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LATINOAMÉRICA

Uribe y los paramilitares: la cruenta sombra que sobrevuela la condena y el currículo del expresidente de Colombia

El expresidente colombiano Álvaro Uribe habla durante una rueda de prensa en Bogotá el pasado abril de 2024.

Camilo Sánchez

Bogotá —

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Álvaro Uribe Vélez fue hasta principios de este milenio un político bastante desconocido en Colombia. Era, en resumen, el hijo de un adinerado hacendado antioqueño con una trayectoria de algo más de dos décadas en la vida pública de su departamento natal. No hace falta subrayar su influencia en el ámbito local ni que ya era un personaje difícil de leer. Pero, detrás de su apariencia de académico discreto, hay una cruenta sombra que ha sobrevolado su currículo desde que llegó a dirigir con tan solo 28 años el capítulo regional de la Aeronáutica, la autoridad encargada de la regulación de la aviación civil en el país sudamericano.

Hay quien recrimina, tras su reciente condena a 12 años de prisión domiciliaria, que la intoxicación de titulares, a favor o en contra, ha omitido un asunto de fondo: su inquietante cercanía con la historia del paramilitarismo ¿Se trata de una vieja paranoia de la izquierda o el proceso penal que afronta en segunda instancia por soborno de testigos reforzará la conexión con ese universo sanguinario?

Para entender al que fue presidente de Colombia entre 2002 y 2010, el jesuita e historiador Fernán González propone un marco amplio como punto de partida: “Es importante comprender que en la formación del Estado en Colombia ha habido una tendencia histórica a privatizar el uso de la violencia”, señala a elDiario.es. “Eso es clave porque, en paralelo a la construcción de unas instituciones, más o menos modernas, a la celebración cumplida de elecciones, se consolida un esquema de poder regional muy proclive a la solución armada de diversos conflictos”.

El expresidente colombiano Álvaro Uribe (2002 - 2010). EFE/ Luis Eduardo Noriega Arboleda

El mundo de Uribe comienza allí. Su padre, Alberto, murió en 1983 en la conocida Hacienda Guacharacas, durante un tiroteo para repeler el intento de secuestro de un escuadrón de la guerrilla marxista de las FARC. Era un ambiente rural muy hostil donde la mano negra de la insurgencia asolaba, cada vez con más fuerza, a aquellas élites terratenientes.

Tampoco podría entenderse la emergencia de este fenómeno sin profundizar en el papel del Ejército en la consolidación de esta larga guerra sucia: “El paramilitarismo surge a finales de los 70, principios de los 80, como un brazo paralelo del Estado colombiano. Desde entonces, pequeños grupos de oficiales y suboficiales en torno a zonas del Magdalena Medio y Segovia (Antioquia) [en el centro del país] comenzaron a cumplir acciones encubiertas contra civiles y grupos de izquierda”, explica a elDiario.es el reportero y estudioso del conflicto colombiano Óscar Parra.

Un político fuerte de Medellín

Álvaro Uribe Vélez era un veinteañero cuando asumió la dirección de la Aerocivil en 1980. Diversas investigaciones periodísticas y pesquisas de órganos como la Procuraduría, han revelado que durante su mandato, el regulador concedió alrededor de 150 permisos de operación para aeronaves pequeñas tramitadas, al parecer, por testaferros de narcotraficantes como Pablo Escobar, Carlos Lehder o Fabio Ochoa. Entre los registros, además, destacan varios de ellos a nombre de Martha Upegui de Uribe, conocida como la “reina de la cocaína”. Lo resume el politólogo Eduardo Andrés Celis: “Ella no tuvo la exposición de otros matones, pero en su época fue más temida que todos”.

Más adelante fue, de forma transitoria, alcalde de Medellín (1982), la segunda ciudad del país por tamaño. Luego asumió como concejal (1984-1986) siendo militante del Partido Liberal. Y a pesar de ser una figura discreta a nivel nacional, ya aparecía en los archivos de Defense Intelligence Agency (DIA) del Ejército estadounidense. Hoy se sabe que fue incluido en 1991 en un listado de la agencia con un centenar de nombres vinculados directa o indirectamente a los cárteles del narcotráfico.

No cabe duda de que eran tiempos recios. Con una atmósfera política colérica y teñida de sangre: “Había un ambiente de zozobra en las fuerzas militares colombianas y los poderes regionales porque el presidente conservador Belisario Betancourt (1982-1986) puso sobre la mesa un proceso de paz con las guerrillas para darle salida negociada al conflicto armado interno”, relata Fernán González.

A cambio del cese el fuego, la guerrilla marxista de las FARC pactó con el Ejecutivo de Betancourt ciertas condiciones para un eventual tránsito a la legalidad política. De esta forma nació, en 1985, la extinta formación de izquierdas Unión Patriótica (UP), una suerte de brazo civil de la insurgencia que arañó algunos éxitos electorales a nivel regional y departamental.

La Defense Intelligence Agency (DIA) del Ejército estadounidense incluyó a Uribe en 1991 en un listado con un centenar de nombres vinculados directa o indirectamente a los cárteles del narcotráfico

Este es otro punto de inflexión en la construcción de Uribe, una de las figuras clave en la Colombia del último cuarto de siglo: “Ahí viene el desastre. Algunos políticos locales de la UP sirvieron de puente electoral a las FARC. Pero la guerrilla, al mismo tiempo, siguió avanzando con su estrategia de todas las formas de lucha. Amplió su poder militar. Extorsionaba. Asesinaba. Como resultado, nace una reacción feroz de los poderes regionales contra la izquierda y la solución política negociada”, cuenta González.

Aquellos grupos de poder regionales atestiguaron con pánico cómo la guerrilla avanzaba en las urnas y, en paralelo, se fortalecía para la guerra. Bajo esas condiciones, los sectores más tradicionales desecharon por completo la posibilidad de diálogo. Y así llegó la respuesta paramilitar, en connivencia con aparatos estatales como el desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y toda una amalgama de latifundistas, ganaderos, bananeros y líderes políticos locales vinculados a los partidos tradicionales Liberal y Conservador. Todos unidos por un enemigo común. ¿El resultado? Más de 3.000 miembros de la UP fueron asesinados en las décadas siguientes.

Allí se halla el germen de la reacción oficial: el terror se combatió con más terror. La carrera de Uribe Vélez, por su parte, seguía su curso. Fue elegido gobernador del departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín, entre 1995 y 1997, un período en el que las masacres y las ejecuciones extrajudiciales de guerrilleros, civiles o sindicalistas se exacerbaron.

La seguridad por bandera

A todo ello se suma un decreto expedido por el presidente liberal César Gaviria en 1994. La norma dio carta blanca para reglamentar grupos privados de vigilancia armada en el campo. Una figura nebulosa, agolpada bajo el acrónimo de CONVIVIR: Asociaciones Comunitarias de Vigilancia Rural.

Desde entonces, Uribe Vélez declaró de manera abierta su complacencia con dicho mecanismo de seguridad que permitía el porte de armas y el uso de equipos de comunicación militar en ciertos casos. Todo ello con el fin de resguardar aquellas zonas donde el Estado colombiano tenía dificultades para garantizar el orden público. Sin embargo, la hemorragia de violencia no tardó en quedar descarnadamente al desnudo y el mismo Uribe revocó la licencia de operación.

La estela de sangre caliente y devastación en el campo ya era muy profunda. Una sentencia del Tribunal de Justicia Transicional de Bogotá lo ratificó en 2013. El fallo, vinculado a un líder paramilitar apodado HH, estableció que las CONVIVIR, que llegaron a sumar 20.000 miembros repartidos en 700 agrupaciones, fueron un elemento fundamental en este capítulo de la guerra. Sirvieron como fachada legal para la alianza macabra entre los batallones de antiinsurgencia del Ejército y campesinos convertidos en sicarios.

Dos guerrilleros mueren en reinicio de bombardeos contra las FARC en Colombia

La ley de Gaviria fue la cloaca que los escuadrones utilizaron como escudo para perpetrar masacres en Antioquia, como la de los municipios de El Aro (1997) y La Granja (1996). Por estas dos acciones terroristas, declaradas delitos de lesa humanidad, la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia abrieron investigaciones en 2015 contra Uribe Vélez por presunta complicidad u omisión para impedir la sangría cuando oficiaba como Gobernador. El expresidente ha dicho que se trata de una “infamia” y de “maniobras políticas”.

“Allí surgen más preguntas complejas”, asegura Óscar Parra, “relacionadas con la formación y financiación del Bloque Metro de los paramilitares en la Hacienda Guacharacas de su familia”. La misma donde el patriarca de los Uribe fue asesinado en el 83. Paramilitares desmovilizados han declarado ante el Tribunal de Justicia transicional que esas tierras sirvieron como centro fundacional, en 1996, de uno de los numerosos bloques criminales que florecieron en varias zonas del país. El expresidente Uribe también ha refutado esa tesis con el argumento de que su clan ganadero fue desterrado del sector, y que desde principios de los 80 nunca ha visitado aquellos predios.

“Pero por alguna razón, las investigaciones no avanzan. Es muy complejo: hay muchos indicios, testimonios y nadie se anima a ir a fondo. Las declaraciones de los paramilitares coinciden: el período de fortalecimiento de sus ejércitos en regiones del entorno antioqueño se da en paralelo a su paso por la Gobernación de Antioquia. En ese entonces no tenía el fuero presidencial que lo cubrió después. Pero en Colombia no ha habido ni siquiera una reflexión profunda sobre su responsabilidad política por todo esto”, añade Parra.

Llegados a este punto conviene dejar claridad: Uribe no fue quien ideó esa maraña de ejércitos de extrema derecha, muchos de ellos enzarzados en guerras cruzadas y con discursos políticos muy descafeinados. No obstante, su andadura política discurre y confluye de cerca con numerosos acontecimientos relacionados. Y su figura llegaría a acumular tal acervo de poder que Fernán González opina que es quizá el símbolo más visible de esa simbiosis entre política y privatización de la violencia: “Es un fenómeno que concentra muchos de los rasgos de una visión de Estado que lo antecede varias décadas pero que del cual, quizá, él es la figura más visible”.

Su irrupción llegó en las presidenciales de 2002. Ya se había separado del partido Liberal y se presentó como candidato independiente del movimiento Primero Colombia, con el cual consiguió la victoria con el 54% de los votos. También funcionó como pegamento ideológico de los bloques ‘paras’ en su cruzada contra las izquierdas y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que por aquellos días alcanzaron otro punto de quiebre en la guerra contra el Estado.

A los descarnados ataques contra civiles, se sumó el avance insurgente hacia el extrarradio de las grandes ciudades. De las lejanas junglas y montañas de la Colombia más marginada, las FARC pasaron a la ofensiva. Como consecuencia, la opinión pública se endureció contra las guerrillas. El país repudió sin matices la ola de terror y exigió la recuperación militar del territorio.

El ocaso y la condena

Uribe despegó rodeado de ese ambiente. Bajo el eslogan de “mano firme, corazón grande”, alcanzó la atención nacional. Media Colombia quedó prendada con aquel abogado de manejo fluido de la jerga empresarial. Católico y defensor del liberalismo clásico. Pero también un chalán de poncho y aire sereno que ondeaba su discurso contra la corrupción. “Al principio de su Gobierno propuso un intercambio entre ‘menos libertades’ y ‘más seguridad’, intercambio que se expresaría legislativamente en el llamado ‘estatuto antiterrorista’”, escribe el politólogo Francisco Gutiérrez Sanín en un artículo publicado en la revista Nueva Sociedad.

Contaba con el apoyo, además, de Estados Unidos. Era un respaldo sellado hace más de medio siglo, desde que la superpotencia pavimentara el suelo estratégico para desalojar las ideas de izquierda en Colombia y el resto del continente. “Los americanos implantaron su doctrina del enemigo interno en la región. El control, en principio, fue político y se regía bajo las directrices de seguridad nacional de Washington. Esa asociación está muy bien documentada en los archivos desclasificados del Departamento de Estado a partir de los 80. Luego en los 90 financiaron con más fuerza la guerra antiguerrilla y la política de Seguridad Democrática de Uribe”, apunta Celis.

Personas participan en una manifestación en apoyo al expresidente Álvaro Uribe frente al Congreso en Bogotá tras su condena.

Con la ingente ayuda militar y el visto bueno de la Casa Blanca, solo faltaba activar la avanzada sin cuartel contra el grupo guerrillero que había asesinado a su padre y habría llegado a copar, según algunas estimaciones, hasta el 40% del mapa. En ocho años de Gobierno adelantó parte de su objetivo. Llevó la presencia del Estado, a través del Ejército, a zonas olvidadas durante décadas. Las FARC retrocedieron. Perdieron a sus cabecillas históricos y se vieron abocados a firmar la paz con el Estado en la siguiente Administración. La de Juan Manuel Santos, su exministro de Defensa y delfín, con quien hoy mantiene una rivalidad cerril por cuenta de aquellos diálogos entre el Estado y la guerrilla celebrados en La Habana que el viejo halcón de Medellín encajó como una traición personal.

De cualquier forma, los tres grandes nudos que marcaron el mandato uribista en materia del manejo del conflicto armado con las autodefensas fueron: el proceso de paz con los paramilitares; los asesinatos extrajudiciales de civiles, reportados por el Ejército como bajas en combate; y el escándalo conocido como la parapolítica. Al menos 61 congresistas pertenecientes a su bancada fueron condenados por vínculos con los ‘paras’.

El bloque político que respaldó su propuesta —incluyendo al Partido de la U, Colombia Democrática y Convergencia Ciudadana— acumuló varias investigaciones por aquellos nexos macabros. “Era una locura porque metían a un congresista a la cárcel y asumía el siguiente. Y de forma automática la Corte quedaba habilitada para investigar al que seguía”, recuerda Óscar Parra.

El también académico de la Universidad del Rosario de Bogotá apunta que la penetración de la parapolítica ha sido, quizá, la amenaza más grave al sistema democrático: “El 35% del Congreso terminó en la cárcel. Uribe no ha asumido ninguna responsabilidad política 15 años después. Ni por las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron en su Gobierno, ni tampoco por todos esos partidos que le profesaban un respaldo irrestricto y terminaron sentenciados por sus alianzas criminales”.

“Uribe encarnó un cambio de percepción de la realidad en Colombia. El programa ideológico que planteó convenció al bloque mayoritario del sistema político y a la opinión pública que la lucha armada era primordial para alcanzar la paz. No importaba a cambio de qué”, añade el investigador. La peor desembocadura de aquella partitura guerrerista fueron los asesinatos extrajudiciales.

Los mal llamados “falsos positivos”. Colombia aún desconoce cuántos militares estuvieron envueltos en aquellas matanzas. Sí se sabe, en cambio, que fueron 6.404 las víctimas civiles. “Todo esto se encuadra dentro de una política militar tomada de los Estados Unidos que se llama el ‘conteo de cuerpos’. Y es una forma de remunerar a los ejércitos por cada enemigo abatido”, detalla Celis. Uribe, en declaraciones que luego debió rectificar públicamente, aseguró en tono irónico que si algunos de aquellos jóvenes asesinados resultaron involucrados, no habría sido “porque estaban recogiendo café”.

Con el discurso estadounidense de guerra contra el terror de fondo, el Ministerio de Defensa adoptó dicho sistema de incentivos a través de ascensos y recompensas en las brigadas militares e incrementó, de forma exponencial, los resultados operativos: “Tanto en número de combates como de heridos y bajas. Generó una competencia interna entre las unidades móviles para entregar más cadáveres”, añade Celis.

Durante esos años se produjo el mayor pico de desapariciones forzosas en la historia colombiana con 24.000 casos documentados. Este contexto es clave para recordar que su Gobierno también impulsó en 2005, en tiempo récord, un proceso de paz ‘sui generis’ con los mismos bloques de autodefensas cuyos líderes, como Salvatore Mancuso, hoy vinculan al expresidente Uribe a su causa. Por primera vez en la historia de Colombia un ejército dejaba primero las armas para luego negociar. Pero el remolino militar de las FARC ya estaba bastante contenido y era el momento preciso para buscar una tregua a la guerra sucia, argumenta Fernán González.

El 35% del Congreso terminó en la cárcel. Uribe no ha asumido ninguna responsabilidad política 15 años después. Ni por las violaciones a los derechos humanos que ocurrieron en su Gobierno, ni tampoco por todos esos partidos que le profesaban un respaldo irrestricto y terminaron sentenciados por sus alianzas criminales

Óscar Parra Académico

Bajo unas condiciones favorables para los criminales arrepentidos, a los cuales se les dio un estatus político muy borroso, el país comenzó a conocer testimonios escabrosos. De aquel proceso, rubricado en el municipio norteño de Santa Fe de Ralito, empezaron a salir historias de barbarie como los hornos crematorios donde se quemaron los cadáveres de colombianos asesinados. La opinión pública quedó helada. Por todo ello, la figura de Uribe también empezó a acusar cierto desgaste tras dejar el poder.

No obstante, regresó a la arena en 2014 como senador. Una misión que abandonó en 2018, cuando esta historia dio una vuelta de tuerca insospechada. Una denuncia penal impulsada por el mismo Uribe contra el parlamentario de izquierdas Iván Cepeda, hijo de un político de la ya mencionada UP asesinado en 1994, se volvió en su contra.

El tribunal a cargo del proceso cerró la denuncia inicial y abrió una nueva por hallazgos que involucraron al entonces senador con la posible manipulación de testigos. Fue un largo calvario judicial que inició hace una década y hoy, tras pasar por todos los circuitos y tribunales del sistema judicial, lo tiene bajo arresto domiciliario en una de sus fincas a las afueras de Medellín. Su pool de abogados ya ha anunciado que apelará la decisión y el país espera el desenlace de una segunda instancia.

Pero el veterano guerrero de 73 años ya no proyecta esa figura mineral de principios de milenio. Se ve cansado por momentos. Ya no mueve los hilos del poder con la misma nitidez. Y los fantasmas de la finca Guacharacas lo siguen acechando. Fue el hijo de un viejo mayordomo de la hacienda familiar, hoy preso por secuestro extorsivo, quien lo delató.

Su nombre es Juan Guillermo Monsalve. Él expuso ante la justicia que Uribe envió a un apoderado a visitarlo a la cárcel La Picota de Bogotá con el fin de torcer su testimonio y desligarlo de una de las pesquisas que Cepeda adelantaba para esclarecer, una vez más, los vínculos de Álvaro Uribe Vélez con el fenómeno paramilitar. “Es un poco paradójico que termine condenado por un delito de soborno después de tantos señalamientos graves, de su papel en la época de las CONVIVIR o de la carga enorme de la parapolítica”, concluye Fernán González.

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