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Borcegos y tacos aguja

Soy plusválida, una geisha de la escritura: pero, ¿a quién le importa si gozo?

El periodismo y la literatura, diferentes opciones de sobrevivencia.

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Primero, quiero decir: soy consciente de mis privilegios; también, aunque relativamente, de mis derechos. Dicho esto: cada vez que me quejo por alguna cuestión laboral (y me quejo bastante, lo reconozco, no solo por eso, y puedo resultar molesta, también lo reconozco) y alguien me dice “Pero te gusta” o “Pero lo disfrutás”, me enojo (y me enojo bastante, lo reconozco; no solo por eso, claro). 

Si la persona que me hace ese comentario es una amiga, amigo, colega, o alguien de mi familia, bueno, vaya y pase. Se supone que las personas que te quieren te hacen comentarios bienintencionados, y hay cierta tendencia a tirar para arriba, ver el medio vaso vacío o el lado bueno de las cosas, y demás lugares comunes que, no por tales, son menos válidos. El problema no es ese, aunque también lo sea.

El verdadero problema es cuando me lo dice alguien que en la jerarquía laboral está por encima, digamos, jefe, jefa, empleador/a, etc. La conjunción adversativa (el “pero”) cobra mucha fuerza, y funciona como nexo imprescindible para aquella parte de la frase que se elide: ¿para qué repetir, si la queja ya está dicha, instalada? Aunque aquí deberíamos ajustar el cinturón de las palabras, cuando ya no es queja, es reclamo, económico en la mayoría de los casos (si no siempre). 

Para decirlo todo: “Cobrás poco, pero te gusta”; “Te da mucho trabajo, pero lo disfrutás”. Eso sería si les jefes en cuestión repusieran la primera parte de la frase. El caso, quiero aclarar, no aplica en situaciones de reclamo gremial o de pedido de aumento salarial. Ahí todo el mundo se cuida de hablar de placer; en cambio, adopta la versión de la empresa y opta por la escasez: pocas ventas, pocas ganancias, crisis, ir a pérdida. En definitiva, el discurso se desliza hacia la falta de.

Me pasó muchas veces, por eso lo cuento, y por eso también, empecé a preguntarme por dónde pensarlo. Como no me alcanzaba con la plusvalía (el valor no pagado de lo producido al trabajador que crea un plusproducto del cual se hace propietario el empresario, como lo define Marx en El Capital) busqué otras derivas. Llegué (terapia mediante) al plus-de-goce de Lacan, que lo escribe en difícil. Cito: “El plus-de-goce es función de la renuncia al goce por efecto del discurso. Esto es lo que da su lugar al objeto a. En razón de que el mercado define como mercancía cualquier objeto del trabajo humano, sea el que fuere, este objeto lleva en sí algo de la plusvalía. El plus-de-goce es, de este modo, lo que permite aislar la función del objeto a.”

El goce es plusvalía cuando de cuestiones de mercado se trata, y eso incluye a todas las ramas del arte. Entiendo que Plus-de-goce sería lo que el capitalismo genera para que las personas vayan a trabajar contentas y felices o todo lo contrario (goce no es placer, es también sufrimiento), y así mantener el control.

El artículo se titula justamente “De la plusvalía al plus de goce” y hoy que estoy en modo confesiones, siento que estoy invadiendo territorios. Aclaro que en estas lides toco de leídas.

También Roland Barthes cruzó plusvalía con escritura, y Marx con Freud, en su célebre artículo devenido libro: El placer del texto (1973), donde habla de plusvalía retórica, de riquezas excedentarias, establece diferencias y fronteras entre placer y goce en una línea lacaniana, y se mete a fondo con la cuestión económica en literatura. Algo que en 2022 trajo Guillermo Saccomanno a la palestra cultural argentina con el discurso inaugural de la Feria del Libro de Buenos Aires, a partir del cual escribí esta columna: El trabajo se paga - elDiarioAR.com, y sobre lo cual sigue habiendo malentendidos.

Da ganas de hacer la gran Pierre Menard de Borges y copiar todo, absolutamente todo, lo que escribe Barthes. Pero no puedo, de modo que elijo, recorto (escribir es recortar): “La modernidad realiza un esfuerzo incesante por sobrepasar el intercambio (excluyéndose de la comunicación masiva), al signo (por la exclusión de sentido, por la locura), a la sexualidad normal (por la perversión, que sustrae el goce a la finalidad de la reproducción). Y sin embargo no hay nada que hacer: el intercambio recupera todo aclimatando aquello que parece negarlo: toma el texto y lo pone en el circuito de los gastos inútiles pero legales, reubicándolo en una economía colectiva (aunque fuere solamente psicológica): a título de potlatch la inutilidad misma del texto se convierte en útil. Dicho de otra manera, la sociedad vive sobre el modo de la división: aquí un texto sublime, desinteresado, allá un objeto mercantil cuyo valor es… la gratuidad de ese mismo objeto. Pero la sociedad no tiene ninguna idea de esa división: ignora su propia perversión. Las dos mitades en litigio tienen su arte: la pulsión tiene derecho a su propia satisfacción, la realidad recibe el respeto que le es debido. Pero -agrega Freud- lo único gratuito es la muerte, como cada uno sabe.

Bajo a tierra (y al presente). Concretamente: en las profesiones precarizadas que ejerzo (la precarización laboral no es patrimonio de quienes escribimos ni mucho menos, y la culpa de clase también me lleva a disculparme): el periodismo y la literatura en sus diferentes opciones de sobrevivencia (escrituras varias, dictado de clases y de talleres, etc), cuando quisiera escribir libros y columnas, además de andar en bici, tomar sol, leer o vivir de viaje (si me preguntan, y no afirman, sobre lo que me gusta, va por ahí), el placer está afuera, en el texto

Y no estoy de acuerdo con que los textos escritos al calor de cierto goce son mejores ni transmiten mejor eso mismo. Puede haber o no sufrimiento (de nuevo, plus-de-goce) y eso solo importa para el morbo, no para el producto u objeto terminado (como dijo Lacan: todo objeto producido en el capitalismo es mercancía, y ahí ponemos Marx a fondo). 

No es como en “Satisfaction”, de los Stones (que sí ganaron millones con su arte): “It’s only rock and roll, but I like it”. Así como no trabajo porque me gusta sino porque lo necesito, tampoco escribo para gozar, sí para hacer gozar. Soy una geisha de las palabras: mi propio placer deviene bonsai. Pero una geisha plusválida, podría agregar. Y preguntar: todo lo que siento, gozo, disfruto, sufro, me gusta o todo lo contrario, ¿a quién le importa, más que a mí? ¿eh?

A la cita de Freud sobre la muerte como lo único gratuito, Barthes, sin embargo, agrega: “Para el texto, la única gratuidad sería su propia destrucción: no escribir, no escribir más, salvo si se es siempre recuperado”.

GS

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