A veces, viajar es moverse no sólo en espacio sino también en tiempo. Vine a Berlín por una beca y siento que no sólo recorrí 11.000 kilómetros, sino que me retrotraje más de dos décadas. Es que la capital de Alemania da un debate que en Buenos Aires empezó hace mucho: enrejar o no los parques. En el centro está uno de sus espacios verdes más icónicos, el Görlitzer, en el corazón del alternativo y a la vez gentrificado barrio de Kreuzberg.
“Es el más argentino de los parques berlineses”, me dice el urbanista Mauricio Corbalán, que vivió en esta ciudad. “Hay mucha participación y tiene muchos usos más allá del paisajístico, que es el predominante en Berlín”, alega.
El “Görli” nació a principios de los noventa como espacio ocupado por parte de los propios ciudadanos, que exigían un espacio verde en el lugar dejado por una antigua estación de trenes. En las seis manzanas a lo largo que lo forman conviven familias con niños, turistas café en mano, burros y cabras de una granja para chicos, amantes del tecno, personas sin techo, asadores de parrilla portátil, adeptos al avistaje de estrellas y emprendedores del narcomenudeo.
La diversidad del Görli hace juego con las coloridas paredes de los edificios que lo rodean. Como dirían los alemanes, es “bunte”, adjetivo que puede traducirse como “diverso” y también como “colorido”. “Berlin bleibt bunt” (“Berlín sigue siendo diverso/colorido”), reza el primer cartel vecinal que vi en la ciudad, colgado del balcón de un complejo de monoblocks cercano al aeropuerto. Una declaración de principios mientras la ultraderecha acecha.
Contra la pared
El Görli está rodeado por un muro de ladrillos que quedó de su pasado ferroviario, pero tiene distintos accesos, completamente libres. De concretarse el proyecto del Senado berlinés, planeado para junio, esas entradas serán cubiertas por una reja. Se instalarán además 16 puertas de acero, dos sistemas de puertas corredizas, ocho torniquetes de acceso con “un diseño a prueba de vandalismo” y 46 sistemas de bloqueo eléctrico.
Visité el parque varias veces antes de esta columna, cuando tuve la oportunidad de venir a Alemania por trabajo. Me gustaba la vida del “Görli”, su verde, su estilo relajado. Hasta que un hombre le dio una patada voladora a un cesto de basura a dos metros de mí, ante la mirada habituada de los transeúntes. O pasé al lado de un grupo masculino, que me miró de arriba abajo, algo a lo que me había desacostumbrado. O vi gente vendiendo o usando drogas duras sin carpa alguna.
Una experiencia de burguesa que es un grano de arena si se la compara con otros eventos del pasado reciente del parque: robos, asaltos, ataques con cuchillo y denuncias de violación. Hasta algunos vecinos de larga data y posturas progresistas admiten haber cambiado de opinión con respecto a su negativa de cercar el parque, agotados por la falta de respuestas estructurales, como contaron en un podcast del medio berlinés TAZ.
Me pregunto si con cerrar puertas se soluciona el problema. O si en realidad este parque es una muestra de algo más grave que se está yendo de las manos. Un problema que se ve en cada vez más ciudades y que, de uno u otro lado del mundo, se aborda con recetas similares: criminalizando, enrejando parques, hablando de “fisuras” o metiendo compulsivamente en combis a gente que vive en la calle, como si fuera una limpieza.
¿O quizás sí hay otras recetas? En busca de una, me encuentro en el parque con David Kiefer, vecino de Kreuzberg, trabajador social y referente de la agrupación Görli Zaunfrei, que en alemán significa “Görli sin rejas”. “Sería importante seguir el modelo de Zúrich: crear lugares donde la gente pueda pasar el día, consumir, permanecer. Y otros centros que den alojamiento, asistencia médica, trabajo social, duchas y comida”, propone.
Hay más medidas a las que podría recurrirse antes que las rejas: mejorar la iluminación, darles permiso de trabajo a personas migrantes o en situación irregular (para que no se vean obligadas a vender drogas como único sustento), y reforzar el trabajo de los Parkläufer (literalmente, “caminantes del parque”) o Kiezhausmeister (“encargados barriales”), una suerte de mediadores comunitarios que previenen conflictos sin que intervenga la policía.
“¡Soluciones sociales para problemas sociales!”, resume Görli Zaunfrei en el cartel que cuelga frente al “cráter”, la depresión circular que ocupa el centro del predio. Nadie niega que haya que hacer algo: sólo se duda seriamente de si los límites geográficos y horarios sirven ante un problema que desborda los parques y late a cualquier hora.
Otro muro
En este tipo de medidas, las rejas no sólo excluyen a los más vulnerables, sino que además afectan la vida cultural y social del lugar. Incluso perjudican la movilidad, ya que los peatones y ciclistas que usan el parque para cortar camino deben desviarse de noche. Con sus tantos defectos, el “Görli” es un punto de circulación y de encuentro, de expresión artística e intercambio cultural. Cada rave, cada show improvisado, cada reunión sin gastar un euro son formas de resistir a la homogeneización y mercantilización de las ciudades.
Los ejemplos de políticas porteñas no ayudan: más de 80 espacios verdes fueron enrejados y cerrados de noche en las últimas dos décadas por mucho menos que lo que pasa en el “Görli”. En la mayoría de los casos, el motivo es el vandalismo, una justificación de patas cortas, ya que los límites en el acceso a los espacios públicos debilitan su vínculo con el barrio. Y, como ya dijimos en otra oportunidad, se cuida más lo que se quiere y se conoce.
Las rejas reflejan una tendencia peligrosa que se repite en muchas partes del mundo: el avance de la privatización de los espacios públicos. Uno de los casos porteños más recientes es la expulsión de la feria de coleccionismo del Parque Rivadavia, cuyos vendedores y clientes no pueden franquear el enrejado desde el 2 de febrero. A veces, los ciudadanos son tratados como intrusos en su propia ciudad.
Aunque entre Buenos Aires y Berlín haya más que un océano, la situación en el “Görli” pone sobre la mesa una pregunta universal: ¿hubo alguna vez voluntad real de enfrentar los problemas sociales de manera integral? ¿O se va a seguir optando por medidas de corto plazo que barren debajo de la alfombra?
Porque en torno al enrejado no hay sólo una cuestión de seguridad: hay una muestra de la desconexión entre espacios públicos y política. En muchas ciudades del mundo, los parques dejaron de ser lugares donde la gente se reúne y comparte, y empezaron a verse como territorio amenazante que necesita ser “protegido” de quienes lo habitan.
En una ciudad como Berlín, que conmemora cada año la caída de un muro que dividió el mundo, no deja de ser irónico que hoy se sigan construyendo otros, al calor de la conflictividad social y de los desafíos de la geopolítica. La misma Berlín que, después de décadas de separación, promueve la idea de superar las barreras físicas y simbólicas, discute un nuevo cerco, en lugar de derribar las fronteras invisibles que siguen fragmentándola.
KN/DTC