Hay un olor distintivo en el subte berlinés que la gente local no percibe y que yo enseguida detecté. A medida que paso más tiempo en esta ciudad, lo noto cada vez menos. Temo perder esos ojos (y nariz) nuevos, dejar de ver para empezar a naturalizar. Esta columna es parte de ese intento de registrar con los cinco sentidos algo de lo extraño, crudo y fascinante de Berlín, antes de que se me escurra de los dedos. Y, también, de cuestionar algunas idealizaciones sobre esta capital de primer mundo.
¿A qué huele Berlín?
A la acidez del sudor de quien come curry. A flores frescas de los tantos puestos callejeros. A facturas de masa hojaldrada rellenas de manzana. A orina en estaciones de tren, así extraño menos Buenos Aires. A humo de parrilla en el parque Friedrichshain o el Görli. A humedad desde los lentos brazos del río Spree o el medio centenar de lagos que rodean la ciudad. A los antitranspirantes sin aluminio, poco eficaces para suavizar olores. A ropa de segunda mano en las ferias de Mauerpark, Maybachufer y Boxhagener Platz, conservada en armarios de abuela o en bolsas de plástico de algún depósito.
Pero vamos al olor que más me intriga y da inicio a esta columna: el del subte. No sé si es la fragancia de sus durmientes de madera, de la acaroína para desinfectar o del alquitrán que se usaba para impermeabilizar y que puede que haya sobrevivido en ciertos tramos. O quizás todo eso. Fui a las fuentes.
“No se puede determinar con certeza si esto puede estar relacionado con los materiales utilizados o instalados y, en última instancia, sigue siendo una especulación”, me respondió después de tres semanas la BVG, la empresa pública que opera y administra el subte berlinés. ¿Cómo especulación? Me siento el protagonista de El perfume en un mundo de nariz tapada.
Hice entonces lo que cualquier persona que despertó a Internet al calor de los foros haría: pregunté en Reddit. “Es grasa”. “Asbesto”. “Pretzels, pis y depresión”. “La creosota o aceite para durmientes de ferrocarril, un conservante de madera a base de alquitrán” (lo que sospeché en un principio). “Polvo de freno” (lo que me genera dudas, porque en general hoy el freno es regenerativo y recupera energía al frenar, en lugar de tirar calor y partículas).
Lamento no tener aún una versión concluyente, pero me reconforta haber evocado una magdalena proustiana con aroma a decadencia y sintético: “¡Es un gran recuerdo de la infancia para mi hermana y para mí! Me alegra saber que no somos las únicas que lo notamos”, me contesta la forista @lau796.
¿Qué se palpa en Berlín?
El acabado granulado de buena parte de sus fachadas. El empapelado rugoso de sus departamentos. El frío metal de las sillas de las estaciones de subte. El revestimiento texturizado de los pasamanos verticales de los colectivos, para evitar que las manos se resbalen. La trama del pan del kebab, líneas cruzadas que frenan la humedad de las salsas. Las burbujas del agua con gas –comprada por error cuando recién se llega a Alemania– y su cosquilleo que estimula paladares. El suelo pegajoso por cerveza derramada –permitida en el transporte público– como si fuera la pista de un boliche a las seis de la mañana.
¿A qué suena Berlín?
No caeré en la tentación de centrar este apartado en el tecno berlinés, patrimonio cultural inmaterial de la Unesco. Para mí, esta ciudad suena a las alarmas de las bicis de alquiler que muchos usan sin pagar y por eso emiten notas chirriantes. A las sirenas de las ambulancias, mucho más intensas que en Buenos Aires, o quizás sea que la capital alemana carece del colchón sonoro de autos a combustión. A la respiración de los pasajeros, perceptible gracias al silencio del transporte público eléctrico. Al “grind grind” de los timbres que usan los ciclistas para avisar que están cerca. A los fuegos artificiales cualquier noche de la semana, pero más si hay un cumpleaños o una boda turca. A palabras en alemán, árabe, turco, ruso, hindi, español, polaco, francés, italiano, vietnamita. A los gritos de la nada que hacen eco en calles calladas. A las charlas en cualquier idioma sin interlocutor a la vista: llamadas y videos para conectarse con los que están lejos.
¿Qué se ve en Berlín?
Prefiero hablar de lo que no se ve, que para lo visible ya tenemos Instagram. A la noche gran parte de Berlín se sume en la oscuridad, gentileza de un alumbrado público más tenue, con tramos donde directamente no funciona. A contramano de lo que nuestra intuición argentina indicaría, esta penumbra no se traduce en inseguridad en términos delictivos, aunque probablemente sí a nivel vial.
¿Es acción u omisión? Quizás sea que desde fines de los noventa el alumbrado eléctrico berlinés funciona con una sola fuente lumínica, para ahorrar energía. O que la ciudad todavía tiene 17.500 farolas que andan a gas. O que, según el “Concepto de Iluminación” del gobierno, en muchas calles residenciales alcanza con sólo 3 a 5 lux de luminancia, nivel bajo en comparación con otras ciudades.
De hecho, el citado “Concepto” sugiere bajar la intensidad lumínica entre las 22 y las 5 en zonas de casas bajas, calles con poco tránsito y áreas verdes. Un panorama muy distinto al del LED instalado en casi todo Buenos Aires, cuyo blanco cegador se ve incluso desde el aire.
Quizás todo tenga que ver también con que Berlín está modernizando las luminarias y eso “sólo puede hacerse dentro de la capacidad disponible. No podemos reemplazar más de 10.000 farolas al año”, se atajan ante mi consulta desde el Ministerio de Movilidad, Transporte, Protección del Clima y Ambiente de la ciudad.
Y, por último, quizás sea que el “Concepto” tiene en cuenta hasta los insectos. Por eso, recomienda un alumbrado cálido y amigable con ellos. “La luz artificial los desorienta, los aleja de su hábitat y puede llevarlos a morir por agotamiento o calor, con graves consecuencias ecológicas: menos polinización y menos alimento para aves y murciélagos”, señala el gobierno berlinés con sensibilidad impensada.
¿A qué sabe Berlín?
A döner kebab a las 3 de la mañana. A pho vietnamita. A falafel. Al currywurst, salsa de curry rojo sobre salchicha en rodajas. A cerveza en un “späti”, ese kiosco abierto todo el día. A Ayran, bebida turca de yogur, agua y sal, perfecta para atenuar el picante. A hummus y kombucha. A fermentado y cultivado en comunidad. Y, como acá no hace falta venir de determinado país para vender platos de esas tierras, a pastas y espressos de manos de italianos pero también de turcos, a panadería francesa hecha por sirios, a parrilla coreana versión pakistaní, y a platos georgianos como jachapuri y khinkali elaborados por polacos o rusos.
Berlín sabe a mezcla, a historia, a contradicción, a comida rápida y callejera con fondo político y migrante. Y, como me pasa con el resto de los sentidos, con este tampoco puedo ser concluyente: acá hay un sabor propio, pero nunca definitivo.
KN/MG