Historias Opinión

Derecha e Izquierda ante la declinación del kirchnerismo

0

El peronismo, la fuerza que mejor supo interpretar las demandas de las mayorías de nuestro país, está en franco retroceso. Su manifestación más elocuente es la sostenida declinación política y electoral del kirchnerismo, su encarnación más potente en lo que va de este siglo. Más de un decenio de contracción económica, acentuada por la pandemia y por la pobre gestión del gobierno del Frente de Todos, han dañado el lazo entre el peronismo y sus seguidores. Como siempre en la historia, el futuro está abierto. Pero es difícil imaginar de qué modo el justicialismo del siglo XXI puede recuperar el lugar predominante en la vida pública que fue suyo, por tantas décadas, desde su irrupción en la vida pública en 1945.

El peronismo está sometido a dos sangrías. De Mendoza a Buenos Aires, hace ya tiempo que las clases medias de los principales distritos de la franja central del país le han dado la espalda. Pero la gran novedad es que el voto popular –su bastión histórico y su apoyo más devoto–, le resulta cada vez más esquivo, al punto de que las clases populares hoy están siendo objeto de seducción tanto por la nueva derecha como por la izquierda clasista. La devaluación de las credenciales del peronismo como el partido de la justicia social invita a preguntarse, entonces, por la capacidad de los actores que se ubican en los extremos del arco político-ideológico para disputarle al peronismo el derecho a representar grupos que, hasta hace poco, no conocían otra lealtad que la peronista.

Visto a la luz del clima reinante una década atrás, cuando el peronismo de Cristina Kirchner estaba en su apogeo, la pertinencia de este interrogante resulta sorprendente. Gracias a la primavera económica de 2009-2011, que se apoyó en un considerable incremento de los salarios, y en una aún más importante expansión del consumo y los programas sociales, en las elecciones de octubre de 2011 Cristina llevó al peronismo a su triunfo más resonante en el siglo XXI. A los sólidos apoyos que el justicialismo siempre cosechó entre los trabajadores, entonces le sumó la adhesión de amplios sectores de las clases medias para hacer posible el triunfo de la fórmula Fernández de Kirchner-Boudou con el 54 % de los sufragios. Un triunfo de esta amplitud pareció indicar que la clase social, que constituye el principal determinante de la orientación del voto en nuestro país, había perdido algo de su tradicional vigencia. Y aunque no logró alcanzar las cumbres de Yrigoyen (58% en 1928) y Perón (64% en 1954) –una meta quizás imposible de alcanzar en nuestros días, toda vez que vivimos en sociedades más complejas y plurales que las que conocieron esos dos caudillos partidarios–, esa formidable victoria en las urnas pareció inaugurar un nuevo tiempo político, expresado en la consigna del “vamos por todo”.

Sin embargo, esa aspiración no fue más que un espejismo, destinado a disiparse muy pronto. Menos de una semana después de las elecciones del 23 de octubre de 2011, la instauración de un control de cambios simbolizó el fin de la primavera económica kirchnerista. El entusiasmo del Bicentenario tuvo corta vida, como suelen tenerlo los proyectos que declaman fortaleza pero que en su fuero íntimo se perciben débiles y que, urgidos por el deseo de anunciar buenas noticias, apuestan demasiado al consumo y poco a la inversión, al corto plazo sobre el largo plazo. Incapaz de concebir un sendero de crecimiento para una economía que, privada del pulmotor que le había dado el boom de los commodities de la primera década del siglo XXI, desde entonces no hizo sino trastabillar y contraerse, el kirchnerismo comenzó a opacarse. Las clases medias se alejaron y abrazaron a Cambiemos/Juntos por el Cambio, las adhesiones en la mitad inferior de la pirámide social se volvieron menos intensas. El descenso fue lento. Pero el resultado final es que peronismo del siglo XXI y hegemonía son vocablos que no pertenecen al mismo diccionario.

En un panorama dominado por la contracción del salario y el empleo, el control de cambios y el ascenso de la inflación, el peronismo sufrió divisiones y retrocedió en las elecciones de 2013, 2015, y siguió haciéndolo tras dejar el gobierno en diciembre de 2015. En esos años, Cristina vivió en carne propia la vigencia de un axioma central de la política argentina de nuestro tiempo: los resultados electorales se explican más por el momento del ciclo económico que por la potencia del ideario o el atractivo de su puesta en escena. Tanto es así que sólo escondiéndose detrás de una esfinge como la de Alberto Fernández y, sobre todo, auxiliado por el derrumbe económico en que terminó la gestión presidencial de Mauricio Macri, el peronismo pudo retornar al poder en 2019. Macri fracasó, pero la alegría del Frente de Todos duró poco. Castigado por la pandemia y desgarrado por sus propias limitaciones y conflictos internos, en estos dos años y medio de gobierno el Frente de Todos dio un paso más en el camino que lleva a la Argentina hacia un mundo de estancamiento y proteccionismo de salarios bajos (que evoca, paradójicamente, el de la década de 1930, tan denunciado en el mito de origen de este movimiento político). De hecho, el nuevo umbral de privaciones al que las mayorías se han visto sometidas en estos años le alienó muchas voluntades y lo condujo a una derrota histórica en las elecciones de 2021.

Con apenas 34,5% de los votos, la cosecha del Frente de Todos en las elecciones de noviembre de 2021 fue la más pobre en 75 años de historia justicialista. Pero tal vez el indicador más elocuente del retroceso justicialista es que los votantes del tercio inferior de la pirámide social, esos que lo habían acompañado fielmente incluso en los duros años de la crisis de 1998-2002, ya no se muestran tan convencidos de la superioridad de la fuerza política que culturalmente les resulta más afín. Ni siquiera los bastiones peronistas tradicionales del Gran Buenos Aires popular han quedado a resguardo del debilitamiento de este vínculo, lo que se expresó en pocos votos positivos pero también en una mayor reticencia al momento de ir a votar: la cosecha electoral del Frente de Todos pasó de 12,9 millones de votos en 2019 a apenas 8 millones en noviembre de 2021. Desde entonces, el rumbo zigzagueante de un gobierno incoherente y anarquizado no hizo sino profundizar su derrumbe. El lazo político y afectivo con la fuerza creada por Perón y Evita sigue debilitándose. Y la máxima según la cual el peronismo es el partido de los trabajadores y los pobres está, quizás como nunca antes, en entredicho.

Un aspecto novedoso del escenario actual es que los argentinos que viven penurias cotidianas son objeto de interpelación desde el extremo derecho del espectro ideológico. Desde hace algunos meses mucho se habla de la irrupción de Javier Milei en la discusión pública, y de su capacidad para captar la atención ya no de Palermo y Caballito sino también de Lugano y Lanús. Agitando las banderas de la libertad, denunciando los privilegios de la clase dirigente y cuestionando el volumen y la orientación del gasto público, este outsider se ha ganado la atención de los medios y la simpatía de muchos ciudadanos de a pie que tienen dificultades para llegar a fin de mes.

Las disputas que hoy dividen a La Libertad Avanza parecen indicar que Milei no posee la estatura política suficiente como para hacer que el liberalismo popular se gane un lugar en la conversación pública. Su consolidación es todavía una incógnita. Pero el ascenso de una figura como Milei debe hacernos reflexionar. Dice más sobre el humor social que sobre el atractivo de esta figura extravagante. Milei es escuchado porque un discurso articulado en torno a tópicos como los privilegios de la clase dirigente, formulado además con cierta frescura, irreverencia y desparpajo, sintoniza bien con el profundo descontento que campea en la empobrecida sociedad argentina. Más discutible es que una propuesta cuyas recetas sociales y económicas parecen inspiradas en el liberalismo anterior a John Stuart Mill pueda ofrecer un menú agradable al paladar de nuestras clases populares.

Visto en una perspectiva histórica, quizás su principal debilidad no radique en la ausencia de una organización capaz de estructurar el apoyo y canalizar el voto, ni en la simpleza de sus consignas –otros discursos que animan nuestro debate ciudadano, aunque no apelen a citas de autores exóticos como Mises y Hayek, son igualmente rústicos–, sino en una incongruencia más profunda, que lo aliena del sentido común de las mayorías. Para calibrar la significación de esta distancia el mejor camino no es intentar filiar de dónde toma prestadas sus ideas o cuáles son los tópicos centrales de la ideología de esta nueva derecha sino interrogarse por sus puntos de contacto y de fricción con las creencias de los hombres y mujeres de la base de la pirámide social.

Llegados a este punto, conviene recordar que el antielitismo y el estatismo son dos de las corrientes más caudalosas que forman el río de la ideología argentina. La impugnación de los poderosos y la valoración positiva del papel del estado como organizador de la comunidad y el mercado, por ende, una visión estadocéntrica de la vida social, poseen un enorme arraigo en la cultura popular. Y si bien la intensidad de estas creencias ha experimentado importantes oscilaciones a lo largo del tiempo son numerosos los indicios de que ambas se mantienen vigentes.

La impugnación de las jerarquías del poder y del prestigio es un rasgo muy enraizado en nuestra vida pública. En la década de 1980, Guillermo O’Donnell escribió páginas muy perceptivas sobre el sello antielitista y plebeyo que las mayorías le han impreso a la cultura argentina, y los historiadores sabemos que el “naides es más que naides” es un fenómeno inscripto en el código genético nacional ya en el siglo XIX. Nació mucho antes de que se inventara la palabra populista. ¿Y qué hay del estado? Nunca fue muy pequeño, pero su papel como organizador del mercado y ordenador de la vida en común adquirió especial relieve desde la década de 1940, cuando, además, experimentó la primera de sus dos grandes expansiones (la segunda, por supuesto, correspondió a los años kirchneristas).

Pese a todo lo que se diga, muchos argentinos, sobre todo de abajo, siguen pensando que sus problemas se resuelven no con menos sino con más Estado: con más inversión en pensiones, salud y educación y, sobre todo, con más transferencias que ayudan a llegar a fin de mes (para una encuesta reciente que ofrece evidencia en este sentido https://zubancordoba.com/portfolio/informe-nacional-mayo-2022/). El punto importante a destacar es que, en momentos de enojo y frustración como los que hoy vivimos, una figura carismática de una derecha que se proclama antisistema puede conectar con el sentido común antielitista. Pero difícilmente pueda sintonizar con la muy enraizada sensibilidad estatista, salvo que se cambie de piel o se traicione a sí misma.

No es casual que los voceros de la nueva derecha prefieren enfocarse en temas que para la mar parte de la población son irrelevantes, como por ejemplo el futuro del desprestigiado Banco Central o incluso la libre venta de armas y órganos, o proponer soluciones que tienen la fuerza de un talismán, como la dolarización de la economía, antes que opinar sobre cuestiones incómodas cómo, por ejemplo, cuál es la solución liberal para los subsidios al consumo de energía o al transporte público en el AMBA, que muchos de los que los reciben consideran como un derecho adquirido y un bastón imprescindible para seguir caminando. Esta prudencia es comprensible. En este último año los ejes del debate ciudadano se han desplazado hacia la derecha. Pero quienes se apresuran a concluir que, tras el empobrecimiento y la frustración que trajo la pandemia, acrecentado por la falta de logros del gobierno del Frente de Todos, el terreno está despejado para una drástica redefinición de la relación entre sociedad y estado tal vez debieran pensar dos veces.

En efecto, en una sociedad tan moldeada por un sentido común estadocéntrico, la legitimidad del mercado como productor de lazos sociales y como un justo distribuidor de recompensas es acotada. Hay buenas razones para dudar de que la nueva Biblia del mercado haya logrado muchas conversiones. Hace falta algo más que una combinación de depresión económica y empobrecimiento, de malestar y retórica antielitista, para trastocar de raíz las creencias y el comportamiento de las clases populares. La Argentina de 1900 podía tener liberalismo popular porque era un país con salarios altos y sin desempleo. La de nuestros días, donde muchos millones reciben transferencias del sector público para llegar algo menos apretados a fin de mes, difícilmente pueda tenerlo.

Algunos sugieren que la izquierda clasista en mejores condiciones de capitalizar, siquiera parcialmente, el desencanto que hoy introduce tensiones en la relación entre el peronismo y las clases populares. Con cerca de 1,3 millones de votos y 5,5% del padrón, en 2021 el Frente hizo su mejor elección en mucho tiempo, y su presencia se hace sentir en las calles y las fábricas. El ascenso de la nueva derecha liberal, de la que se convirtió en un furioso impugnador, le dio mayor visibilidad y volumen a su prédica. Y al igual que la nueva derecha, la izquierda clasista también alza la voz contra las élites, aunque en su caso la idea de casta es más amplia y comprensiva. La debilidad del centro-izquierda, que desde el ocaso del Frente Amplio Progresista no fue capaz de articular una propuesta atractiva, le deja mayor espacio para crecer. Y ante el panorama de crisis y desorganización que campea en el peronismo, en el Frente de Izquierda cobra vigor la idea de que es posible empujar a sectores más amplios de las clases subalternas hacia la izquierda, rompiendo las cadenas que las atan a liderazgos que, desde su punto de vista, no representan sus verdaderos intereses. El hecho de que importantes dirigentes kirchneristas de la provincia de Buenos Aires de vez en cuando alcen el volumen de su retórica antisistema indica que, en el peronismo, esa perspectiva no es vista como totalmente infundada.

¿Qué envergadura puede alcanzar este avance de la izquierda? Para encuadrar esta pregunta conviene traer a la discusión otros dos elementos constitutivos de la ideología argentina: la noción de justicia social y la de inclusión. Es sabido que, desde la década de 1940, la idea de justicia social cobró gran relieve en nuestro país. Sin embargo, es importante no confundir el indudable arraigo de esta noción con una supuesta vocación igualitarista de las clases trabajadoras. En rigor, las activas clases subalternas argentinas han sido, históricamente, más propensas a reclamar inclusión que igualdad, a luchar por la integración antes que a rechazar el orden establecido. Para comprobarlo basta reflexionar sobre el modo en que las organizaciones obreras contribuyeron a forjar el sistema previsional o el sistema de salud, ninguno de los cuales se estructuró sobre criterios universalistas, y no sólo por presiones desde arriba. La primacía del criterio de inclusión sobre el de igualdad es una de las razones por las cuales la izquierda, principal vocero de la aspiración igualitaria, ha sido comparativamente más débil en nuestro país que otras sociedades europeas o latinoamericanas de similar nivel de desarrollo.

La era del crecimiento exportador que se prolongó hasta 1930 fue una etapa decisiva en la consolidación de este rasgo de la cultura política de nuestras mayorías. Veloz crecimiento económico y grandes flujos de inmigrantes que aspiraban a una vida mejor contribuyeron a forjar una sociedad marcada por el ideal de la movilidad social individual o intergeneracional. De allí que, ya entonces, la reivindicación del ya mencionado derecho a mirar a los poderosos a los ojos y obligarlos a compartir sus privilegios con grupos más amplios no favoreciera la causa de la igualdad. La idea de que un sentimiento anticapitalista –de inspiración anarquista o socialista– predominaba entre los asalariados de comienzos del siglo XX es equivocada. De hecho, cuando, en 1912-16, la Argentina abrió de par en par las puertas a la participación popular en las elecciones los trabajadores que por primera vez concurrían masivamente a las urnas le dieron el triunfo a la UCR, esto es, a una fuerza que combinaba críticas a la elite dirigente y un reformismo moderado con aceptación del marco social del país liberal. La Revolución Rusa, de tanto impacto para las clases subalternas de otras latitudes, acá pasó poco menos que inadvertida. En la década de 1920, cuando el sufragio universal masculino se arraigó entre las mayorías, la izquierda se apagó. La aspiración a integrarse pesó más que la idea de igualdad.

En 1930 esa Argentina chocó contra una pared, la Gran Depresión, y su progreso social se detuvo. Que durante más de una década los salarios permanecieron estancados supuso un duro golpe para trabajadores a quienes la experiencia de medio siglo había acostumbrado a que el futuro siempre fuese mejor que el presente. El clima de frustración que se impuso entre las mayorías permitió que, por primera vez, y gracias al empuje del sindicalismo comunista, la izquierda echase raíces en el mundo del trabajo industrial que por entonces cobraba mayor envergadura al compás del cierre de la economía. Pero todos los esfuerzos de esos guerreros de clase para forjar una conciencia popular anticapitalista dieron frutos bastante magros. Trabajaban sobre una materia poco maleable. Al final de la Década Infame los comunistas ya compartían con los socialistas la dirección del movimiento obrero pero las convicciones profundas de los trabajadores de a pie sobre la forma del orden social deseable sufrieron pocos cambios respecto a lo que habían sido en la década de 1920. Ello explica por qué, en 1945, la instauración de un régimen apoyado sobre la idea de justicia social se dio bajo la inspiración no de la hoz y el martillo sino de la espada y la cruz. Los críticos del capitalismo contribuyeron a forjar una sociedad menos desigual pero, finalmente, cuando el ideal de la justicia social tomó carta de ciudadanía, lo hizo contra la izquierda.

Fue recién con la larga depresión de 1998-2002, y sobre todo, cuando colapsó el régimen de convertibilidad y medio país fue arrojado al infierno de la pobreza, que la izquierda clasista otra vez volvió a soñar, como en la década de 1930, con orientar a las clases populares por el camino del desafío al orden establecido (también lo había hecho en las décadas de 1960 y 1970, claro, pero a partir de la movilización de otros grupos sociales, como los jóvenes de clase media). Esta vez, el malestar que abrió la brecha a través de la cual la izquierda acrecentó su presencia en el mundo popular no fue el resultado de las conmociones que produjo el ascenso de la sociedad industrial sino de su degradación. De allí que su principal foco de acción no fue el sindicato o la fábrica si no el piquete y el barrio.

En la segunda mitad de la década de 1990, la izquierda clasista hizo una invalorable contribución a la tarea de darle voz a los pobres y los desempleados de las castigadas periferias urbanas que la combinación de privatizaciones, desregulación y recesión estaba dejando a la vera del camino. En esos años en que el peronismo en el gobierno y luego la Alianza prestaron poca atención al reclamo de los que caían en desgracia, la palabra y la acción de la izquierda radical llegaron donde nunca antes habían llegado. Tras haberse perdido completamente la primavera democrática de la década de 1980, éste fue su gran momento, y allí realizó su aporte muy valioso. Pero contra los relatos que romantizan esa experiencia, y que la describieron como la aurora de un nuevo tiempo, tampoco en esta ocasión la izquierda anticapitalista pudo alterar de manera sustantiva el horizonte de ideas de los pobres y desocupados a los que ayudó a poner de pie. Los militantes clasistas contribuyeron a fortalecer el movimiento piquetero pero, como mostró Julieta Quirós en su Cruzando la Sarmiento (2006), no lograron dotar a su séquito popular de una nueva identidad o una nueva conciencia política. Es por ello que, entrado el nuevo siglo, cuando el peronismo volvió a tender la mano a los de más abajo, se puso de relieve que el ascendiente de los discípulos del General Perón sobre las franjas inferiores de la sociedad se mantenía incólume. Por eso Néstor Kirchner rápidamente pudo colocarlas bajo su ala. Y por eso Cristina Kirchner pudo tener su primavera popular en los años del Bicentenario.

¿Qué nos dice todo esto? Nos recuerda que los nombres de los protagonistas y las circunstancias pueden variar pero que la textura de la sociedad y el horizonte de ideas que inspira a las clases subalternas no se cambian fácilmente. No sucedió tal cosa tras la Gran Depresión de la década de 1930 y tampoco luego de la Gran Recesión de 1998-2002. El antielitismo, el estatismo, la justicia social y la voluntad de integración balizan desde hace mucho tiempo el espacio en el que se despliega la política popular de nuestro país. Por su enorme capacidad para ajustarse a este marco, el partido creado por el General Perón fue, por casi tres cuartos de siglo, el hogar más confortable que las mayorías pudieron encontrar. Las credenciales del peronismo como vocero del interés de los más débiles están justamente sospechadas, y las soluciones que propone aparecen gastadas y sin brillo. Este tiempo signado por un peronismo sin imaginación y sin grandeza ha abierto una nueva oportunidad para que otros proyectos, a izquierda y derecha, lancen sus redes en este enorme mar de desencanto que es la Argentina de nuestros días. Pero entre las pocas cosas importantes que los historiadores tienen para aportar a la comprensión del momento actual está la de recordarnos que pescar en estas aguas no es una tarea sencilla. La superficie parece agitada y cambiante, pero por debajo las corrientes son más regulares y previsibles. De allí que, antes que incurrir en la siempre riesgosa profecía de corto plazo, es mejor tener claro que en la historia nada está labrado en piedra, pero que el pasado siempre pesa sobre el presente.

RH