OPINION

Gran Hermano, la irresistible tentación de fingir demencia

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No es casual que el reality Gran Hermano sea el programa televisivo argentino más visto en lo que va del año. Pero, no todas las ediciones son tan exitosas. Las dos primeras del 2001, en plena crisis inflacionaria, funcionaron como un refugio antibombas para algunas mentes asfixiadas por el corralito. Otra edición memorable fue la del año 2011, que tuvo como protagonista al recordado estratega y paseador de perros, Cristian U. Al fenómeno de Telefé  se lo lee, casi siempre, como un espejo deformado de la realidad. Veintidós personas, argentinos y uruguayos, conviven en una especie de casa quinta durante aproximadamente seis meses y van eliminándose entre ellos, con la excusa de que están jugando, de que todo lo que hagan ahí dentro será parte de una táctica premeditada en la que no interferirán sus sentimientos ni sus dones de gente (ejem, permítanme dudar). 

El ganador de Gran Hermano de este año se llevará $50 millones (quizás más), mientras que el segundo y tercer puesto también tendrán premios, que irán devaluándose conforme pasen los meses. La escala numérica ya no es algo que tenga algún valor en la Argentina de hoy. Los números son garabatos. Los números son misterios. 

El fenómeno de este año tiene a una hermosa chica de treinta y dos años de protagonista. Algo así como la Tamara Paganini de antaño, una de las jugadoras célebres del reality del 2001 que años después contó en numerosas entrevistas que su vida después del show fue una constante pesadilla en la que la realidad y la ficción no eran zonas distinguibles. La protagonista de esta edición se llama Juliana Scaglione, más conocida como Furia, y tiene una personalidad maquiavélica. Su cara está llena de colores pastel, las cejas, los ojos, el pelo, y también su carácter, algo así como un cubo rubik que cambia sus caras en fracciones de segundo. Una gran estratega o una chica profundamente sensible que aprendió que para defenderse hay que erosionar el carácter de cualquier persona que se le oponga. Juliana Scaglione dijo en varias ocasiones que la edición de GH de este año debía teñirse del clima de época, que imitaría al presidente Javier Milei en todo lo que pudiera porque ahora la gente tiene ganas de matar. Aspiró el inconsciente colectivo del afuera, como una ventosa, y se recluyó en la casa. Y aunque dicho así suene inverosímil, esa conciencia de época la está transformando en una heroína de la televisión abierta. La devoción por Juliana no tiene parangón, cuanto más extremo sea su dominio, mejor. Fin del comunicado. 

Es innegable que este gobierno no miente y no disfraza. Esa excesiva frontalidad es algo novedoso. ¿Cuándo fue la última vez que un gobierno reconoció que destruiría el Estado sin ningún tipo de piedad? Una cosa es tener un plan, otra es llevar la bandera de ese plan y cumplirlo a rajatabla. El Presidente de Argentina dijo que había que recortar de todos lados y una vez asumido, cerró la agencia Télam, hizo desaparecer Ministerios, miles de puestos de trabajo, promovió el cierre de festivales, la venta de una sala de cine fundada, por ejemplo, en 1912, entre otras tantas cosas de demasiado sabido conocimiento. Y todo con una especie de saña de contrincante, en un estado de Boca-River permanente. 

¿Qué volvió a ese tipo de confrontación, tan arcaica, un hecho irresistible? ¿Por qué tienen tan buena prensa los enfrentamientos presenciales o virtuales? ¿Por qué es lo único que la audiencia quiere ver? ¿Por qué una figura mediática que asegura haberse colocado bajo los caracteres coléricos del presidente es tan admirada? –más allá de su carisma arrollador que, por supuesto, también existe–. 

Así como sucedió en ediciones anteriores, el show de la realidad puede ser una gran vía de escape. Cuando el país es la única noticia, la única imagen en movimiento en la realidad simbólica de un pueblo, lo único que queda es concentrarse en lugares insignificantes. La convivencia de veinte extraños, por ejemplo. Gente que tiene prohibido saber en qué día vive, en qué horario, y qué pasa allá afuera. Un estado idílico. Miramos la casa quinta del canal famoso con la esperanza de volver a estar así alguna vez, con ese nivel de despreocupación, desentendidas de que peligren varias cosas a la vez, por ejemplo, la consistencia de la Ley 27.610, de interrupción voluntaria del embarazo, promulgada en enero del 2021, o la quinta hora de clases en escuelas públicas bonaerenses. Miramos indefinidamente lo que pasa en el reality como quien mira la nueva vida que podría edificarse en la luna, ahí donde la existencia es un paréntesis. Necesitamos vaciar de sentido alguna franja horaria y ahí está Santiago del Moro de 22.30 a 0, con sus remeras de bandas o de animé, en lentes oscuros, dándonos la bienvenida a esa realidad paralela repleta de efectos residuales de esta otra. Nos ofrece sentarnos cómodos para ver cómo una chica llora a cámara en un estado de nervios exasperante, en pánico simulado o real –no interesa– pidiendo por favor abandonar el juego porque teme por su vida. O cómo ese chico habló mal de esa chica a sus espaldas, por lo visto la peor traición para este reality, y se convirtió en el peor enemigo de la República. O como esa mujer se tropieza y se lastima un pie para quedar con muletas, y su llanto, tan pegajoso y rítmico. Nos reímos de ella, pero nos reímos. 

Lo mejor que puede darnos la televisión en momentos como este, es un poco de lo peor de  nosotros mismos, pero encerrados en una casa lujosa, sin horarios y sin nada que perder.

 Lo brutal es algo que crece, no se detiene, lo hace de una manera muy lenta. Una enredadera del peligro. Se trata de destruir al otro con tácticas invisibles, disfrazadas de carisma, de estilo propio. Se trata de agotar al otro hasta que no quede nadie más, y poder finalmente llevarnos el botín. Con el aval de clubes de fans y loas de gente que admiró nuestro trabajo hasta ese momento. Seremos los mejores jugadores del año. Quedaremos instalados en la mente de la audiencia como un hit. Lo único que hicimos fue imitar lo que pasa allá afuera. Un cover de la crisis. Un cover de un país.