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Opinión

La vida: instrucciones de uso

@elchiara
25 de enero de 2022 07:36 h

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Hoy en día no hay cosa que no se pueda aprender a hacer, basta tener un poco de señal de internet para buscar algún tutorial y con eso será suficiente para suponernos capaces de todo. Basta con querer, con tener voluntad, con arengarnos un “hágalo usted mismo”. En épocas de individualismo extremo en las que se ve con buenos ojos no necesitar a nadie, ser autosuficientes, empoderarnos y avanzar sin mirar atrás porque somos libres de toda libertad, sólo se trataría de aprender. Claro que el “hágalo usted mismo” requiere de otro, del tutor del tutorial, pero eso es suficientemente borrado del asunto para aferrarnos, aún más, al “no le debo nada a nadie”. Es en ese contexto en el que pululan sin parar, porque esas cosas, por ser superyoicas, empiezan y ya no pueden parar, esos discursos que pretenden que todo se arregla con educación, que sólo se trata de aprender -no faltan quienes le piden a la escuela que enseñe tal o cual cosa, una especie de educación on demand-. Y entonces no hay resquicio de la vida privada y, más aún, de la vida íntima, que no quede atrapado, agobiado, asediado por protocolos, por códigos de conducta.

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Se intenta -infructuosamente, por suerte- que todo sea tipificado, catalogado, codificado, conformando taxonomías cada vez más extendidas y abarcativas -una especie de implementación no paródica del idioma analítico de John Wilkins-. Todo tiene una etiqueta y un nombre para darnos la ilusión de que si asimos, conocemos y rodeamos el asunto, entonces estaremos seguros y a salvo. Un ilusorio conjuro contra el daño y el dolor pretendiendo que la armonía es posible de esa manera, que sólo requiere que aprendamos a tratarnos, que aprendamos a convivir, que si seguimos esas instrucciones todo va a andar bien. Por eso la vida se llena cada vez más de códigos de convivencia a los que debemos obedecer para no caer en la tentación. Hoy hay instrucciones acerca de cómo entrar, de cómo permanecer, pero también de cómo salir de una relación; instrucciones acerca de cómo comportarse en una primera cita, de cómo dirigirse al otro por WhatsApp -llamar directamente a alguien a su teléfono hoy es considerado intrusivo en el límite de lo delictivo-, clavar el visto, no poner tilde azul son signos clarísimos de algo “malo” -cuando no de ser “psicópata” o algún otro diagnóstico-, sin importar nunca las razones del otro; instrucciones de cómo contestar una historia de Instagram, de si hay que darle like a la ex del amigo de la novia actual del que “de lejos parece mosca”, etc.

Todo tiene una etiqueta y un nombre para darnos la ilusión de que si asimos, conocemos y rodeamos el asunto, entonces estaremos seguros y a salvo. Un ilusorio conjuro contra el daño y el dolor pretendiendo que la armonía es posible de esa manera

“Me siento fascinado por formas agresivas de código, como la tontería”, decía Barthes. Subrayo “formas agresivas”. En este universo del código, absolutamente todo tiene un significado y ese significado suele ser una alerta: cuidado, hay otro cerca y puede afectarnos. Se suscita así un constante ímpetu de vigilancia sobre los otros pero, aún peor, sobre nosotros mismos.

Y es que normativas y modos de la civilidad hubo en todos los tiempos, acaso de eso se trató “pasar” de la barbarie a la civilización: adaptarse a los códigos del otro, de ese que viene a conquistarnos y a educarnos por nuestro bien. Y el problema no sería el bien en sí mismo, sino el modo ilusorio en que se pretende impoluto y a salvo del mal. “La bondad no podría curar el mal que ella misma engendra. (...) La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto”, decía Lacan. Hablando de civilización y barbarie, Mansilla, en su excursión a los indios ranqueles, dice: “la libertad, es un correctivo en todo”.

Pero lo llamativo de este momento quizás sea la forma en que se niega, una y otra vez, que también se trata de disciplinamiento y de domesticación, de conquista y de imperio, que se trata también de volcar sobre nosotros nuevas formas del deber ser. Se promulgan estos códigos en nombre de una pedagogía del bien y de la emancipación. Son, muchas veces, como diría Alan Pauls, “parodias de libertad que imponen la coacción en nombre de la transgresión y el deseo”.

Jean Allouch, citando a Michel Foucault, dice: “El contexto es el de un mercado: cada uno buscando vender su propio modo de vida (...) al reclutar los alumnos” -de hecho existen desde talleres hasta maestrías, pasando por diplomaturas, para que aprendamos estos nuevos códigos-. Y es que, de nuevo Mansilla, “la vida se consume cambiando servicios por servicios”.

Se trata de un ideal higienista que pretende repeler cualquier cuerpo extraño que nos dañe la salud, nos haga zozobrar, trastabillar, dudar. Los códigos están hechos para eso: para remitirse a sí mismos y evitarnos cualquier inquietud. Vivir una vida sujeta a códigos bien puede funcionar sosteniendo la ilusión de que todo es posible, de que todo puede subsumirse en la educación y en el gobierno de las conductas; de que todo puede nombrarse, clasificarse y conocerse. Por eso me gusta tanto ese límite estructural que viene a postular el psicoanálisis. Es un no-todo que nos pone a salvo de los que pretenden una y otra vez que la cosa ande, que seamos máquinas, que no perdamos nada, que no nos equivoquemos, que nunca, pero nunca bajemos un pie de la cadena de montaje en la que se trata solamente de sumar y de servir -  “no me suma”/“me sirve”, algunas de las frases de época-. Ese no-todo es la clave para poder pensar algo posible a partir de lo imposible, es el antídoto para no caer tampoco en la resignación ni en la impotencia; el no-todo es el dique que contiene el avance de las aguas tumultuosas en las que sólo nos resta salir a flote, precariamente, dando manotazos de ahogado. Se trata del imposible que Freud puso también a cuenta de gobernar, educar y psicoanalizar. No todo puede ser absorbido, no todo puede ser calculable, gobernable, educable, curable; no todo es pasible de ser descifrado; no todo puede ser dominado, conquistado; en definitiva: no todo es posible -ese slogan se lo dejamos a los gurúes del marketing-. Tampoco todo puede ser deconstruido: “la deconstrucción que no es ni una filosofía, ni una ciencia, ni un método, ni una doctrina, sino, como digo con frecuencia, lo imposible y lo imposible como lo que acontece”, dice Derrida. Hay un imposible que excede, por fortuna, de manera contingente, sorpresiva y disruptivamente. Hay un exceso del cuerpo, el cuerpo como exceso, que pugna por salirse del carril de lo que corresponde, que pugna en su resistencia a la norma, incluso a las normas del buen vivir. Hay un excedente que se fuga de los moralismos aplastantes de la pedagogía. Hay un imposible que nos saca de la impotencia a la que nos conminan el disciplinamiento y la domesticación de los cuerpos. “El cuerpo es bello”, como dicen Emilio García Wehbi y Nora Lezano, “cuando está descontrolado, ignorante, desorientado, extasiado, insatisfecho, batallante, al  límite del peligro  o la extenuación, en contra de  la moral y las normas del buen gusto”.

No todo puede ser absorbido, no todo puede ser calculable, gobernable, educable, curable; no todo es pasible de ser descifrado; no todo puede ser dominado, conquistado; en definitiva: no todo es posible

Cuando se pretende reducir las relaciones a códigos -protocolos: una palabra que se resignificó con la pandemia-, se anula y se aplasta la sorpresa de lo inesperado.

Cuando lo que se espera -eso esperable según el protocolo- no adviene, la cosa se resuelve pensando que el otro no entiende y hay que enseñarle. No se piensa que eso que se espera, justamente, casi nunca incluye al otro. El tedio de lo esperable y del terreno seguro: pretender que las personas también vengan con etiquetado frontal. Todo se plantea como si esa tarea infinita, imposible de completar o incompleta por definición, esa tarea finalmente imposible, la de conocer al otro, fuese perfectamente posible antes incluso de verlo por primera vez, es decir: antes  incluso del encuentro de los cuerpos. Y en las antípodas, un encuentro, ese que resulta siempre incalculable y fuera de protocolo -el deseo: lo radicalmente imposible de protocolizar-.

Entre las múltiples diferencias entre la psicología y el psicoanálisis se encuentra justamente el hecho de que la psicología, como dice Foucault, “no puede desvincularse jamás de cierto programa normativo (...) toda psicología es una pedagogía”. En la misma dirección, Lacan sostuvo que el psicólogo adopta una posición despectiva “en la medida en que siempre es más o menos un pedante, en el sentido original del término”. Y ese sentido original viene de pedagogo, del maestro de a pie. El psicólogo sabe lo que “le conviene al otro”, sabe y le enseña -y ese otro es siempre el mismo-. Si la posición es despectiva, lo es justamente por rechazar la singularidad de cada quien. Es una especie de tutor o encargado. El psicoanálisis, en cambio, es una práctica de la erótica de los cuerpos y, en ese sentido, nada de lo que ahí transcurre puede aprenderse. Más bien, barthesianamente, se tratará, llegado el caso, de desaprender. De desaprender las certezas y los códigos, de sacarse de encima el lastre de las buenas costumbres familiares y de los apremios sociales y nada de eso se plantea ni como finalidad, ni como cura, ni como pedagogía -y tampoco es seguro que eso vaya a pasar-. El psicoanálisis no es una pedagogía, porque lo que Freud descubre es que la pedagogía obtura los canales por los que el placer pasa.

“No existe una escuela que enseñe a vivir”, desarma y sangra, desarmar y sangrar. Desaprender es una de mis canciones preferidas del disco de Barfeye, lector de Barthes, que se llama, un poco irónicamente, Cómo capitalizar la tristeza. Un disco sobre la pérdida, sobre el desamor. Un disco que también incluye, justamente, una canción que se llama Yo no aprendí nada. El desamor también es un encuentro  sorpresivo.

Acaso el lenguaje, ese que desde el código lo excede, ese que “le hace trampas a la lengua”, ese que sortea la barrera de la represión, del poder y del servilismo e irrumpe sorpresivamente como cifra de un sujeto incierto, sea más bien el lenguaje que abre a la guerra. “Se abrió el lenguaje, se abrió la guerra”, Juan Ritvo cita a Lacan. Es el lenguaje que excede el código, que nos pone al salvo de ser máquinas, que nos conduce una y otra vez al malentendido y al equívoco, sin los cuales no habría encuentro posible. Porque no hay vida sin pérdida, porque no hay vida sino en la posibilidad de perder algo. Y eso nunca es sin otros.

Acaso, como dice Valeria Luiselli en Papeles falsos, un libro que me prestó Carmen Güiraldes, “aprender a hablar es darse cuenta, poco a poco, de que no podemos decir nada sobre nada”.

AK

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