En los últimos días se divulgaron audios que involucran en un escándalo de presunta corrupción a una figura clave para el gobierno, Karina Milei, hermana de Javier y secretaria general de la Presidencia. También conocida como “El Jefe” –por el rol protagónico que encarna en La Libertad Avanza (LLA)-, quedó implicada en las grabaciones atribuidas a Diego Spagnuolo, exdirector de la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), en las que se expone un presunto sistema de coimas del cual ella sería beneficiaria.
En un intento de limitar la divulgación de otros audios de Karina Milei grabados en Casa Rosa, la Justicia -impulsada por el Gobierno- ordenó frenar la difusión de nuevas grabaciones atribuidas a la hermana del Presidente. Más allá del contenido —que sigue siendo un misterio— lo verdaderamente llamativo es la reacción: el pedido de censura previa impulsado por el Ejecutivo y la insólita concesión otorgada por el Poder Judicial. Una decisión que amenaza con allanar medios de comunicación y periodistas en caso de difundir esos audios.
¿Cómo puede ser que, en democracia y con nuestra Constitución Nacional, que en su artículo 14 garantiza el derecho de las personas a “publicar sus ideas por la prensa sin censura previa”, se habilite semejante pretención? Especialmente cuando el artículo 32 prohíbe al Congreso dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta. El principio está escrito con claridad meridiana: la censura previa está prohibida en Argentina.
El marco internacional refuerza esa protección y nuestra Constitución, en su artículo 75 inciso 22, otorga jerarquía constitucional a tratados internacionales de derechos humanos, entre ellos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 13) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 19), en los que se reconoce a todas las personas el derecho a buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole. Sin condiciones. Sin filtros previos. La libertad de expresión, en términos legales, es un derecho robusto, diseñado justamente para proteger al ciudadano frente al poder.
La propia jurisprudencia argentina también consolida esa protección. En el caso Campillay (1986), la Corte Suprema sostuvo que los medios no pueden ser responsabilizados penalmente por difundir información de interés público si citan la fuente o usan el modo potencial. Más de veinte años después, en el fallo Patitó (2008), el tribunal reafirmó que las figuras públicas deben soportar un mayor nivel de escrutinio y crítica porque de eso se trata la vida democrática. Que hoy un juez (Alejandro Maraniello), con varias denuncias en la Magistratura, avance con medidas de censura previa, en contra de esa tradición, no es solo un retroceso jurídico: es un síntoma alarmante de degradación democrática.
Por eso, la decisión judicial no es un trámite menor, es un precedente alarmante. Porque si el poder puede decidir qué se publica y qué no, lo que se erosiona no es solo el trabajo periodístico, sino la confianza en la democracia misma y en nuestras garantías constitucionales.
La censura en democracia es un oxímoron. Una contradicción que revela que algo está podrido en el corazón del sistema. Porque si la democracia es, ante todo, el gobierno de la palabra —del debate, de la pluralidad, de las voces que se contradicen—, silenciar es dinamitar sus cimientos.
Lo más perturbador es que ya no hace falta un gobierno de facto para decretar el silencio. No se necesitan fuerzas paramilitares ni listas negras. Basta un juez. Basta un sello. Basta un oficio judicial que amenaza con allanamientos para disciplinar a periodistas y medios. Así funciona la censura contemporánea: no como un golpe estridente, sino como un goteo burocrático. Una mordaza con membrete.
Y lo más obsceno es el cinismo. Porque quienes nos gobiernan usaron la bandera de la “libertad de expresión” para justificar su violencia cargada de insultos, fake news, discursos de odio, persecuciones digitales. Ese derecho humano fue convertido en una licencia para dañar. La libertad de expresión fue reducida a eso: el derecho a gritar más fuerte que el otro. El derecho a humillar, a degradar, a silenciar con violencia simbólica a cualquier voz disidente. Se la degradó tanto que perdió espesor: la libertad de expresión se transformó en excusa.
Pero ahora que la necesitamos realmente, ahora que la libertad de expresión debería ser la garantía mínima para entender lo que pasa y ejercer nuestra ciudadanía, esa misma bandera se arruga y se tira al tacho. De pronto, las herramientas que ayer se utilizaban para “decir lo que nadie se anima” hoy son “campaña sucia”. Lo que ayer era celebrado como libertad hoy es castigado como delito.
Ahí está la trampa: quienes usaron la libertad de expresión para disciplinar, hoy la niegan para protegerse. El poder siempre fue hábil en ese doble juego: invocar principios universales cuando sirven a su causa, anularlos cuando se vuelven incómodos o peligrosos.
Y el Poder Judicial, lejos de funcionar como contrapeso, se convierte en instrumento. Porque sin división real de poderes la democracia es apenas un decorado. Una puesta en escena donde las instituciones simulan independencia mientras ejecutan la voluntad del Ejecutivo. La historia argentina conoce bien esa mecánica: la censura durante la dictadura fue el extremo del horror, pero en democracia también hubo intentos de acallar voces. Desde periodistas procesados por investigar a la Justicia hasta artistas silenciados por “ofender la investidura”. El método cambia, la tentación persiste.
La censura jamás se presenta como censura. Nunca se reconoce como tal. Siempre se enmascara. Se vende como prudencia, como protección, como seguridad. Pero lo “seguro”, cuando lo define el poder, siempre termina siendo lo conveniente. Y lo conveniente, cuando se trata de controlar la palabra, siempre termina siendo el silencio.
Lo que está en juego no es un audio, una noticia o una operación mediática; ni siquiera una elección legislativa. Lo que está en juego es el precedente: si hoy se callan voces con la excusa de “ordenar”, mañana se pueden desaparecer muchas más. La censura funciona como una bola de nieve: empieza con un caso “excepcional” y termina arrasando con todo lo que incomoda.
La libertad de expresión no es cómoda. Nunca lo fue. Es incómoda, es ruidosa, es molesta. Y ahí radica su valor. Porque si solo sirve para amplificar lo que el poder quiere escuchar ya no es libertad: es propaganda. Y una democracia que teme a las voces críticas no es democracia. Es un simulacro con urnas, un cascarón vacío que conserva las formas mientras vacía la sustancia.
Si una democracia no soporta la palabra, no es la palabra la que sobra. Es la democracia lo que falta.
*Antropóloga y fundadora de @@panopticocultural
ED