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COLUMNA NÓMADE

No tendríamos que dejarle Los Redondos a la sociología

El Indio Solari, atrás Skay Beilinson

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Me acuerdo de aquella época cuando lo que importaba era la música que hacían, las letras que tenían. A mediados de los ochenta llegué a una parte del Amazonas brasileño. Nos metíamos a nadar en un río con un amigo pero antes había que precaverse de que no hubiera un cardumen de pirañas porque te podían hacer mierda. Uno de esos días en que nos estábamos bañando en ese río musculoso, inestable, mi amigo empezó a cantar una canción que me resultó extraña tanto por la música como por la letra, decía: “A brillar mi amor, vamos a brillar mi amor”. Le pregunté de dónde la había sacado y me dijo que era de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota. El nombre me pareció delirante. Mi amigo los había visto una vez en La esquina del Sol, un reducto muy chico donde se tocaba música independiente.  

 Cuando volví a Argentina me puse a escuchar a los Redondos. Había un disco circulando, Gulp!. El nombre del disco también me llamó la atención. Y después la voz del cantante, una voz arguadentosa, incómoda, a la que había que acostumbrarse, parecía la voz que, uno imagina, tienen esos marineros de las novelas de Conrad que bajan en un puerto cualquiera y se ponen a cantar en las tabernas más precarias. Fui a varios de sus shows, eran como su música, húmedos, densos, parecíamos estar en medio de un cabaret oscuro mientras afuera se desataba una guerra mundial. “El club de mantis muy nervioso está/ esas hembras no son dulces no”. “Puede alguien decirme ¿me voy a comer tu dolor?”, las letras eran extraordinarias, nadie me había hablado así hasta ese momento.  

 Para ese entonces con un grupo de amigos hicimos una revista y le preguntamos al Indio Solari si le podíamos hacer un reportaje. Me acuerdo que lo cruzamos a la salida de la discoteca Airport, donde habían tocado, y nos dijo que sí, que nos esperaba en su casa, que fuéramos con Enrique Symns que él sabía llegar. La casa del Indio quedaba en Ramos Mejía, en una esquina, en la calle Bolivar. Mi papá tenía un Dodge rojo que le había comprado a Pepe Biondi. Mi viejo no sabía manejar y nunca aprendió, así que lo manejábamos sus hijos. El auto andaba de vez en cuando. Se quedaba sin frenos, era un desastre. Pero esa tarde nos llevó a mi hermano Juan, al Pelado Calderburg , a Laura Nessi y a mí hacia la primera entrevista de nuestra vida. La entrevista fue muy larga y me acuerdo que en un momento de la noche el Pelado le preguntó al Indio: ¿Vos alguna vez transaste con el Diablo? Y el Indio le respondió: Dos veces.  

 Hace poco encontré la revista en cuestión y me puse a leer lo que nos dijo el Indio esa noche. Le preguntamos si ser un rocker era su ideología. Nos dijo que no. Que era su condición. Y nos puso un  ejemplo: “Mirá hay una cosa que yo dije en los medios y que nadie la rescató y es el ejemplo de Pete Townshend, de los Who. El decía que durante muchos años había estado preocupado en ver cómo se vestía un rocker, hasta que se dio cuenta que él era un rocker, que los rocker se vestían como él”. Y después de contar la fábula de Townshend, nos dijo: “rocker es aquel que sabe que primero no debe perpetuar nada. No debe haber dogma en el rock, si te quita la libertad ya no es el rock que yo creo que es rock, el que me transforma a mí en un rocker”.  

 Estábamos en el living de una casa humilde, tomábamos cerveza, a veces el Indio se paraba e iba a la cocina donde Symns y Virginia, la pareja del Indio, charlaban. En algún momento me invitó a conocer su casa. Yo tenía la sensación de que no caminaba, que me movía gracias a una cinta transportadora. Nos paramos frente a la biblioteca. Era como la biblioteca de Messi: pocos libros.  Pero cada libro era genial: Gurdjieff, Castaneda, Burroughs, Ouspensky. Me mostró también una carpeta con un libro que estaba escribiendo de a poco. “Yo no estoy resignando mi vida  para hacer esto: mi vida es así.  Yo ya decidí que para los redonditos esta es la primera y la última noche”. Nos habíamos tomado un ácido antes de llegar y , en lo que a mí respecta, escuchaba la voz del Indio muy potente y la casa se achicaba y se agrandaba a su antojo. Me fijé cómo estaba vestido yo y cómo estaba vestido él. No nos parecíamos en nada. “Somos rockers, yo, Sky, la Negra. Cuando un rocker aprende a vivir como un rocker ya no tiene cuestionamientos”. Más cervezas. Yo tenía mucha sed, me acuerdo. Mi hermano tenía los ojos achinados porque estaba fumando porro. El Indio prendió unos sahumerios para que no saliera el olor de la marihuana a la calle. “No hay nadie que me garantice que el año que viene tenga que salir a lavar platos porque soy un desposeído, no tengo nada: abandoné la vida sistémica a los diescisiete años”. Alguien le preguntó qué era ser poderoso en la cultura capitalista. Dijo esto: “Ser poderoso implica que a lo mejor podés tener una gran mansión con un gran parque para que juegue tu hijo: pero tienen que estar las cámaras de video barriendo el parque y los guardespaldas, y si vas a comer a un restaurant, tienen que ir un rato antes a ver que hay debajo de la mesa. Si ese es el premio por ser poderoso, si tu hijo no puede salir a la calle porque un chicano le va a cortar la oreja y te la va a mandar en un sobre pidiéndote rescate, si ese es el máximo premio, entonces no se trata de una elección ético moral, se trata de una cuestión práctica y a mí no me interesa…mirá yo no le puedo garantizar a nadie que no lo voy a defraudar, uno sabe en su intimidad que puede tener traiciones, pero estoy seguro que me van a doler en lo profundo de mi corazón”.  

 Antes de irnos le preguntamos por sus letras, que es lo que quería lograr con ellas: “Atrapar la vida en un puño, de eso se trata. Eso es zen. Algo que yo no puedo hacer ya que soy un tanito que está atado al mundo de la ética: pero se me cae la baba cuando leo un haiku..me emociono hasta las lágrimas”.

FC/MG

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