SOY GORDA (ESEGÉ)

El origen de la crueldad

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Son muchos, pero no son todos. Miles, cientos de miles. ¿Millones? Las cifras no se encuentran en los censos ni en las encuestas. En la mayoría de las sociedades contemporáneas, la construcción social de lo varonil busca encontrar una modalidad resistente a los cambios inaugurados por la expansión del feminismo.

Ocurrió brutal y vertiginosamente, casi sin que nos diéramos cuenta, mientras los modelos de género tradicionales se iban borrando. Los machos han armado la guerra. Algunos son “incels”, célibes involuntarios unidos en su violenta misoginia, perdedores de agresión acumulada que los ha llevado a una violencia extrema. El odio ha echado raíces en ellos y suelen tener un líder al que siguen sin pensar en la consecuencia de sus acciones, las de aquel y las propias. Y tienen una clara incidencia en la realpolitik.

Es difícil establecer cuándo comenzó el conflicto entre el actual presidente de la Argentina, sus seguidores y las mujeres. También lo es precisar sus causas totales. Pero su expresión está a la orden del día. Cierta tensión entre una parte del movimiento feminista -que excluyó a los varones de su lucha- también está en la etiología del problema. Aunque no explica el resentimiento ni las emociones extremas que surgen de Milei y sus seguidores, afines al rechazo y al maltrato hacia lo que consideran débil.

En Ritos de virilidad en la adolescencia, dice el antropólogo David Le Breton (Francia, 1953): ser rudo, escandaloso, beligerante; maltratar y fetichizar al género femenino; buscar solo la amistad de los hombres, pero también detestar al colectivo LGBT+; hablar de manera grosera; denigrar las ocupaciones de ellas. Sus valores se expresan de manera caricaturesca: insultar en vez de hablar; ponerse la gorra, escupir, mirar siempre hacia abajo, hablar al vesre, usar procedimientos desleales.

Tener que rendir cuentas está ausente de sus hábitos, porque el otro como sujeto no cuenta. Ven a la sociedad como una selva donde es normal que las fragilidades sean aún más explotadas o ridiculizadas.

Sobresignifican su fuerza física, se afirman en un contexto económico y social con poco margen para construir la autoestima. Además, consolidan el orden rígido del género que plantea la dominación masculina no solo como una relación de fuerzas permanente, sino como un hecho natural que no tolera ninguna condena. Cualquier motivo es bueno para afirmar sus prerrogativas: un empujón, una mirada, un insulto real contra la madre o la hermana, una pelea con la novia o la mujer

Convertirse en un hombre es una tarea difícil para muchos jóvenes que carecen de mayores confiables, con quienes hablar y compartir. El proceso muchas veces adopta formas peligrosas, con ritos de virilidad entre pares y alabanzas a la violencia. El maltrato de otros y otras es el carné de identificación y la puerta de ingreso para ser admitidos.

El vínculo con el otro casi no se construye, es instrumental, unilateral y se estructura en torno a un yo todopoderoso en el que el otro no está integrado. Ese distinto es un obstáculo, un enemigo si reacciona, no tiene espesura. Las mujeres, sobre todo las chicas, sienten que tienen que franquear los peajes de ellos, materiales o simbólicos, cuando dominan las calles, las examinan y abren la boca. Ellas calculan como acelerar su paso o cambian sus trayectos para ser invisibles. La violación colectiva es una forma de fortalecimiento del grupo. “A que no te animas” es una frase corriente. Pero cuando están solos, cuando dejan al grupo son totalmente débiles.

El deseo de estar por encima de los otros, de gozar de una sólida reputación, de ser un cabecilla los anima. Al no tener otros medios para demostrar que son alguien, están en una provocadora y constante puesta en escena de su presencia. La obsesión por el reconocimiento y el respeto demuestra lo endeble del sentimiento de sí mismos. La presión del grupo es despiadada. Perder su estima es el peor de los peligros.

El chico sabe muy pronto que no debe “dejarse pisotear” sino hacer ruido, reprimir el dolor o, al menos disimularlo, tener un lenguaje escatológico en la vida privada y pública. También, bancarse el alcohol aunque no le guste, rebelarse contra las normas, distanciarse de la ley.

La memoria de estos hombres y por tanto su identidad se va cimentando luchando contra los límites, en actos como transgredir una prohibición, engañar a un maestro, burlarse de una mujer. El desprecio, el riesgo y la velocidad son algunos de los medios radicales en que ponen en juego su integridad física. Siempre que hacen prevalecer su punto de vista construyen su propio héroe y su leyenda. Y esa perspectiva carece entre los suyos de una mirada crítica.

En la adolescencia, los chicos se lanzan a la vida social con desafíos y provocaciones que son perjudiciales para los demás. Y aunque los perturban los cambios corporales, sienten que les darán un incremento de poder frente al mundo. Necesitan “ser alguien” en su barrio o en cualquiera de los escenarios en los que se mueven.

Es un desequilibrio entre lo material y lo intelectual a favor de lo primero. El impulso privilegia el mero presente por sobre el futuro y se miden con los de su propio sexo, mucho más que con las chicas.

Pueden ser extremistas, adeptos a una secta o, como sucede en la actualidad, parte de las filas de la ultraderecha donde, a diferencia del resto del espectro político, las mujeres casi brillan por su ausencia.

Su existencia adquiere sentido al tener un objetivo. Como caricaturas de los estereotipos de género, definen su relación con el mundo erradicando toda piedad, dejando de ver el rostro del otro en su singularidad y su proximidad, convirtiéndolo en un obstáculo o, directamente, en la encarnación del mal. “Se la buscaron”, se justifican.

Son la muestra más acabada y extrema del individualismo, separados de aquella emoción tan mentada hoy en día, la empatía.

LH