Si hay algo que las personas involucradas o interesadas en las ciencias políticas y la teoría del estado tienen que agradecerle a Javier Milei es haber develado el casi nulo margen de autonomía que tienen los estados-nación periféricos en el mundo contemporáneo.
Nunca en la historia argentina fue tan obscena la exposición del carácter cuasi-colonial de nuestra República. Las decisiones fundamentales en términos socioeconómicos, institucionales y geopolíticos, aspectos esenciales de una nación supuestamente soberana y democrática, no se toman dentro del territorio nacional ni las toman los representantes de la voluntad general.
Hay dos poderes globalmente dominantes, fuertemente entrelazados, que hacen su juego con el destino de los pueblos:
–Alguno de los dos estados-potencia que se disputan la hegemonía geopolítica, los mercados, los recursos naturales y las plazas militarmente estratégicas, en nuestro caso los EEUU.
–Las grandes corporaciones, particularmente los fondos de inversión, que manejan las finanzas para, a través de éstas, manejar la economía en función de un diseño global.
Esto vale tanto para gobiernos títere de estos grandes poderes que sirven a Roma como para aquellos que buscan concretar el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Lo dicho es traspolable a las fuerzas sociales y los dirigentes políticos que encarnan dichos proyectos
En sudamérica esto se materializa con la intervención directa para sostener la subordinación semi-colonial a través, por ahora, de mecanismos no-militares: el ancla de la deuda, el látigo cambiario, el control de los principales importantes resortes institucionales –pueden ser jueces, agencias de seguridad e inteligencia, los ministros y el propio presidente–, el apoyo político- electoral.
La gran novedad de estos días es que, además del apoyo, se aplica la amenaza directa contra la población durante el proceso electoral. Trump nos ofreció subordinación o caos de la forma más explícita posible mientras 35 aviones de la JP Morgan ocupaban el aeropuerto con los verdaderos ministros del régimen.
Lo complejo de la cuestión es que la amenaza es efectiva porque quien la profiere tiene la capacidad de cumplirla y quienes la sufren adolecen de la capacidad de evitarla.
La historia está llena de ejemplos así y se resume en la célebre cita de Tucídides que cuenta el diálogo en la Isla de Melos cuando los atenienses pedían la subordinación total de esa isla griega; “Los fuertes hacen lo que pueden, los débiles sufren lo que deben”. Algo similar ocurre cuando Caífás, para justificar el asesinato de Jesús con la posible internvención del Imperio ante el mensaje del nazareno, sentenció: “Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo, y no que sea destruida toda la nación”.
¿Qué hacer frente a esta situación? No hay una respuesta fácil. La estructura político-institucional vigente es absolutamente incapaz de enfrentar estos poderes supranacionales que no respetan ni el derecho público internacional ni otra ley que su propio interés. No importa si es justo o injusto, si es legal o ilegal, si es humano o inhumano. Es. Simplemente es. Así funciona el poder en una civilización declinante.
Posiblemente, aún con una democracia verdaderamente funcional a nivel nacional, sólo una sólida unidad continental latinoamericana pueda lograr un mínimo de autonomía que posibilite el desarrollo integral de nuestros pueblos. También es importante decir que el escenario internacional cambia velozmente. Las contradicciones entre potencias pueden ser una oportunidad para el desarrollo para nosotros. Hay hegemonías que parecen declinantes.
Sin embargo, esto que representa una oportunidad puede ser al mismo tiempo una amenaza. La decadencia vuelve a un poder imperial más agresivo y propenso al pillaje.
Así lo cuenta Tácito -que no quería la destrucción de Roma pero condenaba su conversión de fuerza civilizatoria en aparato de saqueo- en su Vida de Agrícola cuando pone en boca del comandante caledonio Calgaco la última arenga de resistencia. Cito sólo un párrafo: “Son los saqueadores del mundo; ahora que ya han devastado todas las tierras, miran al mar: si el enemigo es rico, son avaros; si es pobre, ambiciosos, porque no los han saciado ni sus conquistas a Oriente ni a Occidente. Son los únicos que desean las tierras ricas y pobres por igual: robar, asesinar, saquear es su definición para ese falso imperio; donde lo arrasan todo, dicen que hacen la paz”. Desde luego, los argumentos inobjetables de Calgaco no determinaron el resultado de la batalla. Tener razón y coraje no resuelve por sí solo los problemas.
Nadie tiene una respuesta hoy a este dilema que supera con creces en importancia cualquier discusión politicista sobre tácticas electorales, liderazgos emergentes o marcos de alianza partidarios. Tampoco yo la tengo. A priori, sostengo humildemente que lo moralmente válido para un hijo de este suelo es mantener la dignidad, no venderse al depredador, optar siempre por el pueblo y sostener la resistencia, sin violencia pero con firmeza, sin descanso pero con paciencia.
JG/MG