OÍD EL RUIDO

Música y locura para un nuevo Mile(i)narismo

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En el discurso inaugural de esta era, la transición entre Sinceramente y el comienzo del “sinceramiento” económico, un Javier Milei de dicción enrarecida recitó de espaldas al Congreso su poema épico del ajuste. Lo acompañó de cálculos, silogismos y datos falsos. Le faltaba sin embargo un cantar de gesta. Vaya si lo tuvo. En el propio Teatro Colón. Gesta y gesto. Celebratorio o indigesto, según la oreja y el ojo que captaron los entremeses de la velada paqueta.

Milei volvió mejor al Colón. Nada de chiflidos esta vez, ni glosas musicales de la marchita tan marchita o malas escuchas. “Balada para un loco”, de Astor Piazzolla y Horacio Ferrer, ocupó un momento central de la gala presidencial. El Loco –al menos así se llama la jugosa biografía de nuestro hombre de Estado, escrita por Juan Luis González– tuvo ahí su canción personalizada, y no fue otra cosa que la misma voz de la locura enunciada alegremente en primera persona. “¡Viva! ¡viva! ¡viva! / ¡Loco él y loca yo! / ¡Locos! ¡todos! ¡locos! / ¡Loco él!”, concluía en su versión de 1969, cuando la cantaba Amelita Baltar. Si lo hacía Roberto Goyeneche se cambiaban los artículos. El “yo” en la velada fue masculino y le tocó a Raúl Lavié.

Veamos qué puede haber detrás de esto.

I

Decía Blas Pascal, a fines del siglo XVII: “Los hombres están tan necesariamente locos que no estar loco sería estar loco por otra forma de locura”. La locura tenía un estatuto antes de llegar la institución médica: el monólogo de la razón sobre la locura, según Michael Foucault. “La locura, cuya voz el Renacimiento ha liberado, y cuya violencia domina, va a ser reducida al silencio por la época clásica, mediante un extraño golpe de fuerza”. En el camino de la duda, recuerda en su Historia de la locura, Descartes la encuentra al lado del sueño y de todas las formas de error. Foucault señala que la relación Razón-Demencia constituye, para Occidente, “una de las dimensiones de su originalidad” y que esta se define a través de ese abismo que la amenaza. Detrás de la fórmula de la locura se rechaza algo que representa lo Ajeno, un vacío hueco, un espacio blanco mediante el cual se aísla. Foucault es el arqueólogo de todas experiencias amenazadoras. Y, en sus investigaciones, reclama “hablar de la experiencia de la locura”, recuperarla antes de su captura por el saber y el discurso científico, dejarla que se exprese ella misma.

Cuando la locura tiene todavía derecho de ciudadanía en la sociedad, en pleno Renacimiento, existe ya un movimiento de escisión que actúa sobre dos formas de locura. Por un lado, la de los cuadros de El Bosco o Pieter Breugel. Parecen revelar el secreto profundo en el que se aniquilará la verdad de nuestro mundo de apariencias: una locura que tiene que ver con las fuerzas del mal y las tinieblas. Por otro lado aparece Erasmo a mediados del siglo XV y, en su Elogio a la locura, la hace entablar un diálogo con la razón, pero guardando distancias. Se invoca a la locura para dirigir su fuerza crítica contra las ilusiones humanas y su propósito. Surge, entonces la separación que se irá acentuando con el correr de los siglos. De un lado, la ciencia médica. Por el otro, las figuras trágicas: Francisco Goya, Vincent Van Gogh, Friedrich Nietzsche, Antonin Artaud. Lo que cambia a partir del siglo XVIII es que la locura va a ser encerrada y proscrita. Se la interna. A su portador se lo funde con un grupo de reclusos. Así nacen las instituciones y las condiciones para constituir a la locura en “enfermedad mental”.

A principios del siglo XIX, la locura se instala en el arte con un doble rostro: provoca tanto atracción como terror. En su libro Aurelia, de 1855, el francés Gerard de Nerval describe sensaciones y visiones durante un período de enfermedad mental. Escritores, pintores y músicos coquetean con esa otredad: la locura es imaginada como fuente de energía creativa. El escritor alemán Johann Christian Friedrich Hölderlin pasó sus últimos años completamente esquizofrénico y tocando el piano en un altillo (lo mismo haría Nietzsche: clusters y sintaxis que desafiaban la razón musical). La literatura de E.T.A Hoffmann ejerce especial fascinación en Robert Schumann, alguien que ya desde los 17 años teme volverse tan loco, como Charly García en 1982 y más allá. En esas historias, lo cotidiano coexiste con lo alucinatorio. Además de gran apologista de Beethoven, Hoffmann es autor de la novela El gato Mur en la que la mascota se convierte en relator y autor de la biografía de un joven músico perturbado. Los miedos se hicieron realidad en Schumann. En 1854 y a los 44 años, dos antes de morir, y tras un intento de suicidio, se encerró por voluntad propia. El autor de Kreisleriana también rechazaba lo oscuro. Y la tensión entre esas dos polaridades tiene su mejor expresión musical previa a Richard Wagner. Se la puede encontrar en la suspensión de la lógica musical, destruyendo en esa pieza, tan cabalmente comprendida por Martha Argerich, la sensación de compás del oyente.

II

 Recuerda John T. Hamilton en Music, Madness, and the Unworking of Language que música y locura limitan el lenguaje desde los lados opuestos: “desde arriba o desde abajo de la norma subjetiva”, o bien desde una posición compartida: “la esfera o el escenario de la inmediatez en oposición a la mediación propia del acto de reflexionar”. En cualquiera de los dos casos, esa música despojada de palabras y la locura “parecen constituir un origen del lenguaje que no es comprendido por el lenguaje”. Lo desentrañan ocupando espacios que residen “como el núcleo inaccesible de la obra”. Constituirían su “propia interrupción interna”.

Si existen esos resquicios de lo incomunicable, cómo entender hoy la canción de Piazzolla y Ferrer y su absurdo textual (solo aceptable si uno está bajo los efectos embriagadores del amor, y en ese caso podría haber sido también Palito Ortega el que nos emociona con “´por querer como te quiero todos mis amigos dicen que estoy loco”). ¿Puede pasar alegremente por el juicio crítico? Sí y no. Razones afectivas, ante todo. Ese despropósito en tiempo de valsecito, tan piazzolleano en su bella configuración melódica, funcionó como suceso discográfico 54 años antes de que sea objeto de reconocimiento a un jefe de Estado. La balada nos ofrece claves del fin de la década en la que se estrenó. La canción no podría ser disociada de ciertos tópicos que circulaban como vulgata: el antipsiquiatrismo, la desmanicomialización, el encanto que suscitaba la figura del poeta Jacobo Fijman y, también, el libro de Conversaciones sobre arte y locura entre Enrique Pichón Riviére, uno de los fundadores de la Escuela de Psicología Social, y Vicente Zito Lema. Recordemos que el tema del manicomio aparecía además en “Fermín”, la canción de Almendra, grabada en el mismo 69.

 III

“Me llamó (Jorge) Telerman, tenemos un pedido especial del presidente”, contó Lavié sobre su presencia en el Colón. El pedido era la “Balada…”. Dicho de otra manera: el hombre a quien llamaron Loco había pedido autocelebrarse con ese elogio a la locura de locos lindos. “Guiño en la gala presidencial”, explicó Todo Noticas en su siempre tan didáctico zócalo durante una conversación con el exClub del Clan ganado tempranamente por el tango. “Cómo voy a pasar cachet. Lo hago de corazón. No debo cobrar una cosa semejante. Estar presente en este nuevo cambio que esperemos que sea exitoso”, explicó Lavié. Y el cambio, draconiano, con su brazo punitivo en alto, quizá habría obligado a cambiar parte de la letra. Un estribillo posible sería este:

Ya sé que estoy pianta'o, pianta'o, pianta'o

Yo miro a Buenos Aires desde un panopticon

Y a vos que estás tan fiero; salí, rajá

Sentí el loco berretín

Del eléctrico bastón

IV

La locura en la política y la literatura han sido temas de constante indagación para Horacio González. “La locura individual puede no ser fascinante pues solo parece entregarnos sus idiomas rotos, la incomprensión de sus signos, el enredo doloroso de sus formas de existencia. Pero sabemos que considerar como obra de la locura a toda la historia humana, con sus complicadas pasiones y ensueños, nos pone también frente a un hecho borrosamente atractivo”. González ha diseccionado La locura en la historia, un libro olvidado de José María Ramos Mejía, de 1895, por su curioso abordaje en la Argentina que tanto fascina a Milei, la premoderna, de aquello que va del lenguaje privado al colectivo y que nos pone en guardia respecto a lo inesperado, lo irreproducible, lo ineluctable de la experiencia real. “¿Podemos capturar la misma voz de la locura cuando ella habla en los hombres o en el lugar de los hombres, y aún más, saber explicar la falta de sentido radical con la que se presentan los hechos públicos?”.

Foucault invertirá, como hemos visto, el título del texto de Ramos Mejía: Historia de la locura. Entre ambos se cuela por estos días una microhistoria de esta locura, que tiene no solo al momento de la balada como su instante perturbador. Porque al salir del Gran Teatro, la diputada Lilia Lemoine se puso a cantar en castellano y frente a las cámaras “Don't cry for me, Argentina”, la canción insigne de Evita, el musical de Andrew Lloyd-Webber y Tim Rice. “Don't cry…” tuvo, desde 1976, el año en que se conoció el disco de la entonces llamada “ópera-rock”, centenares de versiones. La primera que la grabó en castellano fue Nacha Guevara, en 1977, tres años antes que Paloma San Basilio. Ahora Lemoine se integra como inscripción políticamente bizarra a una serie de grandes encarnaciones del personaje: Julie Covington, Elaine Paige, Patti Lu Pone y una argentina, Elena Roger. La diputada quiso ser una Evita cosplay y sobre las escaleras del Gran Teatro remedó la “escena del balcón” en el musical, cada vez más apegada al imaginario del peronismo clásico a medida que este país se aleja de las bases materiales que dieron sentido. No contenta, y como si se tratara de una Nana libertaria o una tercera marca de Madonna, Lemoine no dudó en volver sobre sus pasos y, en el baño de su casa reincidió en el canto evitero, esta vez en inglés. “En mi casa la opinión era dividida; mi abuela la odiaba... mi mamá la amaba. Yo no podía decir algo negativo sobre Eva Perón porque ella LLORABA. Créase o no. Y no es que desentonamos, no armonizamos”.

V

La política incluye siempre una nota al pie de la insensatez. ¿Qué sucede cuando amenaza con ocupar el centro del texto? “La historia es un relato hecho por un loco, lleno de sonido y de furia y que significa nada”, reconoce Macbeth cuando su suerte está echada, después de regar ríos de sangre. A veces la traducción de aquel descomunal monólogo shakesperiano incluye las palabras “idiota” y “ruido”. Nada cambia. La frase, dice González, contiene un repetido castigo a la arrogancia humana al sustraer dos veces los significados: una vez a las palabras (por el exceso de la furia) y otra vez a los actos (por la ausencia de lógica). Pocos prestan sin embargo atención a la naturaleza de ese ruido/sonido y cómo se articula con los dramas (la locura del poder y el poder de la locura). ¿Y se añadimos a la canción? ¿Cuál sería la nuestra por estos días? ¿“Balada para un loco”? ¿O sería “No llores por mí, Argentina”?

Quizá habrá que reactualizar el sentido de “Loco, no te sobra una moneda”. Escrita por de Billy Bond y popularizada Serú Girán a fines de los setenta, ponía en primera persona el deseo de un roquerito que no se quiere perder el recital de Pappo y pide dinero para escucharlo. Sin embargo, el vocativo, ajeno a cualquier designación psiquiátrica, es ahora asociado a otra figura que retacea algo más que fondos públicos. Y es entonces que el final de aquella canción se nos vuelve advertencia de cuerpo presente. “Tengo miedo de la ley/ Y un palazo en la nuca/ Que me trague la tierra”.

VI

En aquella obra cumbre del teatro isabelino, Banquo, señor de Lochaber, es asesinado por encargo de Macbeth para que no se interpusiera en el camino de este hacia el trono. Antes de que lo pasen por las armas, acompaña al mismo Macbeth al encuentro con las brujas. “¿Hubo algo aquí como eso de que ahora hablamos? / ¿O será que hemos comido de esa raíz loca/ que mete presa la razón?”. Giuseppe Verdi descarta ese comentario cuando escribe su ópera y le hace cantar a Banquo: “¿Quiénes son? ¿Son de este mundo o de otro planeta? Quisiera llamarlas mujeres, pero me lo impiden vuestras repugnantes barbas”.

Christian Peregrino ha interpretado a Banquo en el ciclo de Buenos Aires lírica y se aprestaba a participar del Requiem de Verdi en el Teatro Argentino de La Plata. “Te vas reverenda HDP. Te vas al fin. Ojalá hoy te pongan una tobillera en la pata y no puedas salir más de tu casa, pedazo de excremento mal producido”, escribió previamente en su cuenta de Facebook cuando se consumó la victoria libertaria. El mensaje estuvo acompañado de una imagen de la exvicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. El cantante la comparó también con una “bocha mortadela” por su vestido en la ceremonia de traspaso de mando en el Congreso, donde se la vio reírse en complicidad con Milei.

Peregrino, quien en su cuenta en la red social aparece con una remera que incluye la consigna del partido oficial, había lanzado un grito de indignación por la rechifla contra el anarco capitalista en el Colón en el marco de Madama Butterfly. “Los que entonaron la marcha Peronista desde el mítico foso del Teatro Colón, ¿van a renunciar o pueden cometer semejante falta de respeto sin sanciones?”, se preguntó. Pero lo sancionaron a él y con su apartamiento del Requiem se sintió blanco de la censura, ejecutada a través del sindicato, que lo consideró persona no grata por agresiones virtuales a sus compañeras y compañeros. “Me llamó gente del coro, de administración, de sastrería, de prensa para decirme que lo que sucedió era una locura”, aseguró. “La libertad de expresión condicionada”, dijo La Nación.

La “incomprensión de los signos” es una regla de nuestra actualidad.

AG