Opinión - Los cuadernos de primavera

Para cuando tengas que conocer a Elvis

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De chico íbamos con mi familia a las piletas populares. Tomábamos un colectivo que venía desde el fin del mundo y que después de un largo recorrido nos dejaba en La Salada o en la otra -si la Salada estaba estallada de gente- que se llamaba Ocean. Eran piletas salinizadas artificialmente, un trop plein del mar. Yo no sabía nadar y me estuve por ahogar dos veces: la primera vez fue en una pileta popular del parque Pichincha y gracias a Luis Kalinger -un amigo del barrio cuya familia tenía un kiosco de golosinas- me salvé, ya que él vio cómo me hundía y me sujetó por atrás y me fue arriando a la orilla y me sacó. Es sorprendente la forma en que lo hizo, ya que ambos éramos muy chicos y alguien que se está ahogando te puede llevar con él en su desesperación. 

La segunda vez fue en la ciudad deportiva de San Lorenzo. Había una chica que me gustaba y que venía a la pileta y me parecía mal que ella supiera que no sabía nadar. Así que me arrojé en la parte de tres metros pensando que iba a salir en una zona con menos profundidad -ese era el plan- pero no debo haber tenido un buen envión o calculé mal dónde terminaba lo profundo y me empecé a ahogar. En ese entonces los jugadores de la novena de San Lorenzo andaban por la pileta después de entrenar y Jorge Rinaldi -el mejor jugador de todos los tiempos- vio que me hundía y me sacó. 

Nadie se ahoga dos veces en la misma pileta. Así que después de eso tomé clases de natación y empecé a nadar en estilo crawl regularmente. A los treinta años me agarró una depresión profunda y pensé que me iba a ir a la B. Quique Fogwill, que vivía a unas cuadras de mi casa, me llevó a nadar con él al club Almagro. Me dijo que nadar me iba a sacar la depresión. Fogwill nadaba muy bien y yo lo seguía por detrás, a distancia. Por lo general íbamos pasado el mediodía y teníamos un andarivel para nosotros solos. La depresión se fue después de un largo año y Fogwill me propuso nadar en el río. Fuimos al Tigre y nadamos una tarde inolvidable. 

A veces voy a una casa donde hay pileta y no me meto en todo el día por más calor que haga. No me interesa la pileta para refrescarme o jugar, me gusta nadar, de punta a punta, perder el yo nadando. Pienso en Viel Temperley y ese largo poema llamado Crawl: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, aunque comulgué como un ahogado”. Fogwill me leía ese poema y me decía que ahí Viel -mientras la sintaxis nadaba en la página- se había convertido en poeta, que antes publicaba libros de poesía pero que no lo era. 

Me fascina eso de descubrir a alguien inesperado en la misma persona que tratamos todos los días. De golpe tu hermanita es una chica desconocida y tu esposa alguien que cambia de voz y de carácter. Y ahí donde había armonía empieza el caos. Y todos te preguntan ¿No lo viste venir? Hay una sensación ridícula, un pensamiento instalado, de que la gente no puede cambiar. Cuando en realidad la vida es pura impermanencia y lo que de verdad existe es el cambio. Anoche vi una película que creo, entre otras cosas, habla de eso, pero no porque la película se lo proponga, sino por lo que me pasó con ella. La película se llama Black Mass y es sobre gángsters, infiltrados del FBI y la amistad de tres muchachos desde que son niños en las calles del sur de Nueva York hasta que crecen y se hacen pedazos. Me la quedé viendo porque el actor principal era un asesino extraordinario, frío, de ojos azules letales que estaba muy preocupado por la salud de su hijo pequeño. Le ponía la misma onda a asesinar a alguien como a ocuparse de su hijo ¿Quién era este actor tan bueno? No lo pude reconocer en toda la película hasta que me quedé a ver los títulos y era…Johnny Depp! No lo podía creer. Creo que a veces -como En fuego contra fuego, de Mann- estamos viendo a De Niro y Pacino hacer de ellos y los personajes no nos impresionan. Pero en esta película Depp tiene una máscara -me enteré después- y eso fue muy cuestionado por los críticos. El maquillaje lo hacía irreconocible, la actuación lo volvía sublime. Supongo que “la máscara” es lo que hace que te guste o no la actuación de Depp. Lo que vuelve singular a alguien o algo es lo que a veces fascina o repele. Leónidas Lamborghini no soportaba la forma de adjetivar de Borges. Pero eso era algo esencial en Borges. “Nadie te clava un 'íntimo' cuchillo, te clavan un cuchillo, a secas”, te decía el Lamborghini, probablemente el único revolucionario que tuvo el peronismo. 

Hay una novela que leí sólo en inglés, no sé si existe traducción, de Michael Dumanis. La leí en Iowa cuando se me habían acabado los libros en español. El título era algo así como “Para cuando tengas que conocer a Elvis”. Estaba narrada en tercera persona y contaba la aventura de una pareja desde que se conocían, muy jóvenes, hasta que -tres hijos más tarde- se separaban. El comienzo era genial. La chica de la pareja -no recuerdo el nombre- decía que antes de conocer a su novio, había tenido relaciones con tipos que en realidad eran covers de su primer amor. Ella pensaba que nunca iba a poder escapar de ese amor inicial. Lo interesante de la novela -que está escrita en los años setenta- es que narra en su parte media una nueva manera de ser padre, ya que el personaje no quiere ser como su padre -sólo un proveedor de alimentos- y se ocupa de bañar a sus hijos, cambiarlos, jugar con ellos, disfrutarlos. En un momento, cuando ya están separados, una novia que tiene le dice: “Cuando te liberes de los chicos, nos podemos ver”. Y él le contesta: “Yo no me libero de los chicos, los chicos me liberan”. La pareja original que inicia la fábula se rompe y hay una escena que me hizo llorar. El tribunal no permite que los hijos estén con el padre la mitad del tiempo, porque en esa época se suponía que tenían que vivir con la madre y el padre era un apéndice ocasional que los sacaba a pasear los fines de semana y mandaba el cheque. En la escena que me mató, el padre los lleva a un restaurante de comida rápida -de esos que no te bajás del coche- y le dice a los hijos que para él fue muy importante saberse un hijo querido. Saber que sus padres no sólo se ocupaban de sus cosas sino que lo disfrutaban a él. Y que quería que ellos supieran que los veía poco porque el sistema judicial era perverso y que si fuera por él estaría todo el tiempo con ellos. “Quiero que sepan que los quiero”, les dice mientras corre la bandeja con los desperdicios del fast food. En los años setenta esta escena es políticamente concreta. Ahora estamos llenos de series y libros con personajes políticamente correctos . Y muchos padres, por suerte, hoy están más cerca de este personaje de Dumanis que de los padres domingueros que no bañaban ni cambiaban pañales. La pregunta es: ¿sabrá qué hacer la justicia actual con estos nuevos padres, una vez que la pareja se rompe? En esta época de la virtualidad, ¿estarán las juezas y jueces preparados para escuchar a los padres que desean tener los mismos derechos y obligaciones que las madres? ¿No es ese testimonio algo “aurático” que debería ser presencial y no sólo virtual? Algunos jueces sólo leen expedientes y fallan sin ni siquiera permitirse escuchar a una de las partes, algo que me parece increíble. La justicia es tan lenta como las películas de Tarkovski. 

Ayer me anoté para nadar de nuevo. Vienen días intensos y hay que remontar corriente arriba. Como no se puede ir a la pileta de manera espontánea -por el Covid - hay que entrar en internet con un password y anotarse. Mi password es FOGWILL.

FC/CB