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Criar solas en pandemia: los desafíos económicos y de salud mental de las familias monomarentales

Criar solas en pandemia: los desafíos económicos y de salud mental de las familias monomarentales

Natalí Schejtman

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“Desde que nos separamos hace 10 años, en algunos momentos el padre de mis hijos quiso tener diálogo con ellos, los sacaba a veces y después se volvía a Córdoba. Después tuvo una relación por teléfono durante un tiempo. Pero cuando pasó esto de la pandemia se borró, no dio ninguna explicación, cortó el vínculo y la pensión”. La que habla es Clara, de 52 años, con tres hijos de 12, 14 y 16, y su historia, por momentos relatada con un hilo de voz, condensa los obstáculos recargados que tuvo la pandemia para las familias a cargo de mujeres que crían a sus hijos sin los aportes afectivos y económicos de los padres.

Antes de la pandemia, trabajaba en forma particular en el cuidado de personas mayores. Había estudiado dos años de enfermería y a veces también la llamaba una clínica, cosa que combinaba con la limpieza de hogares. Con el inicio de la pandemia, entre las restricciones y su propio miedo a contagiarse de Covid, sus ingresos se redujeron drásticamente: “Gracias a Dios tenía algunos ahorros y la gente con la que estaba trabajando me seguía pagando, no todo, pero con eso traté de subsistir”, menciona Clara, que además percibe la AUH, recibió la IFE y buscaba bolsones de comida en la escuela de sus hijos. Aun así, durante la pandemia tuvieron que pasar a hacer una comida diaria: la hacen a eso de las 3 de la tarde y a las 7 complementan con un té con galletitas. 

Durante la pandemia tuvieron que pasar a hacer una comida diaria: la hacen a eso de las 3 de la tarde y a las 7 complementan con un té con galletitas.

Su caso es un reflejo de los números dramáticos potenciados por la pandemia, que fue especialmente feroz para las familias monomarentales a cargo de mujeres del sector informal. Según un informe reciente publicado por UNICEF y la Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía, “los hogares monoparentales con niños, niñas y adolescentes a cargo de una mujer enfrentaron el mayor impacto negativo de la crisis por COVID-19 y son los más alcanzados por la pobreza y por la crisis de los cuidados”.

En el momento de mayor cierre de 2020, la tasa de participación de las mujeres en la economía cayó 8,2 puntos porcentuales. En el caso de las mujeres jefas de hogar sin cónyuge y con niños, niñas y adolescentes a cargo, la caída en la actividad fue de 14 puntos porcentuales. En las mujeres jefas de hogar de bajo nivel educativo y con responsabilidades de cuidado aparecen además los mayores índices de informalidad laboral y con ella menor acceso a seguridad y legislación laboral. En la pandemia, este sector concentró la mayor pérdida de trabajo. En el primer trimestre del 2020, según este mismo informe, en los hogares monomarentales la pobreza alcanzó al 59% de los hogares y al 68,3% de los niños, niñas y adolescentes.

En el primer trimestre del 2020, en los hogares monomarentales la pobreza alcanzó al 59% de los hogares y al 68,3% de los niños, niñas y adolescentes en el mismo período.

Según la última EPH la cantidad de hogares monomarentales, a cargo de jefas mujeres y sin otro cónyuge, con niños, niñas y adolescentes es del 26,3% (UNICEF basado en EPH).

En tanto, según un estudio de CIPPEC, 3 de cada 10 madres no viven junto al padre de sus hijos y, de ellas, sólo una de cada cuatro cuenta con los ingresos de la cuota alimentaria. 

Los hijos de Clara cursan el último año de la primaria y la secundaria. Viven todos juntos en un monoambiente en La Paternal, en donde gracias a la ayuda de su hermana que les trajo una cama cucheta, los varones duermen cada uno en una cama y las mujeres comparten la suya.

La educación virtual les planteó problemas en 2020: “Al principio fue una locura total. No teníamos para pagar internet, tuve que pedir plata prestada a mi hermana para poder solventar los gastos. Yo hablaba con la profesora de mi hijo de que no podía pagar internet y entonces ella me decía que vaya en frente de la escuela, que me dejaban la fotocopia. Fui un par de veces pero después no pude ir más. Salía con miedo”. Cuando a comienzos del 2021 volvieron parcialmente las clases presenciales, sintió que sus hijos conectaban mejor con el estudio: “Me gustó más en forma presencial porque siento que hay una explicación para eso que ellos están estudiando, se interesaban más por hacer las tareas. Me gustó más lo presencial, pero igual también me da miedo”.

Ahora su hijo que está en primaria asiste 3 horas por día, mientras que sus hijos de secundaria tienen la presencialidad suspendida y pasaron a educación virtual. A diferencia del año pasado, como se arriesga y sale a trabajar más horas, pudo afrontar el pago de internet.

Si el frente económico fue alarmante, el frente anímico no fue fácil tampoco. Clara cayó en una depresión producto de la enorme carga que sentía, además del miedo a contagiarse: hace tres años le diagnosticaron una diabetes que la ubicaba como grupo de riesgo frente al Covid. No quiso buscar ayuda profesional ante una mala experiencia pasada y se concentró en recomponerse. Pero su hija empezó a sentir una gran angustia por la falta del vínculo con su papá, ante lo cual Clara intentó contactarlo pero sin éxito. Este año los ingresos empezaron a mejorar. Aun así, el apremio económico y las múltiples desavenencias de criar y mantener a sus hijos en soledad se escuchan en cada una de sus respuestas:

“Saco la energía de donde puedo para seguir adelante. Lo hago todo por ellos. ¿Viste cuando tus hijos se duermen y vos te quedás última despierta y los ves durmiendo, los ves bien, y te da como una ternura? Eso te da fuerza para seguir adelante”

Una hora propia

Si la situación de las familias monomarentales cuyas mujeres a cargo se quedaron sin la posibilidad de trabajar es la cara más dramática de la pandemia y probablemente la que llevará más tiempo mejorar, el económico no fue el único desafío para las mujeres a cargo de familias confinadas.  

Soledad tiene dos hijos de 11 y 15 años y vive en una ciudad de Santa Fe. Es docente y profesora de letras y además de trabajar en una escuela media también es vicedirectora de un turno. Alquila una casa de tres ambientes y está separada hace seis años y medio. A pesar de que recibe el 30% de lo que el marido cobra en blanco, no mantiene comunicación con él: tienen una situación de distancia definitiva por violencia de género, aunque él sí está en contacto con los hijos y los ve una vez por semana. “Yo no cuento con él, la ocupación de los nenes es completamente mía: sus necesidades físicas, emocionales y pedagógicas, todo lo tengo que atender yo”. Desde marzo de 2020, su rutina cambió absolutamente: “Yo estaba muchas horas fuera de casa. De alguna forma, a mí el trabajo me hace ser mamá desde otro lugar, no en horario completo, no me siento tan absorbida. Ellos estaban llenos de actividades, mi nene iba a fútbol, mi nena se reunía con las amigas. Ahora estamos compartiendo el horario completo. Son 24 horas de demanda absoluta”. Si bien lo económico no fue un problema porque como empleada del estado siguió percibiendo su sueldo, no fue para nada un año fácil: “Lo que más me costó fue mi nena adolescente. Eso me costó el doble. Le dio un foco de ansiedad y se angustió un montón, hubo que trabajar con todo eso sin tener la oportunidad de salir o verse con gente, que son formas de oxigenarse. Ahora está mucho mejor”. Mientras ella misma como docente lidiaba con la virtualización de la educación, sus propios hijos hacían lo propio: “A los chicos les costó un montón entender en las clases virtuales, tenían esa sensación de que no pueden retener nada, que todo queda muy superficial. A mi hijo le costó mucho el deseo: no tenía deseo de conectarse, de estudiar. Pero lo veo en otros chicos: si vos no tenés un recurso como internet o una familia que te pueda contener fue muy difícil”. Hoy en Santa Fe la educación presencial está suspendida y los hijos de Soledad volvieron a la virtualidad.

"A los chicos les costó un montón entender en las clases virtuales, tenían esa sensación de que no pueden retener nada, que todo queda muy superficial. A mi hijo le costó mucho el deseo: no tenía deseo de conectarse, de estudiar".

Desde que comenzó la pandemia, el asunto de los vínculos, por su trabajo y su propia vida, ocupa un gran lugar en su pensamiento. “Lo emocional con mi hija me angustió horriblemente. Vivimos en una casa chica y no podía hablar de ella con otras personas para compartir lo que estábamos viviendo. Eso fue desesperante para mi”. El refugio que encontró Soledad fue un taller literario virtual en el que se conectó con mujeres de distintos lugares: “Me tuve que hacer mi espacio propio. Me encerraba en la pieza, había hablado con mis hijos de que no tenían que interrumpir. A mí eso me salvó muchísimo, como a un montón de mamás que estaban a horario completo”. 

Después de dos años de haber vivido bajo amenaza y a pesar de que la situación hoy es más tranquila, Soledad menciona que la pandemia hizo aflorar sus miedos: “Siempre uno tiene más miedo cuando está más sola. No se trata de estar encerrada sino de no estar sola. Y en la pandemia me sentí más sola”. 

Cada historia muestra coincidencias y diferencias entre cómo afrontaron el año del confinamiento y sus fases. También, abordajes radicalmente distintos según el sector socioeconómico.

Jimena tiene 48 años y un hijo de 4 años. El padre vive a 500 kilómetros y no hace ningún aporte económico. Es más, Jimena suele pagarle el pasaje para que visite a su hijo. Las demandas de un nene de esa edad son múltiples: la comida, los médicos, el entretenimiento y la conexión con el jardín virtual y, eventualmente si es un jardín privado, como en el caso de Jimena, el pago de su cuota. El padre del niño sí llama por teléfono y conversa con su hijo, y antes de la pandemia visitaba la Capital Federal, donde vive Jimena, una vez por mes: “Durante todos los meses que no se pudo viajar fue imposible. Yo no manejo, no había micros. Fuimos a fin de año a visitarlo en avión porque allá también viven mis padres”.

Para Jimena las dificultades de criar sola a un nene tan chiquito fueron de todo tipo. “El año pasado de repente fue quedarse sin abuelos, sin niñera, sin jardín, sin amiguitos”. Como traductora freelance y periodista, armó su jornada laboral en horarios atípicos e hizo uso y abuso de dispositivos electrónicos y dibujitos animados: “Al principio en el primer mes estaba super creativa, armaba un bowling con botellas de plástico, le puse un colchón en el living para que saltara y descargara energía”. Jimena tenía que cocinar, limpiar, trabajar, jugar con un hijo en una edad de poca autonomía: “No tenía ni un respiro nunca, no estaba sola nunca. Cuando yo más loca me ponía, más loco se ponía él”. La apertura de determinadas actividades para salir y ver a otros fue fundamental para la salud familiar. En este momento se relajó y volvió a contar con una niñera y con unas horas diarias de jardín presencial: “Una se acostumbra. Antes me acuerdo que cuando tenía que trabajar siempre tenía que tener a mi hijo en otro lado. Ahora ya puedo hacerlo con él encima. Creo que lo más importante para mí es que no estemos juntos los dos todo el día. Eso se convierte en algo muy desgastante. Pero yo sé que tengo trabajo, puedo hacerlo en mi casa. En ese sentido, soy una privilegiada. Me quejo y me quejé todo el año, pero entiendo que hay situaciones mucho más difíciles”.

 NS

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