Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Los cuadernos de otoño

Historias de cronófagos y de famas

Fabián Casas Cuadernos de otoño

0

Al principio la primera temporada parece inconexa, inorgánica, si bien hay malos y buenos, es difícil agarrarle el ritmo. Y reina un fuerte desconcierto tanto en el espectador como en los actores y actrices. Eso es increíble. Que los intérpretes te trasmitan ansiedad e incertidumbre. Pero si dejás pasar varios capítulos (no son muy largos, incluso podés mirarlos muy cansada o cansado) la cosa se empieza a armar aunque no tenga ni ton ni son. Todo sucede en un país pequeño, extranjero, alejado de la mano de Dios y fuertemente dividido en su sociedad aún antes de que les caiga una peste mundial. 

Entonces la gente se encierra en las casas y los que no tiene casas ocupan el espacio público de la misma manera en que lo hacían antes, pero si antes nadie lo notaba, ahora menos. Las personas empiezan a vivir en sus aparatos electrónicos y padecen, además del terror de pegarse la enfermedad mundial, el mal de archivo, es decir, la idea de buscar en la inmortalidad digital cosas que le hagan pasar el día. De alguna manera, la primera temporada te dice que las películas, los vivos de Instagram y las maratones de series cumplen la función de cronófagos. Es decir, lo que puede hacer una mala película que sólo te ayuda a comerte el tiempo. El capítulo que termina con imágenes de los animales ocupando las ciudades porque los humanos se replegaron es genial. 

Por las noches, cuando llega el otoño a la primera temporada, en las calles se escuchan las hojas secas que crepitan bajo las motos de los deliverys y las ruedas de las ambulancias. Los protagonistas de la parte política de la primera temporada dicen constantemente que “hay que dejar de hacer política”, lo cual es sintomático porque en esto coinciden tanto el gobierno como la oposición. Para todos “hacer política” es algo malo. Como no se sabe bien cuál es la idiosincracia de la enfermedad, los dirigentes del pequeño país ficticio donde sucede la primera temporada se muestran unidos hasta que eso se vuelve insostenible…ahí uno tiene una especie de crisis con la primera temporada y piensa en dejar de verla. Pero justo cuando está por cambiar de canal, los guionistas pegan un giro imprevisto y muestran un programa con panelistas histéricos que gritan, es un programa que ve todo el mundo en ese país pequeño y la cámara muestra un televisor encendido en ese programa y luego se acerca más y más hasta que penetra en los estudios y por dos capítulos lo que vemos es la vida de esos panelistas, adentro y afuera de las cámaras, sus logros y sus miserias, la forma en que ellos también tratan de comerse el tiempo y la implacable banalidad de la vida. Esto recupera un poco la atención de la audiencia y llega el verano a la primera temporada y hay un estado de laxitud en la serie y muchos logran hacer sus cosas en medio de este castigo bíblico - la enfermedad - y otros simplemente mueren como moscas. 

La primera temporada termina en un estado de incertidumbre y eso hay que reconocerlo, no es lo común en las series de este tipo. 

La segunda temporada muestra a una pareja –ni bien empieza- que habla en un jardín donde hay una especie de espectáculo, una celebración. Las restricciones sanitarias –nos damos cuenta- se han distendido pero igual cualquier gesto que hagas bajo el paraguas de la enfermedad cobra un valor poderoso. Una mujer y un hombre hablan tranquilamente (acá uno agradece que la segunda temporada no sea políticamente correcta y muestre algo de amor heterosexual) y cuando se despiden, uno de ellos abraza al otro. Como se acaban de conocer, la escena es intensa y parece que en la segunda temporada los guionistas nos van a mostrar más micropolítica y menos macro. Pero enseguida se salta a una crisis mundial donde hay un país que tiene vacunas para tirar para arriba y acabar con la enfermedad y –esto es medio absurdo- ofrece tours a sus playas o centros de vacaciones que incluyen vacunas. Este país –al igual que otros países poderosos- deja en claro que no va a enviar vacunas a nadie, lo cual le da a la serie cierta tensión suicida y pedagógica. Es evidente que quiere mostrar que el capitalismo es horrible. El personaje conocido como El Animador ahora retoma el centro de la segunda temporada y lo primero que notamos es que su cara cambió, está inflada, como las camperas de invierno y se parece, de manera increíble, a la cara del exmarido de su actual mujer. Esto es divertido, es decir que la mujer vuelve a estar casada con la misma persona, como si en vez de un consorte tuviera un boomerang. Otro personaje que se retoma en la segunda temporada es El Surfer, alguien que en la primera temporada había tenido su momento de éxito porque se había ido a hacer surf en medio de las restricciones sanitarias y casi se lo condena a la silla eléctrica. Ahora tiene un bar en la playa y busca la ola perfecta. 

La segunda temporada no logra mucho rating, la gente que la veía está un poco cansada de que se repita en loop el arco narrativo principal. Pero los guionistas hablan dentro de la serie (esto está bueno, pero ya lo hicieron en Seinfeld) y dicen: que se joda el espectador medio. Igual hay frases que consiguen quedar pegadas en el imaginario popular, como cuando una mujer en la puerta de un hospital dice: “Este es el país de la electricidad, si no tenés contactos, estás frita”. O la escena en que el hombre común canta el himno del país pequeño en su pieza y llora.

En el final de la segunda temporada, el mundo está a punto de perecer, pero la Organización Mundial del Fútbol sigue programando partidos, en un gesto evidentemente Duchampdiano. En realidad no hay nadie que programe ni nadie que juegue, pero eso es una de las posibles interpretaciones que, de manera candente, discuten los fanáticos de las dos temporadas.

FC

Etiquetas
stats