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PERDÓN QUE INTERRUMPA Opinión

El político libre

Las elecciones presidenciales de 2023 se realizarán el 22 de octubre.

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La lista más certera del año (los no candidatos). En lo que va del 2023 son más los que anunciaron no serlo que los que sí. El colega Tomás Di Pietro apunta desde España: “Podríamos decir que renunciaron los tres expresidentes incluyendo a Alberto a ser candidatos este año, y algo más simbólico no se encuentra: se llama ‘doce años de fracasos’”.

Digan lo que digan, la autoexclusión de Cristina y -a su modo- la autoexclusión de Macri pueden ordenar o direccionar hacia el peor escenario: de nuevo votar un presidente que no tenga la última palabra. La que vimos estos años: otra vez el poder no estará en el poder. Abajo de toda argumentación está la verdad que “ajustan” en esa autoexclusión solemne: el que se baja sabe que no le dan los votos. Hay un momento de verdad encuestadora. Pero también lo que deja de fondo es una presidencia sin poder: si Cristina y Macri son electores, conductores de minorías con sus pulgares arriba o abajo, ¿quedará nuevamente un presidente delegado? Eso especialmente diferencia a Milei de sus futuros competidores. Será desbocado, un rompeportones contra los pactos civiles, pero es libre. En Milei, la libertad que nombra es, antes que nada, su propia libertad. Las dos coaliciones tal como vienen podrían tener candidatos con tantos cálculos compensatorios que… ¿qué piensan? Dirán que Bullrich no. Veremos.  

Para muestra de lo dicho bastan los últimos cuatro años. Que la inflación, que el salario, que la pandemia, pero el gobierno de Alberto principalmente no funcionó porque no tuvo el poder. No lo ejerció. Casi nunca tuvo la última palabra. No pudo, no supo. Lo demolieron los propios (¿esos lujos se da la “casta”?). Poder formal y poder real no convivieron en él.

Macri y Cristina (pese a que no ganarían, y a que arrastran intensidades de adhesión y rechazo tan fuertes) por lo menos harían la campaña de cara a la sociedad. No rinden cuentas internas. Ahora estamos en una campaña que es una terna. Un nuevo presidente que tiene que juntar primero los votos del círculo político y, después, de la sociedad. Para colmo sin una mínima apariencia de internas o convenciones, alguna rutina partidaria (dado que estas coaliciones vienen con tanta venia desde las ciencias políticas). Antes en la clásica campaña la noticia era con roscas más secretas si los políticos visitaban aunque sea a un chico pobre (y al menos era una verdad de la sociedad: El político que besa al niño proletario). Ahora la noticia es si se sacaron una foto con otro político. Una campaña de candidatos hablándoles a los políticos electores

Así, este 2023 otra vez corremos el riesgo de caer en esa trampa que sacrifica un viejo leitmotiv de Néstor Kirchner: No hay democracia sin autoridad presidencial. El cuco del “neoliberalismo” se completaba con el fantasma del presidente débil (De la Rúa). Aquel retrato que hicieron “Los Simuladores” en su primera versión de los hechos, sobre un presidente con impotencia sexual (“El pequeño problema del gran hombre”). Porque en la Argentina de la paritaria infinita, con la enorme CGT, con cámaras empresariales y del campo, con movimientos sociales e iglesias, con padres organizados, con acreedores externos y FMI, y un mundo multipolar, no se puede estar con interlocutores que no saben al final con quién negociar. ¿Presidencia, sos vos?

El tercio de los sueños

La imagen de una familia delante del televisor resulta entrañable en su verdad: por lo menos todos miran la misma pantalla. Como iguales. La caja boba, esa caja sana. El placer de citar a Oscar Landi sobre Olmedo: “Jugaba con los encuadres porque también ponía en cuestión, y parodiaba, a los personajes que podían establecer un orden: el general, el manosanta, el gerente, el mago ucraniano, el empleado, el periodista, el psicoanalista…”. En la tele veíamos el poder. Y veíamos temblar su vajilla. En la tele vimos hacerse y deshacerse el poder.

¿De dónde salen los políticos? ¿Con qué se hacen? ¿De la pantalla? Algunos ya estaban hechos. Algunos, es lugar común, se hicieron en la televisión. Con la “ideología del batacazo” que mencionaba Beatriz Sarlo en las Escenas de la vida posmoderna. En televisión hemos visto amasarse la política. “Prefiero dos minutos de televisión que seis horas de plenario”, fue una frase de la centro izquierda de los noventa. Frase con variaciones, pero de sentido inamovible. La democracia televisada.

CFK fue a la televisión. Dijo que después de varios años, le calculó al menos seis. Pero cuando ella habla en un acto, cuando ese acto es transmitido, sí, por YouTube, y los canales también lo pasan en vivo, si no que es que todos, alguno seguro, ¿no está en la tele? ¿La tele es un lugar al que ir? Ok. Entonces sí, Cristina fue a la televisión. Puso reglas. Se las respetaron todas.

Hay un juego: el del eterno retorno de su “centralidad”. Muchos hacen que creen que no está, luego hacen que creen que retorna y finalmente celebran o lamentan su centralidad. Varios comentaristas hacen como si pasaran su acotación subjetiva por objetiva: “La quieras o no ella capta la atención como nadie”. Y todo es un acto en espejo entre las dos pasiones: los que la aman, los que la odian. Pero lo que ocurre ya es lo obvio: Cristina es el centro del sistema político. Y ahora que se están por cumplir los veinte años de una fecha que promete su plaza, de esos veinte de kirchnerismo ella estuvo dieciséis años en el poder. El juego de entrada y salida de escena le facilita omitir la incomodidad de ser el centro del sistema de un país que está como está. O sea, en crisis, lleno de problemas. Y para el que nadie, ni ella, tiene soluciones mágicas.

El argumento cabe en el tiempo de un bostezo: si Massa pende del hilo de la inflación, si Alberto desperdició su oportunidad histórica, si ningún gobernador brilla como un tigre de los llanos… ante ese vacío lo que vemos en la entrevista de Pablo Duggan tiene una respuesta parcial: el peronismo finalmente es un casting del que Cristina de nuevo es único jurado. Todos leyendo micro señales, una contabilidad con lupa de sus guiños. “¿A quién nombró, a quién no?” Lo cierto es que no quiere dejar ese lugar. Funcionó como auditora de su propio gobierno al construir la nómina de funcionarios que no funcionan, medir el aceite presidencial, poner a la luz las cuitas, y evidentemente no quiere perder ese terreno. Vetar es más fácil que gobernar, aunque el gobierno se rompa y detrás… haya un país. En el crisol de señales que todos fueron leyendo Massa sintió que se aceleraron los tiempos. ¿De tanto perseguir el dólar descuidó la candidatura? Salió dos veces con lo mismo: “Los vanidosos que juegan a candidatos por televisión”.

Massa tuvo su estrella política cuando fue más social. Cuando interpretó para dónde se rompía el viejo Frente para la Victoria después del endurecimiento hacia el purismo post 2011. Fue un político saltando de techo en techo del Gran Buenos Aires gritando que los iba a cuidar de la inseguridad y la inflación. Televisión y barrio. Massa pudo hacer la carrera cuando no era delegado de nadie y se dedicó a lo que va primero: construir un vínculo con la sociedad. Los políticos construyen y representan algo: intereses, deseos, sectores. Funcionan con oferta y demanda. Hoy hay mucho Massa, pero menos pueblo massista en él.

¿Por qué las cosas así? Una década atrás, en un café de periodistas alguien observó que Máximo era “el que mejor hablaba”. El mejor de su grupo, claro. Había debutado como orador en una cancha bonaerense. El comentario observó lo pausado y sencillo de su interlocución con la tribuna. La respuesta de otro periodista fue definitiva: “Máximo es el único que no le habla a Máximo”. Esa frase organiza un sentido ahora con una pregunta lógica: ¿por qué tras dieciséis años en el poder prácticamente no prosperaron dirigentes kirchneristas con votos, proyectados, con un relato más o menos propio? Kiciloff sería una excepción junto a algún intendente, aunque se hicieron públicos ciertos enconos hacia él. Una frase básica: todos le hablan a ella. Opinan o actúan mirando de reojo, temiendo el reto y se acostumbraron a la disciplina de pensar sin audacia. Cristina es la única que no le habla a Cristina.

Por estos días se reveló un cierto matete entre las palabras y su sentido. Cristina chicaneó con la 125 a Lousteau, enrostrando algo así como un “error técnico” que fue lo que desató el conflicto. Pero esa 125 fue la causa de movilización más grande que impulsó el propio kirchnerismo, el conflicto en que amasó su identidad. ¿Lo técnico? La chicana se pisa la cola en el mismo argumento: si fue un error, ¿por qué tanto esfuerzo en la militancia de ese error? Si fue Lousteau, ¿por qué no se acabó el tema con su temprana renuncia? Por aquellos días la sociedad volcó su balanza a favor del campo (hasta Maradona confesó que festejó el voto no positivo de Cobos). Ahora nació el “operativo clamor” en su propio entorno, impulsado por los exclusivos dirigentes de trato cotidiano con la vice, de modo que las conclusiones son confusas: son proscriptos que suben o bajan candidaturas, son funcionarios críticos con manejo presupuestario, son históricos rivales del campo pero ahora endosan la pelea a un error técnico. Ella se incomoda porque le cantan “Cristina presidenta”, pero quiere un acto para que le canten “Cristina presidenta”. Estas confusiones entre las palabras y el sentido quizás aclamen algo: la necesidad de un cambio de repertorio definitivo. En el país de la restricción externa, ¿un peronismo anti campo? Vocabularios agotados. Una sociedad desconocida frente a una política que repite recetas. No un recambio de dirigentes para las mismas ideas, sino un cambio de ideas. 

En esa línea, el economista Ricardo Rotsztein desarmó sencillo el nuevo leitmotiv de la interna: todo empezó cuando después de las PASO Alberto avaló un dólar a 60. “Si no se acordaba con Macri que un dólar a 60 era lo suficientemente alto y hubiera dado señales de que siguiera subiendo a Macri se le incendiaba el país y lo pagaban los trabajadores. Todo lo que sea evitar que el dólar suba es bueno para los trabajadores”, dice Rotsztein. ¿Por qué es mejor que todo explote?

Si en 2019 correrse fue dar un paso al costado para ser vice, ahora la decisión de no estar en la fórmula presidencial, ¿es un modo de decir que el poder no está ahí? ¿O de sincerar que, aún teniéndolo, ya no se puede transformar una realidad bloqueada? Pero su decisión expone a muchos dirigentes a un giro de madurez: de consumir poder a producirlo.

Los dos partidos –Frente de Todos y Juntos por el Cambio– siguen discutiendo si ir o no a las PASO. Dos partidos que supieron ser mayoritarios, decrecieron y ahora representan tercios del electorado tomando decisiones cerrados en sí mismos. ¿Aceptar las PASO, hacer las definiciones más de cara al sol? ¿Un último argumento romántico cabe? Por las PASO pasa aunque sea algo de la sociedad a decir lo suyo.

Cristina es también fruto de las debilidades ajenas. Alberto Fernández quedó a mitad de camino entre guiños ideológicos inverosímiles como Vicentín y su repertorio confuso, entre ser el manager de la unidad y el presidente solitario que consulta con su almohada qué nueva indecisión tomar. Cuidó tanto la unidad que la volvió frágil como a un niño sobreprotegido. El supuesto “peronismo de los gobernadores” resultó en muchos casos otro tigre de papel, un recurso retórico de editorialistas que imaginaron un consejo de sabios y prudentes detrás del poder y no traspasó el lobby de hotel en que se repiten lugares comunes contra la grieta. Nadie por ahora con la pasta de un riojano o santacruceño venidos del culo del mundo con la condición del liderazgo: creerse a la altura del conflicto. 2023: cuarenta años de democracia se miran de frente en lo que diezmó la propia democracia.

MR

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