pink Floyd” era una estupidez. En la reseña de la que hablo también había una foto. Eran unos niños. Y lo que resaltaba su juventud (me acuerdo que pensé que como eran de La Plata podían vivir en la Ciudad de los Niños) era que en la foto uno de ellos cuatro estaba subido a caballito de otro.

Creo que primero estuve un rato en el estudio con mis amigos mientras la banda preparaba su set al lado. Creo que los fui a escuchar cuando empezaron a tocar y, como estaba yo solo viéndolos, me sentí incómodo y volví al estudio donde mis amigos charlaban mientras escuchábamos un tema que se llamaba Chica rutera. Era un set corto el que se usaba y después de eso los integrantes de la banda vinieron al estudio para que los entrevistáramos. A mí no se me ocurrió nada para preguntarles. Pero uno de los integrantes, el que cantaba y tocaba el bajo, que con el pelo cortado a lo Guillermo Tell tenía algo medieval en su aspecto (podría haber andado por el bosque platense tirando flechas), se acercó –y la verdad que no sé por qué– me regaló un CD que se llamaba Un millón de euros. Después en casa, cuando me puse a observarlo y a escucharlo, vi que estaba ilustrado por él. Era un EP de siete canciones. Y en la tapa se veían sobre un fondo verde, camiones blancos inmensos como el que había usado una vez Maradona para llegar a la práctica de Boca.

El sonido de la grabación del CD era irregular. Todas las letras juntas del disco podían entrar en el horóscopo del chicle Bazooka. Eso me llamó la atención. ¿Por qué no habían hecho sólo temas instrumentales? Era una escasez de lírica llamativa y repetitiva. Tenían algo de los graffitis urbanos y de los haikus japoneses. Por ejemplo: Chica rutera. Decía la letra: “Espero que vuelvas, chica rutera”. Amigo Piedra era un poco más larga: “Sos mucho mejor que los demás. Todo el día pensando, pensando, vos soñás con un mundo mejor y te quedaste mirando la nada. Amigo piedra necesito que, me ayudes con mi auto otra vez, para viajar a ese lugar nuevo”. En la primera canción se esperaba a alguien, en la otra se le pedía a alguien ayuda. En el tema Provicia de Buenos Aires, ya no había letra. Pero creo que el surco con el que me agarré de una grieta de la montaña para no caerme del disco, como cuando se escala sin arneses ni ganchos, fue Vienen bajando. Era también breve, pero tenía algo de pura imagen como el poema de Ezra Pound “A la salida del subte”. Pound decía que la imagen es para el poeta como el pigmento para los pintores. Yo no sabía en ese entonces que Santiago Motorizado –el compositor– había estudiado Bellas Artes y pintaba y dibujaba. Esta es la letra: “Vienen bajando las multitudes inquietas. Con su espalda rota en los festejos de primavera”. Cada uno de los que leyera esa letra o la escuchara, podía imaginarse su propia multitud quebrada: yo pensaba en la de mi primo Carlos desconcentrando la plaza después de haber sido echado por Perón en un día soleado.

En el disco había una pequeña advertencia, en letra chica –como la de los contratos– estaba la canción El rey de la TV italiana: “Guiando mi propio poder, duplicando mi propio poder”. Parecía algo que ellos se decían a sí mismos para sostenerse en las aguas turbulentas de lo emergente.

Otra cosa más: en la repetición de las estrofas había algo de pérdida de sentido. Los niños suelen hacerlo cuando exploran el lenguaje como exploran sus excrementos. Muchas veces inventamos palabras porque no podemos pronunciar exactamente las que sirven o tienen utilidad y es genial cuando otra persona encuentra en esa palabra inventada una conexión, es como si de golpe formáramos parte de una comunidad con gente que usa el lenguaje fuera de su mera razón utilitaria: yo creo que eso es la poesía. También sabemos que la repetición es paradójica, vuelve el verano, pero ya no es el verano que nos marcó.

Claro que a una banda que escuchaste en CD después, si te interesó un poco, querés conocerla. Y eso se hace viéndola en vivo, si es que podés, si la banda vive cerca de donde vos estás, si las entradas son accesibles. Por ejemplo, Sumo siempre me pareció muy buena en sus discos, pero en vivo era algo intransferible. No se podía enviar por CBU a Sumo. Era una banda aurática. Fui a ver El mató una noche en un teatro de San Telmo. No recuerdo si tocaron otras bandas, pero ellos hicieron un set corto y había algo de público, es decir que se podía caminar por el lugar, ir al baño, decidir ponerte cerca o lejos. Un grupo de chicos que estaba cerca del escenario parecía conocer todas las canciones y hacían pogo, como suele pasar en los casamientos en el momento en que alzan al novio y lo tiran por los aires. Qué momento. Una vez estuve en un casamiento en el que el novio no tenía amigos y pasaban por la mesas pidiendo por favor que fuéramos a alzarlo y arrojarlo por los aires para que se pudiera ir tranquilo de su boda.

El show fue desprolijo. El cantante, Santiago, parecía tener super terror a la exposición pública. Hablaba poco y cuando hablaba decía: Hola hola hola. Bueno bueno bueno, ¿están bien? Como si probara el micrófono. Estaba claro que el escenario era un lugar hostil que iba a tener que conquistar. Ricardo Zelarayán decía que a los escritores no había que conocerlos, había que leerlos. Detrás de un genio de la prosa puede estar un imbécil profundo. Pero si yo no hubiera visto en vivo a El mató no sé si los hubiera propuesto para una nota larga en una revista en la que escribía de vez en cuando. Me acuerdo que en ese momento el jefe de redacción me preguntó si daba para una nota larga. Y yo le dije que sí, aunque no estaba seguro. Pensé por un momento: me hablarán en la nota o serán como en el escenario. Las letras eran parcas, pero yo sentía que conectaban con algo. No veía detrás de ellos la influencia del rock nacional: nada de Spinetta, ni Nebbia, ni Manal, ni Charly. Salvo en San Antonio de Areco donde la tradición parece heredarse y son todos gauchos en formol, uno sabe que a la tradición hay que ir a buscarla y que puede estar compuesta con muchas influencias, de cualquier estilo y de cualquier país. La tradición es metaestable. La tradición es traición.

Ayer escuchaba un cover de Jesus Mary Chain tocado por Pixies. El mató tenía algo de los Strokes, de Jesus Mary Chain, y también del subidón adrenalínico de las canciones de Frank Black antes de que Nirvana las lograra meter en la góndola del mercado. Lo que no sabía o no se vislumbraba en ese momento es que al compositor principal –Santiago– le gustaba el folklore, por influencia de su padre, también músico vocacional, el tango y cierta zona de la música melódica. Pero para que eso hiciera eclosión todavía faltaba mucho. Y sobre todo le gustaban las películas de acción, las de ciencia ficción, las comedias, las de serie b de Corman y, por encima de todo, como si fuera la biblia de la televisión: Lost. Lo cual no es casual porque Lost es la historia de un grupo de personas que se salvan de un accidente aéreo pero caen en una isla misteriosa. Algo similar les pasa a los chicos del accidente aéreo de la novela de William Golding, El señor de las moscas, que inspira en parte a Lost. Lo curioso en Lost y en la novela de Golding es la repetición: frente a la posibilidad de organizar un nuevo sistema, siempre volvemos al mismo de opresión y salvajismo, aunque ligeramente cosmetizado, que es la civilización. Los niños de Golding están solos, sin adultos, pero terminan matando a uno de ellos para justificar sus acciones. Una vez Santiago me contó que cuando trabajaba en una escuela como profesor de pintura, le pasó que había un grandote de otro curso que entraba al aula para pegarle siempre al mismo gordito. Una vez el gordito se defendió y le pegó al grandote y le rompió la cara. Santiago los reprendió a los dos, pero íntimamente estaba contento de que el gordito hubiera cortado con el bullying. Pero duró poco: envalentonado con su nuevo superpoder, ahora el gordito le pegaba a los de su clase. La multiplicación es esclavo por esclavo.

Hay días en los que siento que estamos en una época banal: la música que escucho por todos lados parece cantada por el mismo cantante portorriqueño. Hay días en los que siento que vivo en una época inspirada: una persona puede ser una mujer a la mañana, un hombre a la tarde y a la noche un perro. También siento que se viene un colapso inminente dentro de pocas generaciones. Los colegios deberían enseñar, como quería Gilbert Simondon, cómo funciona el motor de un auto. Los hijos de nuestros hijos van a tener que saber cómo extraer agua de una piedra, cómo hacer funcionar de nuevo una máquina como hacen esos personajes extraordinarios del cuento de Fogwill “Camino, campo, lo que sucede, gente”. El sistema virtual está atado con alambres virtuales y se viene el gran apagón y vamos a tener que convivir de nuevo con gente real. Hay que aprender en los colegios a escalar terrazas, a plantar fruta y verduras, hay que enseñar a vivir el apocalipsis. Mirar el cielo para guiarse: volver a descubrir la noche.

Cuando llegó la pandemia tuve que cuidar a mi padre que se moría –lo alimentaba, lo bañaba, lo cambiaba– era agotador. Recordé que había un método para aprender inglés que consistía en estudiarlo con un grabador al lado encendido con las lecciones mientras uno dormía. Yo me acercaba a mi padre cuando se dormía y le decía: Dale, ya está, pone el punto final. Una de esas noches en que volvía a casa recorriendo la ciudad vacía por el toque de queda sanitario, llegué agotado y decidí rendirme, pero no sólo de manera simbólica, sino de manera práctica: hice con una escoba y una toalla blanca una bandera de rendición y la planté en el balcón de casa bajo una llovizna tenue. Como me había rendido, dormí plácidamente y al otro día volví con renovadas fuerzas a ocuparme de mi viejo.

Le conté esto al Chango –el cantante de El mató– y al poco tiempo escuché una canción que sacó en su primer disco solista que hablaba de esta experiencia. La canción empieza así: “Hoy colgué en el balcón mi bandera blanca”. Pero rápidamente pasa a otro registro que no tiene nada que ver con lo que le había contado: “Esa niña bonita que todo lo atrapa/ Voy a rendirme no quiero volver a intentar”. Siempre me interesó esa capacidad que tienen ciertos letristas para hacer funcionar la realidad a su favor y no quedar prisioneros de la anécdota que los inspiró. Federico Moura también lo hizo. Recordando una tarde en su casa de City Bell con toda su familia, añoró el rostro de su hermano mayor posteriormente desaparecido por la dictadura militar y escribió la canción Pronta entrega: “Recordando tu expresión/ vuelvo a desear/ esas noches de calor/llenas de ansiedad”. Pero el tema sale del registro personal, vivencial, y pasa a otra dimensión: “Sofocado por el sueño y la pasión/ busco un cuerpo para amar/ la distancia va perdiendo su espesor/ pronta entrega por favor”.

¿Qué es lo que hace que alguien que era un completo extraño se convierta en tu amigo o amiga y por lo mismo en algo esencial de tu vida? ¿Cómo funcionó el atractor para que esto suceda? Un amiga o amigo es un bien en sí mismo, nunca lo vas a poder reificar, querés estar con ella o con él porque sí, porque hace mejor tu día. Porque lo potencia. Ahora estoy yendo en un auto hacia Tolosa, el remisero absoluto que me lleva me pregunta si voy por trabajo. Le digo que no, que un amigo músico está haciendo un video y me pidió que participara. El remisero me pregunta si hago música. Le digo que no, que no sé tocar ningún instrumento y que no puedo tararear ninguna canción. Me mira por el espejo. Tal vez esté pensando qué mierda voy a hacer en el video. Pienso en el poema de John Ashbery que tanto me gusta: Alguien viaja furiosamente hacia vos/ a una velocidad increíble/viaja día y noche/a través de la nieve y el calor del desierto/a través de torrents/ a través de gargantas/ Aunque ¿podrá encontrarte, reconocerte cuando te vea,/ Darte lo que tiene para vos?“.

FC/DTC

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