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Sylvia Molloy (1938-2022)

Las Molloy: un collage y una coda

Sylvia Molloy en Northwestern University, 10 de octubre de 2019.

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La versión original de este texto fue publicada en mayo de 2021 en CHUY. Revista de estudios literarios latinoamericanos de la UNTREF, gracias a la generosa invitación de Daniel Link, Mariano López Seoane y Leo Cherri. Quise escribir un texto nuevo pero no pude. 

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“Que un individuo quiera despertar en otro recuerdos 

que no pertenecieron más que a un tercero es una paradoja evidente. 

Ejecutar con despreocupación esa paradoja 

es la inocente voluntad de todo homenaje“ 

(Borges, Evaristo Carriego)

¿Quiénes son las Molloy? “Los personajes son y no son sus máscaras, pasan por ellas sin revelar su identidad, ‘si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo’. Importa señalar que a menudo, la careta elegida es una previa careta leída: el personaje lee (en un texto, en un espectáculo) su máscara o su nombre. La lectura asienta, y al mismo tiempo desvía una identidad” (Molloy, Las letras de Borges).

Uno de ellos me arrancó la careta. “Miedo. Eso es lo que tenía cuando era chica, miedo. Recuerdo algo que me pasó en Miramar. Era carnaval y para esa época Billiken sacaba máscaras y caretas para los niños. Yo me había disfrazado de mamarracho, con la máscara de Billiken y bombachas de andar a caballo y fui el éxito del corso. Pero de pronto unos chicos me empezaron a rodear y uno de ellos me arrancó la careta. Eso fue el final de la espontaneidad. No logro identificarme con la gente que dice que querría volver a vivir su infancia” (Molloy, entrevista con Magdalena García Pinto, noviembre de 1982).

Retazos autobiográficos, ¿no? “Me gusta la palabra ‘retazos’. Autobiográficos sí, siempre que uno le dé a la palabra una libertad y una falta de límites que no suele tener. Me importaba mucho lo visual, la imagen, el impacto de algo que se ve o algo que se reconoce o algo que pasa que rompe el orden cotidiano: son como pequeños traumas, sin darle a la palabra ninguna carga psicológica. Por eso lo armé de a pedacitos y no aspira a reconstruir un itinerario, una vida y mucho menos un yo” (Molloy, entrevista con Ariel Schettini, 17 de agosto de 2003)

Mis Molloy transoñadas. “Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una transoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entraña” (Borges, “La nadería de la personalidad”).

La réalité ne se forme que dans la mémoire. “Seguimos caminando por la ciudad; casi sin hablar, lo cual es nuevo entre nosotros. Te convido con algo, me dice de repente cuando llegamos a Córdoba, si querés un copetín, como decían antes. Pido un café, él otro. Siento la incomodidad que sentiría con un amigo, mejor, con un amante con quien hubiéramos decidido, de común acuerdo, separarnos. Me mira ladeando la cabeza: te voy a extrañar ¿sabés? Porque sé que no me vas a escribir. Se me anuda la garganta y no puedo contestar. Agrega: Quise a tu madre, y ahora te quiero a vos. Y luego, reponiéndose: ‘La réalité ne se forme que dans la mémoire’, no te vayas a olvidar. No necesito decirte de quién es la cita” (Molloy, El común olvido).

“Varia imaginación, que en mil intentos,/ a pesar, gastas, de tu triste dueño,/ la dulce munición del blando sueño,/ alimentando vanos pensamientos”. “Mi madre se replegó más y más en un mundo suyo, hecho de recuerdos y, sobre todo, de conjeturas, invariablemente catastróficas. Poco sabía de mi vida, sólo la mísera porción que yo, mezquinamente, le cedía para atajar preguntas. Ella suplía lo no contado con la imaginación” (Molloy, “Varia imaginación”).

Molloy, dans la chambre de sa mère. “Je suis dans la chambre de ma mère. C’est moi qui y vis maintenant. Je ne sais pas comment j’y suis arrivé… Je ne sais pas grand’chose franchement. La mort de ma mère, par exemple. Était-elle déjà morte à mon arrivée? Ou n’est-elle morte que plus tard? Je veux dire morte à enterrer. Je ne sais pas. Peut-être ne l’a-t-on pas enterré encore. Quoi qu’il en soit, c’est moi qui ai sa chambre. Je couche dans son lit. Je fais dans son vase. J’ai pris sa place. Je dois lui ressembler de plus en plus. Il ne me manque plus qu’un fils” (Beckett, Molloy).

Mi literatura es mía en mí. “Poco a poco mi tesis se fue transformando en una suerte de laboratorio de lecturas, mías y de otros: la oportunidad de leer de otra manera, es decir de leer libros otros, y también de ver cómo se leían los libros una vez que se los desubicada, que se los separaba de su contexto cultural. Así, por ejemplo, aquel crítico y traductor francés que, no percibiendo el afrancesamiento de Darío como un ejercicio de pose irónico y estéticamente distanciador, criticaba al poeta nicaragüense por distraerse con esos juegos fáciles en lugar de escribir sobre ‘lo suyo’. Al escribir esa tesis no sólo me encontré con libros nuevos: me encontré con maneras de leer distintas de la mía. Lejos de desecharlas como frívolas o erradas, procuré comprenderlas; así, de algún modo, pasaron a ser parte de la mía” (Molloy, Citas de lectura).

Je est un autre. “The alterity of self-figuration through reading, I would argue, is a move introducing uncanniness in the autobiographical venture. It is not surprising then that behind the readings one appropriates in order to compose one’s own voice, lies a question, a want that echoes throughout these texts and is never satisfied: I am other. But what?” (Molloy, At face value).

El peligro de ser otro. “En el 67 acepté un puesto de tres años en Estados Unidos, y a pesar de haberme asegurado de antemano que podía renunciar al cabo de un año si la experiencia no resultaba, viajé con la mayor parte de mis libros, lo cual era viajar con la casa a cuestas. La mayoría eran libros franceses, lo que me valió el minucioso escrutinio de un vista de aduana, convencido de que una edición de Tristes Tropiques con un retrato de un indio tupí en la cubierta era un libro latinoamericano subversivo. Fue la primera vez que sentí que ser otro podía volverse algo peligroso” (“Back home: un posible comienzo”).

Méconnaissance porteña. “Me he vuelto impaciente. Fantaseo vidas paralelas. Me veo en distintos países, me pienso en distintos idiomas, como para multiplicar espacios y ganar tiempo. En una de mis fantasías, regreso a la Argentina, me invento una vida en Buenos Aires. Es una fantasía muy pobre porque intenta retomar aspectos de la vida que dejé allí hace más de 25 años. No retomo acontecimientos ni relaciones, sí lugares. Por ejemplo, me veo de nuevo viviendo en Palermo, me veo comprando remedios en la misma farmacia, comida en el mismo almacén de entonces. Por alguna razón, la comida es muy importante: el queso, el jamón, el dulce, el café, el pan adquieren dimensiones auráticas. Fantaseo perversamente un comadreo con vendedores, con otros clientes. Una lengua callejera de la que nunca participé cuando vivía allí: era más bien hosca. La última vez que estuve en Buenos Aires me pasó algo extraño. Busqué el edificio donde había vivido pero no lo encontré. Es decir, pasé por uno que tenía que ser el mío, pero no lo reconocí” (Molloy, introducción autobiográfica, entrevista con Graciela Speranza, noviembre de 1993).

Biografía, pintura y errancia. Sylvia Molloy nació en 1914 en South Shields, cerca de Newcastle, y vivió en el norte de Inglaterra hasta 1938. Comenzó a pintar retratos cuando era estudiante en Armstrong College, University of Durham, donde se formó con el famoso impresionista René Ernest Joseph Eugene E. Entre 1938 y 1940 vivió en Rangoon, Birmania, pero ante la inminente invasión japonesa, en 1942, viajó a la India donde vivió hasta el final de la guerra. Fue feliz en Simla y en Lahore (viajaba a menudo a Pakistán) y durante esos años se dedicó por completo a la pintura de paisajes impresionistas que evitaban con enfática deliberación cualquier forma del color local. Luego de un breve retorno a Newcastle, en 1947 volvió a mudarse, esta vez a Johannesburg, Sudáfrica. Los dieciséis años que pasó allí fueron los más prolíficos de su carrera. No sólo produjo un centenar de cuadros, dibujos y bocetos inspirados en escenas cotidianas de su vida en Birmania, India, Pakistán y Sudáfrica, sino que además dirigió una escuela de arte semiclandestina en la que se dedicó—en franco desafío a las leyes del apartheid—a formar estudiantes negros que ella misma reclutaba en los townships de la ciudad. En Sudáfrica comenzó a experimentar con prácticas estéticas situadas en el límite de la pintura y la escritura, y a partir de esas exploraciones publicó la ficción autobiográfica The Burma Bride. Nunca dejó de viajar, pero en 1963 decidió regresar a Inglaterra para enseñar en St. Francis College, en Letchworth, Hertfordshire. Sus pinturas están exhibidas en la India Office Collections de la British Library, y en la Royal Academy of Arts (Siskind, nota biográfica basada en los folios de Sylvia Molloy alojados en la sección de archivos y manuscritos de la India Office Collection, British Library).

Nación y represión. “D’Halmar llama la atención sobre el impulso represivo de todo discurso nacional hegemónico, discurso dentro del cual la diferencia sexual no podía, no debía—o no puede, no debe—caber: donde ‘lo nuestro’ no puede prolongarse y termina, si no bajo las ruedas del ferrocarril, entonces en el closet de la nación” (Molloy, “Sexualidad y exilio”).

Sentido de su ausencia: si yo me atrevo/ a mirar y a decir/ es por su sombra/ unida tan suave/ a mi nombre. “Siempre se escribe desde una ausencia: la elección de un idioma automáticamente significa el afantasmamiento del otro pero nunca su desaparición. Ese otro idioma en que el escritor no piensa, dice Roa Bastos, lo piensa a él” (Molloy, Vivir entre lenguas).

Escritura de la pérdida. “¿Qué y cómo hubiera escrito de haberme quedado en la Argentina? La pregunta que sobrepasa a esas dos, y que acaso sí me atrevo a contestar, es más sencilla: ¿hubiera escrito? Tiendo a pensar que no, que para mí la escritura surge precisamente del desplazamiento y de la pérdida: pérdida de un punto de partida, de un lugar de origen, de una casa irrecuperable” (Molloy, “Back home: un posible comienzo”).

Uncanny homecomings, la posibilidad de un homenaje. “El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras; la hora, el atardecer. Todo (como suele ocurrir en los sueños) era un poco distinto; una ligera magnificación alteraba las cosas. Elegíamos autoridades; yo hablaba con Pedro Henríquez Ureña, que en la vigilia ha muerto hace muchos años. Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó;  ¡Ahí vienen! y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro a cinco sujetos salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Todos aplaudimos, llorando; eran los Dioses que volvían al cabo de un destierro de siglos. Agrandados por la tarima, la cabeza echada hacia atrás y el pecho hacia adelante, recibieron con soberbia nuestro homenaje” (Borges, “Ragnarök”).

En breve cárcel traigo aprisionado,/ con toda su familia de oro ardiente,/ el cerco de la luz resplandeciente,/ y grande imperio del amor cerrado. “Desamparada, se aferra a las páginas que ha escrito para no perderlas, para poder releerse y vivir en la espera de una mujer que quería y que, un día, faltó a una cita. Está sola: tiene mucho miedo” (Molloy, En breve cárcel).

Codalas Molloy. Sylvia es todas las Molloy que inventamos, leemos, proyectamos e invocamos para admirar, imitar, traducir, para desanudar nuestras propias escrituras, para ser otros, para urdir las ficciones que nos sostienen (si es que en verdad nos sostienen), las ficciones hechas con  retazos de la memoria (“Plumetí, broderie, taffeta, falla, gro, sarga, piqué, paño lenci”), y para decirnos, con infinita arrogancia, que de alguna manera, formamos parte de la constelación Molloy. Sylvias imaginarias que no son una (“la personalidad es una transoñación”), y que sin embargo nos marcan de maneras que no podemos anticipar, que no hubiésemos podido anticipar si, por ejemplo, un día, a principios de septiembre de 2001, llegáramos a New York, decididamente perdidos, y viéramos a Sylvia, a una de las Molloy, a la Molloy-diva-académica, justo en el momento en el que entra al aula de 19 University Place (anteojos de sol à la Jacquie Onassis, foulard marrón colgado del cuello, dos carpetas de colores en la mano izquierda) para dar la primera clase de su mítico seminario sobre Borges, un seminario organizado alrededor de un saber generoso y receptivo, que inmediatamente se iba a revelar como la superficie sobre la que se desplegaría la performance de una sensibilidad crítica única. 

Por ejemplo, un seminario que Sylvia abriera diciendo que Evaristo Carriego, y sobre todo el epígrafe de De Quincy (“a mode of truth, not of truth coherent and central, but angular and splintered”), cifran la posibilidad de una poética borgeana, y que en ese momento, en esos primeros minutos de nuestro primer seminario con Sylvia, intuyéramos (Lena, Nathalie, Ale, Javier, Erin, Mariano y yo) que en esos restos y esas astillas de una verdad que ya no podía ser recuperada como totalidad estaban las claves para leer el ethos del mundo-Molloy en el que, a partir de ese momento, querríamos poder inscribirnos: el modo angular y astillado de ser Molloy, de ser muchas Molloy, todas las Molloy que necesitáramos inventarnos. Así es entonces mi homenaje, Sylvia queridísima, angular and splintered, un collage hecho con retazos de todas las Molloy a las que tanto amo y tanto les debo. 

MS

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