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Cuando Democracia y Constitución se dan la mano

Alberto Fernández anunció nuevas restricciones por cadena nacional.

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Quisiera presentar algunos breves comentarios sobre los diversos conflictos suscitados por la reciente decisión presidencial de establecer nuevas restricciones de derechos ante la emergencia sanitaria. Pienso, en particular, en los anuncios que limitaron la circulación nocturna, determinaron el cierre de las escuelas y dispusieron la movilización de las fuerzas de seguridad ante la pandemia.

En mi opinión, se trata de uno de los tantos problemas frente a los cuales, lo que requiere el sentido común converge con lo que exige la Constitución, y también con lo que demandan nuestras más básicas intuiciones democráticas. Trato de explicar por qué. 

La pregunta de la que parto es la siguiente: ¿qué corresponde hacer frente a una situación de extrema dificultad (como la que nos plantea hoy la pandemia), que puede exigir la limitación de derechos fundamentales, que implica la toma de decisiones que impactan sobre millones de personas, que nos genera muchas dudas sobre cómo actuar y que nos conduce a profundos desacuerdos? La respuesta (de sentido común) me parece obvia. Lo que debemos hacer es conversar y tratar de ponernos de acuerdo sobre nuestras diferencias, antes de tomar decisiones (tal vez bien intencionadas, pero) dañosas en materia de derechos.

Y aquí aparece la convergencia entre democracia y Constitución. Primero: una conclusión como la referida (la de sentido común, la que nos demanda conversar y tratar de acordar sobre nuestros principales problemas compartidos) es la misma que nos exige el hecho de vivir en democracia (y cualquier teoría democrática que nos proponga “discutir entre todos los potencialmente afectados”). Si estamos por tomar decisiones probablemente muy “duras”, que van a “impactar” sobre los derechos de tantos, lo que tenemos que hacer es dialogar y tratar de consensuar el mejor curso a seguir. Obvio: “lo que afecta a todos debe ser decidido entre todos” ¿Tan difícil es? De allí que resulte sorprendente hasta lo inconcebible que el Presidente (que se describe a sí mismo como alguien propenso a “escuchar a todos”) no haya acordado el referido anuncio siquiera con sus Ministros (a quienes terminó por ignorar y contradecir de modo llamativo); no haya convocado a quienes, por las decisiones del caso, iba a afectar seriamente (i.e., a través del cierre de escuelas); ni haya discutido las medidas, públicamente, con los distintos gobiernos de Provincia. ¿Cómo no va a conversar con ellos? ¿Por qué no? Cómo no hacerlo, cuando todos tenemos las mismas preocupaciones, y a la vez dudamos y desacordamos sobre los “medios” a emplear (frente a “fines” que en general compartimos)? ¿Qué impide hacer lo que la vida democrática simplemente exige? ¿Por qué decidir unilateralmente, y sin consultar al resto, cuando los riesgos de decidir mal y a las apuradas son tan altos, y las chances de cometer errores indeseados son evidentes? 

Y aquí aparece el derecho, y la citada convergencia entre “democracia y Constitución.” La Constitución -no por azar, sin dudas- repudia y resiste tanto como puede la posibilidad de que el Ejecutivo tome decisiones discrecionales. Lo dice de modo prístino e indubitable, en un artículo clave (el art. 99 inc. 3, referido a los poderes del Presidente). Dice la Constitución: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo. Solamente (podrá hacerlo) cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. Subrayo lo dicho: el Presidente no puede emitir disposiciones legislativas en ningún caso. Ello así, bajo pena de nulidad absoluta e insanable. Salvo que las circunstancias excepcionales hagan imposible que el Congreso legisle. Insisto: Nunca. En ningún caso. Jamás mientras el Congreso funcione. Conviene advertirlo: lo que requiere la Constitución, para estos casos extremos, es lo mismo que pide el sentido común, y lo mismo que nos demanda nuestro compromiso democrático: esas decisiones deben ser acordadas con la oposición, en el Congreso.

La Constitución -no por azar, sin dudas- repudia y resiste tanto como puede la posibilidad de que el Ejecutivo tome decisiones discrecionales.

Para no aburrir al lector, no voy a abundar aquí sobre el derecho, citando otras disposiciones fundamentales para el caso, y que también contradicen lo dispuesto por el Presidente. Menciono, simplemente, que la Ley de Seguridad Interior no faculta al Presidente a disponer el despliegue de las fuerzas de seguridad que ha propuesto, mucho menos sin el consenso y, sobre todo, sin el requerimiento previo del Gobernador (o Jefe de la Ciudad) del caso. Y remito, por lo demás, a las disposiciones derivadas de la “Ley Cafiero”, relativas a la autonomía de la Ciudad, en particular las atinentes a la administración escolar, que (según dicha ley restrictiva) quedan en atención prioritaria de las autoridades locales. Otra vez: todo el derecho del que disponemos nos conduce al mismo tipo de conclusiones -las que la democracia reclama.

Concluyo mencionando algunas objeciones posibles frente a lo dicho. Ante todo, alguien podría atacar lo expuesto vociferando, como varios lo han hecho: “¡Es que estamos en emergencia! ¿Si no es ahora cuándo (cuándo va a poder decidir por sí solo el Presidente)?” La respuesta es simple (y ya la conocemos). Primero, la Constitución no es para nada “ciega” frente a las emergencias, y por ello especifica los modos y procedimientos con los que actuar, ante casos extremos (volver a leer el art. 99 inc.3). Por ejemplo: frente a un tsunami, o un terremoto, o un “súbito ataque exterior” que haga “imposible” la reunión del Congreso, el Ejecutivo podría tomar decisiones legislativas por su cuenta. Claro que sí. Por el contrario, si el Congreso está abierto y funciona, no. La Constitución se muestra “sabia”, al llegar a tal conclusión: ella reconoce la existencia de emergencias, y a la vez entiende bien que son muy altos los riesgos de decidir mal en tales casos (y altos los costos esperables), por decidir de forma apurada, de modo inconsulto y discrecionalmente.

La Constitución reconoce la existencia de emergencias, y a la vez entiende bien que son muy altos los riesgos de decidir mal en tales casos.

Alguien podría descalificar lo dicho diciéndonos: “¡Ingenuo! ¿¡No te das cuenta de que con esta oposición oportunista y furiosa no se puede acordar nada!?” Otra vez, la respuesta no parece difícil. Por un lado, el hecho de que la oposición política actúe políticamente (buscando contradecir, antes que aplaudir, al gobierno de turno) es algo obvio, tal vez triste, y en buena medida esperable. Se trata de un hecho que, en parte, deriva del (mal) diseño institucional con el que contamos (un presidencialismo fuerte que promueve el conflicto y desalienta la cooperación), y con el que (innecesariamente, por insistir con la lógica presidencialista) convivimos desde hace décadas. Pero lo más importante es que, en las actuales circunstancias, la queja del caso se muestra falsa: apenas meses atrás, en el peor momento de la pandemia, el Presidente dialogaba permanentemente con la oposición. Entonces (el Congreso permanecía todavía cerrado), se llegaron a acuerdos importantes (recuerdo, por caso, a un líder oposición llamando al Presidente “nuestro comandante en esta batalla”). Tales acuerdos, por lo demás, redundaron en altísimos beneficios políticos para la figura presidencial. Afirmar hoy, entonces, ligeramente, y como un hecho, que el “diálogo es imposible” con esta oposición es, cuanto menos, muy dudoso: las pruebas de lo contrario están muy cerca, a la vuelta del calendario. Retrucar que “hoy es distinto”, “hoy la oposición está peor,” tampoco es creíble. Fue posible conversar con ella hace diez meses, es posible conversar hoy.

En todo caso, aunque los requerimientos que nos plantea nuestra democracia constitucional, ante esta emergencia, resulten obvios, plausibles, y posibles, mi conclusión es escéptica. Estamos en un momento en donde los principales miembros de nuestras “minorías intensas” se muestran impermeables a la razón, y resistentes al diálogo, y donde cualquiera encuentra en su “opositor” el “horror” que desea encontrar “de ese lado contrario.” Es una pena, y augura tiempos todavía más difíciles, pero no veo otra alternativa que la de seguir apostando por la conversación democrática.

RG

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