La bengala perdida: cuando la muerte no tiene la última palabra
En los años ochenta, el rock ya era parte de las cosas. La política, la moda, el sexo, la droga, la represión, el reviente, incluido el fútbol. Aunque a su modo rock y fútbol se guapeaban, se miraban de reojo. Charly García, en un Luna Park lleno de 1983, le pregunta al público qué quiere. Qué más quiere. García recoge del piso una imagen con la que la democracia se vino encima: una violencia “social”. Los barrabravas. “El fútbol es como el rock pero peor –dice Charly–, la gente se mata, cuchillos… estamos en democracia, que es lo que más quieren. ¿Qué más quieren? No sé, ¿qué quieren? (se lleva la mano a la oreja) ¿Ustedes saben qué quieren? Díganme si saben qué quieren.” El rock de los noventa pasó más en el público que en el escenario. Todo ese tema, en fin: la nueva fábrica es el barrio. En los primeros ochenta aún se preservaba esa suerte de distancia pedagógica con el público: los artistas y sus representados.
Luis Alberto Spinetta, que no tenía exactamente la misma antena que García, guardaba en tal caso un sismógrafo en el corazón. En su disco “Téster de violencia”, de 1988, con la crisis económica disparada, los militares que ya ponían en su regla a aquel gobierno y a aquel presidente (al que el rock en su mayoría apoyaba), colocó una canción que veinte años después la encuesta de la masiva Rock and Pop ubicó como primera en el podio de las canciones del rock de acá. “La bengala perdida”, que traía una referencia directa, muy a lo Spinetta: el 3 de agosto el joven Roberto Basile murió cuando una bengala le perforó la carótida. Era hincha de Racing y ese día su equipo jugaba contra Boca, y desde la tribuna bostera donde ya pisaba fuerte José “el Abuelo” Barrita se disparó esa bengala náutica que en segundos le quitó la vida al pobre Basile. “Tití llevando un dulce Exocet”. Ese rayo podrido en el cielo inspiró a Spinetta. Y se dirá, siguiendo el rigor de aquella encuesta, que la mejor canción del rock argentino habla de la muerte.
Esta semana también se recordó que hace apenas diez años murió Spinetta. Se sintió su ausencia. En el Flaco las percepciones son así: como temblores, como taquicardias, como señas del cuerpo. El Flaco, al mismo tiempo, era el primero que rompía por dentro su propia solemnidad, castillo de arena que pateaba en una sonrisa. Escribió sobre la muerte tal vez la canción definitiva. “Y la espiral que me habrá de llevar / no es mejor / que todas esas vueltas que di / buscando un amanecer.”
Lo que sigue es lo que se puede contar de un puñado de muertes argentinas escritas al filo o sobre este tiempo de nueva crisis y Pandemia.
El ojo que mira el magma
El padre de Claudio murió a fines de 2018, o sea, en medio de la crisis desatada por el macrismo, las corridas y las disparadas del dólar. El padre, ya mayor, se había deteriorado desde marzo de ese año y tuvo el desenlace en noviembre. Era el año del dólar yéndose al carajo. Claudio vivió lo que no te enseñan: no la muerte de un progenitor, sino ver a tu padre apagando su vida, lento, soltando amarras. Los ratos que pasaban juntos se daba cuenta de que cada vez eran menos las cosas que le interesaban. Se preguntaba: “¿De qué le hablo para que me hable? ¿De política?”. Dice Claudio que en un momento empezó a estudiar sobre Israel y le contaba “cosas inverosímiles de Israel pero ya cada vez más rápido se apagaba, hasta que se apagó del todo y no hubo forma: yo le hablaba y no me respondía, le inventaba disparates a ver si se sobresaltaba y nada”. Llega octubre de ese año, el dólar que se había puesto en 42$ baja a 37. El macrismo no podía gobernar lo que había disparado. Claudio estaba preocupado. La guita como tema se impone solo. Y le sale decirle: “¡podés creer que compré 5 mil dólares a 42 y ahora bajó a 37!”. El hombre apagado de pronto abre un ojo, lo mira con los últimos restos de la vitalidad perdida, levanta la mano y le hace la señal de “esperá”. “Y ahí, cerró un ojo y ya nunca más hablé con él.” El último diálogo entre un padre comunista, miembro de la comunidad judía, fue sobre el dólar.
La despedida que falta
“No tengo problema en hablar del tema. El tema de la muerte es un tema al que no le escapo”, dice Luciana. Es hija de un padre desaparecido y, como ella misma dice, “trabajé mucho el tema de la muerte”. Pero en Pandemia le tocó la muerte de su compañero. Flores negras antes de tiempo. La muerte en tiempos de Covid de los que no murieron de Covid. “No murió de Covid -dice-, murió por una insuficiencia hepática, tenía antecedentes familiares de esta enfermedad en el hígado pero aceleró su patología un alcoholismo que aumentó muchísimo en la Pandemia”. El encierro, la falta de trabajo, la desconexión de los seres queridos para cuidarse afectó a su compañero. “Este encierro generó que su alcoholismo aumentase muchísimo y eso lo terminó de deteriorar. Sumado a la falta de control médico porque durante mucho tiempo no se quiso ir a controlar con esta misma excusa de la Pandemia.” El primer año tuvieron lo que ella llama una semi separación. “Yo me fui a una casa que tenemos en el campo porque no lo podía ver así. Y después se agravó y nos volvimos a juntar. Intentaba hacerle el aguante pero empezó a ser muy tarde, pasó dos internaciones y finalmente la segunda internación era ya para un trasplante que no se pudo hacer porque nunca pudo estar lo suficientemente estable para tolerarlo.” 25 días en terapia intensiva. “Con los protocolos en la primera internación era muy difícil. Ya toda la protección que uno se tenía que poner para ir, para volver, porque soy diabética además, entonces pensaba en el riesgo por mis chiquitos. Tenía que estar bien. En la segunda internación estaba más curtida. Pero la más difícil fue la primera vez, el día que llegamos. Ahí no lo puedo ni siquiera despedir, que son los últimos momentos que él está cuerdo, consciente, porque después, como estaba en observación por si no era Covid, prácticamente no me pude despedir de él.” Ya estaba en coma y lo intentaron sacar varias veces pero estaba encefalopático: como el hígado ya no le trabajaba, con todas las drogas, dice, “nunca volvió a ser él”.
Agosto. En agosto de 1976 Luciana tiene 3 años y un padre desaparecido. Alejandro, militante del PRT, apodado “El Hippie”, asesinado en Córdoba, según pudo saber gracias al equipo de antropólogos forenses que logró dar con sus huesos. Los encontraron en una fosa del cementerio de San Vicente. En otro agosto, en el 2021, su compañero fallece. Un 31. Ahora tiene un hijo de 5 y una nena de 10. Agosto, dice, piensa, sí, su mes más cruel. “La despedida de mi compañero fue escueta. Pudimos hacer un velatorio de dos horas, y mucha gente de su pueblo en el norte de la provincia de Buenos Aires no pudo ir a despedirlo. Después se hizo un acto antes de la cremación, al día siguiente en Chacarita. Por suerte pasó en un momento donde no había tanta restricción.” Muchas muertes se llevó el Covid, pero más se llevó puestas las despedidas. Ritos cortos, personas que no llegaron a ese “adiós”; y aún así no es lo mismo, no es igual. “Yo empecé terapia para tratar todo esto del duelo no solamente por mí sino pensando en mis hijos y porque ya viví la muerte de un padre pero descubro que no, que no tiene nada que ver la ambigüedad de la incertidumbre de la desaparición con el dato, el hecho concreto, de saber que tu papá está muerto. Acá las cosas están claras, lamentablemente claras.” Las últimas palabras son los hijos.
Las Marías
Durante el 2020, el Santuario de San Cayetano estuvo cerrado. Los curas más jóvenes iban a ayudar al comedor para suministrar las viandas a quienes venían a buscar comida porque ya no se daba de comer en el comedor. Miguel, un sacerdote curtido que orilla los setenta años, dice que prácticamente estuvo “sin esa cercanía con las personas que sufrieron una pérdida o que transitaban la enfermedad”. No podía ir a dar la unción de los enfermos cuando estaban en terapia intensiva. Incluso apenas veía a los enfermos muy de lejos en la terapia intensiva, con protección, y les daba la bendición. En el santuario se enteraban de personas muy queridas que se iban muriendo. Y no podían asistirlos ni acompañarlos en el último minuto. “Recién cuando se flexibilizó la cuarentena, a fines de septiembre de 2020, empezaron a cuenta gotas a depositar las cenizas con una pequeña celebración, con pocas personas y con todo el protocolo. Alguna cosa ya hacíamos a través de la llamada o por WhatsApp para hacerle llegar a los familiares nuestra oración y consuelo.”
Pero hay una amiga. Se llama María y vivía sola en una pensión a dos cuadras del Santuario. Todos los días daba su vuelta a la mañana y su vuelta a la tarde por San Cayetano. Rezaba el rosario, charlaba con los curas cuando no había penitentes en el confesionario; “habíamos trabado una amistad”, dice Miguel. María era soltera y andaba por los 84 años. La familia que tenía era un hermano mayor en la misma situación de aislamiento. Y otro hermano que vive en Brasil. María había nacido en Brasil y llegó de chica a la Argentina. Soltera y creyente. Se fue perdiendo la familia, los sobrinos se desperdigaron y su vínculo sagrado era San Cayetano. Cuando arrancó la cuarentena quedó encerrada en su pensión y rompió la costumbre de salir a caminar, a visitar, a charlar. Anciana y sola, poco a poco –y cada vez menos poco a poco– su estado de salud se deterioró. Así, de la nada, como un salto en el tiempo, el Padre Miguel un día se entera de que la habían enterrado, que tuvo Coronavirus, que no pudieron ni visitarla ni asistirla con los sacramentos, que falleció sola. “Para nosotros fue muy duro porque estábamos acostumbrados a estar cerca de ella y ella cerca de nosotros. Recién pudimos tomar un encuentro con ella a través de sus cenizas que fueron depositadas en el cinerario de San Cayetano a principios del 2021.” El recuerdo de María, “el recuerdo de tantas Marías”, arrima Miguel, que partieron solas, y que son un agujero: quién tuvo la última palabra, qué vio antes de morir, a quién, a qué se abrazó. La nueva intemperie que crearon los cuidados. Miguel lo dice: “Sin estar nosotros cerca de ella para llevarle consuelo y acompañarla en el momento final y que pueda tener la sepultura cristiana que hubiera querido”. María de adolescente entró a una congregación religiosa, pero no aguantó y durante muchos años trabajó en un cine de Liniers como acomodadora. Toma y daca en los intercambios de la fe: a los sacerdotes de entonces los hacía pasar cuando iban a ver películas. “Tenía esa picardía”, recuerda Miguel. Este recuerdo es la palabra que faltó. Había dado todo: esos lugares reservados para los curitas amigos eran también su donación. María, de Liniers a Estambul.
El cuidador
En los estados de whatsapp Jorge me contó su vida: el cumple de su hija, las fiestas de navidad, los cursos de plomería, la fe en Dios. Jorge trabaja de algo que no sé cómo llamar. Arranco desde ahí:
-¿Cómo se llama el trabajo?
-Sería cuidador; el cuidador. Cuido las sepulturas.
-¿De qué forma está distribuido? ¿Tenés una zona donde trabajás?
-Sí, tengo una zona específica dentro del establecimiento (así llama al cementerio público).
-¿Y cuánta cantidad de sepulturas?
-Van de acuerdo a la antigüedad pero no hay muchas, es para subsistir.
Jorge está afiliado al SOECRA, el Sindicato de Obreros de Cementerios de la República Argentina, un gremio donde talla fuerte el histórico dirigente Domingo Petrecca. En esa relación entre los deudos y los muertos creció, había sido primero una mutual, hasta lograr su personería gremial. No cobran un salario, sino que como cuidadores (jardineros) de las sepulturas tienen la facultad de cobrarle a cada familia el cuidado.
-Vos serías responsable de una cierta cantidad de sepulturas. Y por cada sepultura tenés un contacto y ese contacto te abona una mensualidad.
-Siempre y cuando la familia diga “sí, cuidámela que yo te pago”. Esa es la realidad. Realizás el trabajo por esa actividad y te dan una remuneración. A veces la gente quiere hacer una modificación de la sepultura. Quiere ampliarla, hacerla un poquito más grande, con monumento, con jardincito, con flores, darle vida o decoraciones o revestimientos de cerámica para que quede bien prolijo.
-¿Cuáles son las mejores flores para decorar?
-Las flores que duran son caras pero valen la pena: gladiolo, crisantemo, claveles, clavelinas. De acuerdo al nivel de la familia, porque está caro.
-De los momentos de más restricción, del 2020, sobre todo, ¿qué recordás?
-En ese momento los protocolos eran muy estrictos. Únicamente ingresaba una sola persona del fallecido.
-¿Una por fallecido?
-Claro. Un familiar. Para el resto de la familia estaba prohibido el ingreso al establecimiento. Podían venir dos o tres familias, pero quedaban afuera. Desde marzo, donde se inició el protocolo, hasta mediados de octubre del mismo año no podía ingresar ningún familiar. El único día de ingreso era el del fallecimiento del familiar. La cochería le daba las ubicaciones para cuando después habiliten el ingreso. De esa época me quedó marcado que no teníamos contacto con los otros compañeros. El contacto más cercano era de media cuadra, treinta metros. Hablando por celular, y todos con una indumentaria que era como una túnica blanca con todo cubierto: hasta la cara.
-¿Cómo fue que empezaste?
-Empecé de chico, limpiando baños, trabajando, buscando si me podían brindar trabajo. Hasta que me reconocieron.
-Porque es un oficio extraño.
-Sí. Pensá que antes nadie quería hacer este tipo de trabajo. Yo invocaba a Dios para tratar de tener el pan de cada día porque pasé hambre. Me dediqué a esto por necesidad. Y ahí fui conociendo. Muchos quieren que una persona responsable cuide del ser querido. Me fui adaptando a la gente misma, a las familias que me brindaban su apoyo para que realice un trabajo acorde a lo que ellos querían.
El 2 de julio de 2021 el Ministerio de Salud de la Nación publicó un estudio que realizó sobre el exceso de mortalidad en el año 2020 para medir el impacto directo e indirecto de la pandemia de COVID-19 en la cantidad de muertes en el país. “Exceso de mortalidad” es el número total de muertes (directas o indirectas) que se encuentra por encima del límite superior de muertes esperadas según años anteriores y que ocurren durante una crisis (epidemia, catástrofe, pandemia) en un período y lugar determinado. Teniendo en cuenta el número total de fallecidos informados por los registros civiles y direcciones de estadísticas provinciales en 2020, hubo un exceso de mortalidad de 10,6% por encima de lo establecido, de lo esperado.
Sobre ese umbral de tierra negra caminan médicos, enfermeros, cocineros de la olla, personal de limpieza, curas, cuidadores, esposas o esposos, personas como Jorge, vestidos de blanco, cubierto entero, como un soldado bajo la nevada mortal de El Eternauta, pero cuidando el jardín final.
Pronto se cumplirán dos años de tener metidos los pies en esto. Un hombre de blanco a treinta metros le grita a otro hombre de blanco. En el medio, como si fuera una campana cerrada de aire, crecen las benditas flores o las dejan con plástico, tapan la tierra con celofán. En Pandemia nos metimos para adentro, y a algunos los sacaron con los pies para afuera. Los directos, los indirectos, los que tuvieron el atrevimiento de morir de otra cosa mientras se moría de Covid.
La muerte está cerca o está lejos. La muerte ordena. El antes de Cristo de cualquier familia es antes o después de cuando “alguien” murió. Hace un siglo se vestía de negro, se visitaban las tumbas los domingos; ahora cada vez hay más cremaciones, y la pandemia nos trajo la muerte que es el tema de temas de la sociedad y del Estado. En la dictadura se volvió borrosa la escena de morir. Un aguijón en la civilización: el Estado que cuenta vivos y muertos, en su grado cero, dice “no están”. La muerte en democracia no es lo mismo, lo dice Luciana, pero los muertos del Covid fueron una cuenta rarísima: la de cuando se rompieron los protocolos sobre cómo despedimos. Los duelos cambiaron en Pandemia. Ahí puso su tinta Horacio González, quien falleció por Covid al año pasado, sobre Antígona y los cuidados del final. Decía González: “El entierro de los muertos, el riesgo personal, el desdén por los reglamentos abstractos, el suicidio como acto de inmolación, es lo que antepone Antígona a la ley abstracta”.
En Cuaderno San Martín, de 1929, Borges mete “Muertes en Buenos Aires” a través de dos poemas: uno a la Chacarita y otro a la Recoleta. Dice: “La muerte es vida vivida, / la vida es muerte que viene”. Dice también rememorando el agujero de la fiebre amarilla: “Porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte”. ¿Qué va a venir con estas muertes sin despedidas o con despedidas de cruz, palo y poquitas horas de velorio en soledad que ni miramos de frente? El cura Carlos White, en una misa perdida y memorable durante la Pandemia, dijo: “¿Para qué creemos? Para que la muerte no tenga la última palabra”. Repiquetea la pregunta: quién tiene la última palabra en las muertes de estos años. Quizá ese agujero negro vuelva por nosotros: lo que se llevaron a la tumba los que murieron solos. Una bengala perdida.
MR
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