ENSAYO GENERAL

Día de las infancias

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Cuadernos de infancia, de Norah Lange, es un libro que releo bastante seguido; pero creo que esta es la primera vez que el ahora llamado “día de las infancias” coincide con una de esas relecturas. Lo que me llama la atención de este texto, que es la obra maestra maestra de su autora, es que me parece dificilísimo hacer buenos relatos de la niñez, sobre todo en registros autobiográficos: hay algo de un artista contándote su infancia que es un poco como cuando alguien te cuenta un sueño, la sensación de un cuento que le interesa solo a quien lo cuenta. De La amiga estupenda de Elena Ferrante el primer tomo, el dedicado a la infancia de Lenu y Lila, fue el que menos me gustó retrospectivamente, pero nunca deja de parecerme una proeza que logre interesarnos lo suficiente como para llegar luego a los tomos más sustantivos de juventud y adultez; ni siquiera Mujercitas, un libro escrito para niños y niñas, hubiera sobrevivido si al principio del libro Meg y Jo no fueran casi adolescentes. Por supuesto estoy dispuesta a aceptar que es un tema mío: la infancia es para mí la monotonía del encierro, la sensación de que para todo hay que pedir permiso, de que te lleven de un lugar a otro sin que tengas mucho que decir al respecto. No debería ser un obstáculo para la aventura, si a mí me encantan los libros sobre gente que está secuestrada o tiene trabajos rutinarios; pero por alguna razón, evidentemente, me cuesta más entender a esos años como interesantes que a otros lectores.

Todo esto para decir que Cuadernos de infancia es todo lo contrario: es un libro que te hace desear que sus personajes no crezcan nunca. En parte hay una cuestión de época: la infancia era otra cosa a principios del siglo XX, cuando fue niña Norah Lange. Cuadernos de infancia es un libro lleno de mugre, enfermedad y muerte, y no porque se trate de una vida cruzada por la tragedia; para nada. Lange nació, claramente, en una familia de inmigrantes acomodados, de niñas educadas entre el campo y la ciudad por institutrices inglesas; pero incluso esos niños, en esa época, estaban expuestos a unas verdades de la vida para las que hoy ni siquiera los adultos tenemos estómago. Lange cuenta la historia, por ejemplo, de un matrimonio que vivía en un rancho vecino, tan pobres que cuando la mujer murió de tuberculosis el marido tocó la puerta en la casa de su familia para pedir un alfiler de gancho para su camisa y no enterrarla con el torso desnudo. Cuando el padre de Norah fue al día siguiente a verlo lo encontró martillando el cajón, que contenía el cadáver que él mismo había envuelto en una sábana. Hace algo de trampa, si se quiere, Lange: no vio ella esa imagen, pero el solo hecho de que su padre se lo hubiera contado ya nos ubica en una apertura hacia el mundo y su violencia muy distinta de la que vivimos los niños de los años ochenta (más o menos) para este lado. No lo digo como algo bueno; no siempre lo que es bueno para la literatura es bueno para la vida.

Más allá de los tiempos, Lange encuentra una rareza, que es la voz justa para contar la inocencia y la curiosidad de la infancia con la inteligencia de la madurez: el libro es extraordinario porque te da la sensación de estar en presencia de una cantidad desmesurada de verdad, una verdad solo posible por la forma, por la belleza, por el artificio. Si Norah Lange logra dejar así de desnuda la sustancia de la infancia es porque miente un poco con su voz, con sus ojos, con sus escenas: es porque tiene la serenidad para mirar agudeza, sin idealizar y sin glosar de más, sin explicar lo que para una niña es inexplicable pero no dejándonos, tampoco, en la intemperie del vocabulario infantil.

Pienso mientras leo sobre esta infancia cruda y perversa de Norah Lange el lugar social que les asignamos a las infancias en nuestra época. Recuerdo un libro que a mí me encantó sobre el que he leído pestes, No future de Lee Edelman. Muchas interpretaciones, incluso de grandes autores, parecían pensar que cuando Edelman habla del futurismo reproductivo y de lo queer como la negación y la posibilidad de la subversión de esa retórica sobre lo bueno “para los niños” está hablando en contra del cuidado, en contra de los hijos, en contra de los niños. Me sorprende, realmente: para mí es obvio que Edelman habla en contra del uso que hacemos los adultos de los niños en nuestros discursos morales. Habla de cómo la misma sociedad que reivindica la cosificación de adolescentes casi niñas grita luego “con mis hijos no”; habla de cómo inventamos para ellos un lugar de sacralidad pero también de exigencia a la que los adultos no nos sometemos.

Pensé en eso hace unos días, en un aeropuerto provincial en el que vi una zona de lectura para niños con libros gratis a disposición; por supuesto que para adultos no hay nada parecido, los mismos adultos que no leen libros se escandalizan con lo poco que leen sus hijos. Lo pienso cuando veo padres obsesionados hasta el exceso con la alimentación saludable de sus hijos mientras ellos (con muchísimo más riesgo cardíaco e hipertensión que un chico) se meten cualquier cosa sin pensar. Edelman no hablaba contra los niños: hablaba contra la utilización de la figura del niño como símbolo de futuro y de pureza, como excusa para no ocuparse del presente o de nosotros mismos, como si esa utilización fuera un acto de amor y no algo mucho más retorcido.

Volví a pensar en esto una última vez cuando escuché, en el programa de María O´Donnell en Radio con Vos, que la industria del juguete está en problemas porque los niños dejan de jugar con juguetes cada vez más temprano; el que lleva un juguete al colegio a los ocho o nueve, decían, queda como un bebote digno de humillación. Trato de entender entonces el esquema de la época: los adultos escapando a nuestra propia adultez y endiosando a unos niños imaginarios, los niños reales ya hartos de ser niños, el futurismo reproductivo en su máxima expresión: en el discurso hay futuro y hay pasado, hay promesa y hay nostalgia, pero nada de presente, nada de lo que no es una preparación para otra cosa sino que es, ahora mismo, esa cosa.

TT/MF