Opinión

El nuevo giro a la izquierda de América Latina

elDiario.es —

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A comienzos del siglo XXI se produjo en América Latina un fenómeno político inédito en la región: el ascenso masivo de la izquierda al poder. La ola había comenzado en 1999 con la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela y cobró fuerza en los años siguientes con los triunfos sucesivos de Ricardo Lagos en Chile, Néstor Kirchner en Argentina, Lula da Silva en Brasil, Leonel Fernández en República Dominicana, Tabaré Vázquez en Uruguay, Evo Morales en Bolivia, Alan García en Perú, Manuel Zelaya en Honduras, Rafael Correa en Ecuador, y Fernando Lugo en Paraguay. En el francófono Haití había gobiernos progresistas desde 1996. En suma, en la primera década del siglo llegaron a coincidir gobiernos considerados de izquierdas en 13 de los 20 países latinoamericanos, incluyendo la longeva dictadura cubana; en Sudamérica, la única excepción a la tendencia fue Colombia.

Se trataba de un colectivo bastante heterogéneo. En un célebre artículo publicado en 2006 en Foreign Affairs bajo el título “El giro a la izquierda de América Latina”, el entonces canciller mexicano, Jorge Castañeda, un intelectual de origen comunista reconvertido al centro-derecha, expuso su teoría de “las dos izquierdas” latinoamericanas, que, pese a lo controvertible, ha hecho carrera en el análisis político de la región hasta el día de hoy. Castañeda distinguía entre la izquierda “radical”, “populista” y “estridente”, en la que incluía a Chávez, Morales y Correa, y la izquierda “moderna”, “reformista” y “correcta” encarnada por Lagos, Vázquez, Lula y, con ciertas reservas, Kirchner. El corresponsal de The New York Times en Montevideo, Larry Rother, ya había esbozado esa distinción en 2005 al inscribir la victoria de Vázquez en Uruguay en una “marea rosa”, expresión con la que bautizó el ascenso al poder de ciertos líderes progresistas que, a su juicio, no encajaban en la etiqueta convencional de 'rojos'.

Sin embargo, más allá de cualquier diferencia, aquellos mandatarios tenían al menos dos cosas importantes en común: la conciencia de que su ascenso al poder obedecía en gran medida a una reacción popular contra el Consenso de Washington, que en la década anterior había implantado el neoliberalismo más feroz en todo el subcontinente con el resultado de un aumento sin precedentes de la pobreza y la desigualdad. Y la convicción de que debían mantener buenas relaciones institucionales entre ellos y avanzar en la integración regional –o, como algunos manifestaban con grandilocuencia, en la construcción de la “Patria grande”-. Este espíritu cristalizó en 2011 con la entrada en funcionamiento de Unasur, organismo con sede en Brasilia que pretendía de algún modo liberar a la región de la tutela de EEUU. Los líderes más influyentes en el grupo eran Lula y Chávez, quien siete años antes había promovido la creación de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), con la participación de los “estridentes” Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua.

Pese a algunos importantes éxitos en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, esa oleada izquierdista comenzó a resquebrajarse en la segunda década del siglo a raíz de múltiples factores, entre ellos las tensiones provocadas por la drástica caída en 2014 de los precios de las materias primas en el mercado internacional –que afectó también a los gobiernos conservadores– y una renovada ofensiva de la derecha para alterar el escenario político. La mala racha empezó en 2009 con un golpe de Estado contra el hondureño Zelaya bajo el señalamiento de intentar perpetuarse en el cargo mediante una reforma constitucional (mejor suerte corrió el presidente derechista de Colombia, Álvaro Uribe, que tres años antes había logrado mediante cuantiosos sobornos una reforma constitucional que le permitió la reelección). En 2010, el derechista Piñera llegó a la presidencia en Chile. Dos años después, el paraguayo Lugo fue depuesto por el Congreso por un supuesto “mal desempeño de funciones”, decisión que provocó el rechazo de la comunidad internacional. En 2015, el derechista Macri ganó en Argentina. Al año siguiente, el Senado brasileño destituyó a la socialista Dilma Rousseff bajo la acusación de haber maquillado las cuentas públicas y, en Perú, saltó por los aires una década de gobiernos de izquierdas en medio de acusaciones de corrupción. Un año más tarde, el flamante presidente ecuatoriano Lenin Moreno rompió con su mentor Correa e imprimió a su gobierno un inesperado sello derechista. Una de las consecuencias de todo el terremoto político fue el hundimiento de Unasur, que quedó reducido hasta el día de hoy a Venezuela y Bolivia, más Guyana y Surinam.

Esta cadena de acontecimientos llevó a los analistas a certificar el fin del “giro a la izquierda” y, por extensión, el fracaso de una ideología que desafiaba los principios avasalladores del neoliberalismo. Sin embargo, la política latinoamericana, siempre generosa en sorpresas, está dando un nuevo e impetuoso vuelco hacia la izquierda. El punto de inflexión fueron las elecciones de 2018 en México, el segundo país más populoso de la región, en las que resultó ganador López Obrador. Al año siguiente se produjeron las victorias de Laurentino Cortizo en Panamá y Alberto Fernández en Argentina. En 2020, el delfín de Evo Morales, Luis Arce, ganó la presidencia en Bolivia tras un año turbulento en que la derecha, en una operación de insostenible legitimidad democrática, se hizo con las riendas del país en medio de acusaciones a Morales de fraude electoral y maniobras para perpetuarse en el poder. En 2021 se sumaron tres cambios más, sin contar las cuestionadas elecciones en Nicaragua que revalidaron en el poder a Daniel Ortega: los triunfos de Pedro Castillo en Perú, Xiomara Castro –esposa del depuesto Zelaya- en Honduras y Gabriel Boric en Chile.

En este momento, 12 países latinoamericanos tienen presidentes de izquierdas, incluyendo a Boric, que tomará posesión en marzo próximo. La nueva marea progresista obedece a un cúmulo de factores, muchos de ellos explicables por las singularidades políticas nacionales, pero tiene como telón de fondo el agravamiento de la pobreza y la desigualdad en la región por el impacto de la crisis de 2008, el descontento creciente con la democracia y las instituciones, la descomposición del sistema tradicional de partidos y la ira contra la corrupción política. Este inquietante cóctel desencadenó en 2019 estallidos sociales en varios países, con especial intensidad en Ecuador, Chile y Colombia, que fueron reprimidos con brutalidad por la Policía. Precisamente, una de las novedades del caso chileno es que el joven presidente electo no procede de la socialdemocracia que ha gobernado 14 de los últimos 21 años en su país, sino de los círculos que lideraron las protestas callejeras.

Algunos expertos hablan ya de un “segundo giro a la izquierda” en América Latina, pese a que también se han producido vuelcos en el sentido contrario, con las victorias de Bolsonaro en Brasil, Lacalle en Uruguay, Lasso en Ecuador y Abinader en República Dominicana. El calendario electoral de 2022 contempla dos citas de enorme trascendencia para la configuración del tablero político regional. En mayo habrá comicios presidenciales en Colombia, socio privilegiado de EEUU en el subcontinente y único país sudamericano que no ha tenido un gobierno de izquierdas. Todas las encuestas otorgan una ventaja abrumadora al exguerrillero izquierdista Gustavo Petro, aunque está por ver si consigue los votos suficientes para doblegar a las potentes maquinarias clientelares que harán hasta lo imposible por cerrarle el paso. Y en octubre los brasileños irán a las urnas, con un Bolsonaro hundido en los sondeos y un Lula fortalecido y deseoso de competir por la presidencia.

Con independencia de lo que suceda en ambos países, el interrogante es qué implicaciones tendrá esta nueva oleada de gobiernos de izquierda, sobre todo si se considera que algunas circunstancias han cambiado desde el anterior “giro”. La situación económica se ha agravado, aún más si cabe, por los efectos de la pandemia del COVID. Los precios de las materias primas siguen estancados, lo que dificultará la ejecución de políticas sociales ambiciosas. Ya no existe –para bien o para mal, según se opine- la poderosa presencia de Hugo Chávez, y Venezuela, otrora rebosante de petrobolívares para alegría de sus países hermanos, está sumida en la pobreza. Y en los discursos de la mayoría de los líderes han desaparecido, o al menos bajado de tono, las proclamas de integración regional, aunque cabe imaginar que prevalecerá en cualquier caso un clima de respeto institucional. Esto supondría, entre otras cosas, un balón de oxígeno para Maduro y un golpe al ya muy debilitado reconocimiento de Guaidó como presidente interino. Por otra parte, la sociedad ha experimentado en los últimos años profundas transformaciones, entre ellas la atomización de los colectivos reivindicativos, que exigirán nuevas respuestas por parte de los gobernantes.

En este segundo giro a la izquierda de América Latina hay, de momento, muchas más preguntas que certezas. Y es probable que algunas de las respuestas más interesantes salgan de Chile, por la singularidad de su proceso.