De la mitología a la escasez del agua

Con la música que inmortalizó la cantante Amalia Rodríguez y modernizó el grupo Madredeus, ese sonido que en su nostalgia se emparenta con el tango por su genealogía portuaria, Claudio Hochman creó El Fado de Ulises, en su estudio de Lisboa.
El unipersonal que pudimos ver hace unos días en el Teatro San Martín, marcó el regreso a esos escenarios del director argentino, que fue mi entrenador de vóley en el Club Shólem, durante la adolescencia. La pieza cuenta, en clave titiritera, las andanzas del guerrero de la Odisea por los mares griegos.
Actriz, cantante y manipuladora de marionetas Carlota Blanc, la dúctil protagonista, actúa, danza y canta con delicadeza, dejando toda su energía en la escena. A partir del fado, la música tradicional portuguesa, y el empleo de marionetas, el espectáculo recrea las aventuras creadas por Homero, tras la salida del héroe de la isla de Itaca y la espera de su amada. Penélope teje y desteje las peripecias de sus pretendientes que la asedian y le hace así el aguante a su esposo.
La diosa Afrodita se responsabiliza por el inicio de la Guerra de Troya que obligan a Ulises a navegar hacia el exilio. El personaje viaja por las aguas turbulentas de la mitología lleno de dudas y contradicciones. Para regresar al hogar. Deberá vencer desde monstruos marinos hasta seductoras sirenas, mientras se expresan la superación, el coraje y el amor, entre otros valores.
Otros son los monstruos con los que tiene que lidiar Tristane, la protagonista de la novela El libro de las hermanas (Amélie Nothomb, Ediciones Anagrama). “La única forma de lograrlo de un modo posible consistía en dormir… dormir era tan obligatorio que ya no lo conseguía. El más mínimo pensamiento, el más mínimo ruido, el más mínimo crujido se transformaba en un pretexto para librarse de la sagrada consigna del sueño. Y, sin embargo, le gustaba dormir. Cuando lograba hacerlo, alcanzaba ese grial, obedecer a sus padres colmando su propio deseo: no solo se sumergía en el exquisito abismo, sino que además vivía en él colosales aventuras en forma de una actividad onírica sin precedentes.”
La autora nacida en Kobe, Japón, y residente en París, nos ofrece una historia en la que la pareja de padres privilegia su amor erótico por sobre toda otra forma del afecto. Construye una “crónica de los gestos invisibles, las miradas no correspondidas y las emociones sin nombre”, de una niña cuya hermana pequeña es Laetitia, que llega al mundo para ejecutar juntas una “sinfonía íntima y dolorosa que transforma la cotidianeidad en un escenario donde amistad y rivalidad conviven con una intensidad sorprendente.” El texto, con palabras que hieren o curan, se lee de un tirón.
¿O acaso soy una bruja y mi madre es el diablo? Se pregunta Belén Ciancio en su película Congresos, fracaso de una tesis, un diario de viaje que no corresponde a los registros institucionales, donde se cruzan diferentes temporalidades, en la búsqueda de una reflexión audiovisual sobre la academia, la extranjería (geopolítica y de género) y la orfandad, más allá de la memoria personal.
La realizadora y ensayista, investigadora y docente del Conicet, viaja desde Madrid a cuatro congresos en diferentes ciudades y, al final, desembarca en Buenos Aires.
En la primera localización, Cádiz, trata sobre cuerpo y filosofía, con fragmentos alucinantes de archivos visuales de una biblioteca, una procesión religiosa y un accidente. En la segunda, Manipal, al sur de la India, el evento que convoca es en torno a Gilles Deleuze, con personas que hablan en inglés global (globish) hasta que se corta la luz. Luego, sigue Escuchar, entre Bruselas y otras ciudades, en un coloquio sobre cine y literatura latinoamericanos y Mujeres y otres que transcurre en la UBA, donde aparecen tópicos como género, transgénero, mujeres negras, en un aula con un aforo menor a la cantidad de participantes.
Mientras tanto, en la Naturaleza, que hoy ha sido transformada en su totalidad por la mano del Hombre, es decir por la Cultura, nos enteramos que Argentina perdió el 40 por ciento de sus glaciares en los últimos 30 años, deterioro relacionado con el calentamiento global y el avance del sector minero.
Fue uno de los resultados que difundió el 28 Congreso Nacional del Agua, que se realiza en estos días en Mar del Plata. Los glaciares andinos, en el oeste del país, que actualmente ocupan 5.800 kilómetros cuadrados, perdieron el 42 por ciento de su superficie con una aceleración llamativa en los últimos diez años, según el Inventario Nacional de Glaciares.
Estos reservorios de agua dulce están en doce provincias y contienen 39 cuencas hídricas, las más importante de la Argentina. El agua es el recurso que permite desarrollar las principales actividades económicas. Los glaciares y otras crioformas tienen una contribución fundamental al caudal de los ríos andinos porque aportan volúmenes significativos de agua de deshielo y ayudan a minimizar el impacto de las sequías.
La pérdida es muy grave y aunque la ley de glaciares atenuó la alarmante situación, los avances de otros sectores económicos y el calentamiento global complican las medidas de protección y conservación necesarias.
Koen Verbist, especialista en glaciares de la Unesco, recordó que 2025 es el Año Internacional de la Conservación de los Glaciares. La situación está cambiando de “estado grave, a catastrófico”. “Es importante el monitoreo y cuidado de estas superficies porque la experiencia de los glaciares tropicales ubicados en México, Perú, Ecuador y Bolivia han perdido casi el 60 por ciento de su superficie desde 1962, destacó Rodolfo Iturraspe, especialista de la Universidad Nacional de Tierra del Fuego.
La agenda hídrica del país requiere cambiar el foco de la mirada economicista que identifica como un obstáculo la defensa del Medio Ambiente, tal lo que ocurre don varios mandatarios de países que niegan el fenómeno, con Milei y Trump a la cabeza.
LH/MF
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