SOY GORDA (ESEGÉ)

¿Traductora o traidora?

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Yo he hecho eso –dice mi memoria.

Yo no puedo haber hecho eso –dice mi orgullo y permanece inflexible.

Al final la memoria cede, escribe Nietzsche.

Invoco desde la etimología a la titánide Mnemosine, de donde proviene la palabra memoria. Le pido ayuda, mi requerimiento parece inútil. Quiero, aunque no puedo, recordar cómo se llama esa persona con la que estoy por cruzarme en la fila del teatro… Veo un thriller y aparece el actor que está casado con… padre de… que trabajó en… Tengo que esperar que aparezcan los créditos,no hay forma de evocar su nombre, aunque lo tengo en la punta de la lengua. Voy de la sala al comedor, abro el mueble: ¿Qué vine a buscar?

Estas ausencias son telarañas de la conciencia, nieblas del Riachuelo.

Me enojo, busco tranquilizarme, consulto. Los amigos me dicen: tenés demasiada info en el disco rígido, despreocupate, son los años. No me quedo conforme, voy al clínico, los estudios neurológicos dan perfectos.

La estela de la griega Mnemosine, madre de nueve musas engendradas en un encuentro íntimo con Zeus y nacidas por parto múltiple, no llega para socorrerme. Su nombre designa al río de la memoria en el Hades, el inframundo de la cultura helénica. Es el afluente opuesto a las aguas del Lete, el que condena al olvido eterno a quien bebe de su lecho. Los muertos que lo habitan se desembarazan de sus vidas anteriores, aunque los iniciados pueden saciar su sed en él, zurcir para contar las palabras con el tiempo.

Hay y hubo una fuerte tradición oral para mantener la memoria en distintas culturas, ritos colectivos en el gineceo o las bacantes, aquelarres medievales, rondas en las plazas de los jueves, multitudes de pañuelos verdes frente a la sede de quienes (poco) nos representan. Las mujeres se empeñan en activarla.

Los sitios de memoria están amenazados. Se los ha desfinanciado y flamean banderas que nos alertan sobre la dificultad de su supervivencia. Paso regulamente por el ex centro de detención Olimpo y los grafitis hacen visible la decisión de borrar el pasado. Ni olvido ni perdón. “miedo de las noches que pobladas de recuerdos encadenen mi soñar”.

En el libro Bordados (Broderies), de Marjane Satrapi, un grupo de mujeres iraníes se junta durante las tardes para compartir huellas comunes, mientras realizan quehaceres con géneros, hilos y aguja. La historieta ilumina la historia de su vida erótica en el islam, muestra lo que ocurre alrededor de una mesa de conversaciones fascinantes, con masas y té preparado en un samovar. El sexo,el amor y los caprichos masculinos, los miedos, los remordimientos y alguna anécdota escandalosa forman trama y urdimbre de la novela gráfica. Cuidan la memoria.

En La sabiduría de las bestias, Belén Campero, filósofa, poeta e investigadora, imprime estos versos: Mi amiga prepara la tela de los arcos/ para llevar a la feria./ Le acerco el mate./ Me habla de su mamá/ Me cuenta que no la reconoce,/ que borró los nombres/ y pensamos si existe/ alguna forma/ de que regrese al cuerpo/ lo olvidado./ Los médicos dicen: lo perdido nunca/ se recupera./ Insistimos:/ hay cosas que quedan/ prendidas/ como raíces.

Otra barda, Beatriz Vignoli lee esas escenas como “una memoria que se construye desde la experiencia compartida en las cosas que las mujeres hacen juntas, y que como colcha de retazos o álbum de instantáneas se trama como historia sin más documento que el poema”.

Uno de los efectos pospandemia es una herida en nuestros recuerdos, una fatiga extrema que devino en una nebulosa mental. Ni Alzheimer ni demencia senil, tampoco un olvido definitivo, sino una dificultad para evocar con rapidez ideas y nombres.

“Tengo miedo de las noches que (des)pobladas de recuerdos encadenen mi soñar”. Paradojas.

Dice el escritor y docente Martín Kohan: “No hay memoria sin olvido, el olvido es parte de lo que se precisa hacer para poder recordar de veras. Y, aun así, pese a lo dicho, parece necesario distinguir ese olvido que se entrelaza de una manera dialéctica con la producción del recuerdo, del olvido que apunta a liquidar al recuerdo sin más”. 

En La sombra de un jinete desesperado, los ensayos de Juan Mattio, el autor compara: “La memoria es una boca de tormenta que en las noches de lluvia se atora con basura”.

“La persistencia de la memoria” (los relojes derretidos), de Salvador Dalí, da cuenta de la relatividad del tiempo, de la fugacidad de la vida y de la fluidez de la memoria, contrapuestos a la rigidez de la temporalidad mecánica. El pasado, el presente y el devenir se deforman en la pintura, dejan de ser una constante absoluta y se derriten en el inconsciente y en los sueños.  

Ireneo Funes, la invención de Borges, recuerda todo en lo absoluto, la memoria desbordada es inútil. “Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”. Frente a tal maraña, “resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras”. Esa mochila aisla al personaje y altera su percepción, no puede abstraer, generalizar ni olvidar, está prisionero de su memoria perfecta.

El neurólogo Oliver Sacks, autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, la aborda como un proceso falible, ilusorio y personal, influenciado por los sentimientos y la imaginación. Escribe en 2013 que lo sorprende “darse cuenta de que es posible que algunos de nuestros recuerdos más preciados nunca hayan sucedido, o que le hayan ocurrido a alguien más. Sospecho que muchos de mis entusiasmos e impulsos, que parecen totalmente míos, surgieron de las sugerencias de otros, que me influyeron poderosamente, consciente o inconscientemente, y luego fueron olvidados”.

No existe un mecanismo neurológico que asegure que los recuerdos son una reproducción exacta de nuestra experiencia, no son grabados con fidelidad, ya que el cerebro es incapaz de guardar una verdad. Los recuerdos son subjetivos y van cambiando cada vez que aparecen de nuevo. Sacks juega con sus pacientes y registra el papel determinante que la memoria tiene en los trastornos neurológicos y psicológicos.

En Un hombre entra y dice, la novelista Nicole Krauss cuenta que a Samson Greene lo encuentran vagando por el desierto de Nevada. El hombre no sabe quién es ni cómo llegó allí. Tiene un tumor cerebral del tamaño de una cereza y, tras extirparlo, se descubre sin recuerdos posteriores a los 12 años. No sabe quién es su esposa, no la recuerda y se distancia. Un médico lo invita a participar de unos procedimientos experimentales. Un tal Donald le transfiere imágenes violentas, pruebas de armas nucleares. Con ese envío, visita a un tío y se entera de que su madre fue incinerada y enterrada bajo el magnolio de la casa de su infancia, adonde acude para dejar las láminas de su tumor.

El cine también produce cantidad de películas sobre la madre de las nueve musas, entre ellas Memento, de Christopher Nolan, que sigue la vida de Leonard, un hombre con amnesia anterógrada que busca vengar la muerte de su mujer con ayuda de una cámara instantánea y de las notas tatuadas en su cuerpo. Eterno resplandor de una mente sin recuerdos es otra cinta excepcional en la que Michel Gondry explora la posibilidad de borrar los recuerdos dolorosos de un amor.

LH/MF