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COLUMNA NÓMADE

Una temporada en el infierno

Leila Guerriero

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 Hay un  poema hermoso de Cesare Pavese que se llama Los mares del Sud, ahí cuenta, de una manera extremadamente narrativa, como su primo volvió al pueblo para tratar de cambiar las cosas. Un primo que muchos pensaban que ya no volvería, pero estaba de golpe ahí, en el poema, inmenso en el crepúsculo, mientras subía una colina hablando con el autor italiano. Un poema lleva a veces a una vivencia personal, la cuestiona, la somete a las reglas de la ficción.   

Durante mi infancia mi primo también fue un gigante en el crepúsculo de los setenta. Estudiaba bellas artes y era de la JP. Quería que volviera Perón. Me llevaba a las universidades tomadas y a las villas de emergencia en las que hacía trabajo social. Para mi formación política él fue una persona fundamental. Cuando vino la dictadura, mi primo fue perseguido tanto por sus compañeros de bando como por los militares. Salió de esos años negros con cierto dolor y amargura en el ánimo. Una tarde hace pocos años, me acompañó a llevar a mi papá a una guardia médica porque tenía una hemorragia nasal. Cuando salimos de la consulta –yo tenía el auto en el estacionamiento del hospital– empezó un tiroteo entre dos bandas ya que uno de los que estaba en la guardia herido era alguien pesado. Quedamos en el medio. Corrí hacia mi auto arrastrando a mi viejo. Mi primo, en cambio, atravesó el tiroteo sin mosquearse, abrió la puerta del acompañante y se sentó a mi lado. Arranqué volando. Después me dijo que nunca hay que perder la calma cuando estás en medio de un tiroteo. Creo que uno de los problemas que tiene mi primo es que no puede contar su historia. Es un malogrado.  

¿Hay una historia? Si hay una historia Leila Guerriero la narra de manera extraordinaria. Ese es el caso del libro La Llamada, un retrato de la vida de Silvia Labayru, quien tenía veinte años cuando militaba en inteligencia de Montoneros y fue secuestrada embarazada, dio a luz a su hija Vera en la ESMA, y fue sometida a reiteradas violaciones por uno de los oficiales y posteriormente liberada. Entre otras cosas, la obligaron a infiltrarse haciendo de la hermana de Gustavo Niño –Alfredo Astiz– en el grupo de Madres de Plaza de Mayo que se reunía en  la iglesia Santa Cruz. Como sobrevivió a la ESMA, en el exilio fue acusada de traidora.  

Cómo dar cuenta de una persona en su totalidad, se preguntaba Sartre en el comienzo de su inmenso libro sobre Flaubert, El idiota de la familia. Guerriero tiene una respuesta: escribiendo un libro sumando la mayor cantidad de testimonios posibles, no juzgando a sus entrevistados, dejando que el relato sea coral, se contradiga, se vuelva frívolo, violento, potente, insípido. No hay acá personajes estables, no hay buenísimos ni malísimos, incluso un demonio como Alfredo Astiz es considerado un imbécil con mucho poder, algo cercano a esa noción de la banalidad del mal que pregonó –y con la que causó conmoción– Hannah Arendt.  

Este libro no sólo es el retrato de Silvia Labayru, también es –en las sombras– el retrato de Leila Guerriero como escritora. Es impresionante la forma metódica en la que va trabajando la historia. Las entrevistas son por zoom, en vivo, en taxis, caminando, por teléfono, puede hablar de las cosas más insípidas hasta hacer las preguntas más terribles. Si hay alguien que está vivo, no importa lo lejos que esté, Guerriero lo va a tratar de entrevistar. No se pone por encima de la o los entrevistados, sólo acota pequeñas cosas. Y así va armando este cubo de Rubik que es La llamada, un libro que no trae respuestas sino que, como la poesía, abre cada vez más preguntas. Y por lo general la gente no quiere comprar preguntas, quiere comprar respuestas, de ahí el auge de la autoayuda. ¿Por qué no la mataron a Silvia Labayru después de que diera a luz, como solían hacer los militares? ¿Porque era una belleza hegemónica? ¿Porque era hija de un militar? ¿Porque dijo la frase justa en el momento justo? ¿Porque sí? O porque como sucede en la novela El Entenado de Juan José Saer, que es la crónica de un sobreviviente al que los indios le perdonan la vida, para que después exista alguien que pueda dar cuenta de que ellos existieron, que pasaron por este mundo frente a los ojos de un extranjero. 

La llamada es un libro que nos alerta contra los peligros del fanatismo, contra el pensamiento políticamente correcto, nos hace preguntarnos si una persona que es torturada de manera salvaje sigue siendo una persona. Ese cuerpo que canta los nombres de sus compañeros bajo esas condiciones extremas donde sólo parece hablar el animal y no el espíritu ¿debe ser condenada? ¿no es mejor perdonar que ser perdonado? Guerriero escribe en los huecos que deja el diablo. Todos los datos son observados bajo la luz, chequeados hasta el cansancio. En un loop, ciertas escenas del libro vuelven una y otra vez mientras otras partes –a veces cotidianas, a veces atroces– hacen avanzar la narración.  

Paul Nizan escribió alguna vez: “He tenido veinte años, no permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Tal vez Labayru esté de acuerdo.  

FC/DTC

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