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Elogio del cover

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Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar Like a rolling stone, versión Rolling Stones. El emperador de los covers.

Es 20 de abril de 1992 y es Wembley. George Michael tiene puesta una argolla dorada en la oreja izquierda y un blazer que alcanza para justificar que el color coral esté inventado. Tiene, en la solapa del lado de la argolla y del corazón, un crespón rojo. El estadio está lleno para homenajear a Freddie Mercury y, según la convocatoria oficial, para concientizar sobre lo imprescindible de cuidarse ante la epidemia de Sida.

Roger Taylor, el baterista de Queen, le dibuja los cimientos a Somebody to love y George Michael escala toda esa estructura para pedirle a Dios que le encuentre alguien a quien amar. Tiene a un coro góspel, a toda la cancha y a unos 500 millones de personas que miran por tele o escuchan por radio siguiéndole la cadena de oración. Guapo, juega el juego en el que se lucía Mercury: deja un “looo-ooo-ooo-ooo-ve” para que la monada suba y baje por la escala de notas como si todos fueran buenos cantantes.

George Michael, que se murió veinticuatro años después de ese abril, dijo que esa había sido su mejor interpretación en vivo. A veces veo en YouTube toda la canción sólo para mirar el giro sobre sí mismo que pega Michael justo después de ese ida y vuelta con un Wembley que se le arrodilló entero. En ese gesto entran la adrenalina que dan las cosas que se salieron de los bordes previstos y la absoluta convicción de que acabás de romperla.

¿Qué hizo George Michael en su mejor interpretación? Un cover.

Es el viernes 18 de marzo de 2022. Es el escenario Samsung del Lollapalooza en San Isidro y, gracias al canal 606 de Flow, es el escenario Samsung también en el living de mi casa. Escribo para el diario del sábado una nota sobre cómo el Estado argentino no garantiza que los estudiantes tengan contacto efectivo con la escuela pero el baterista, el guitarrista y el bajista de Miley Cyrus avisan que viene Heart of glass, la canción que Blondie lanzó en 1979 y que Miley viene haciendo girar desde septiembre de 2020.

Que esperen un ratito los estudiantes y el Estado argentino. Que salga del medio la mesa ratona y que los vecinos se aguanten la escalada del volumen del escenario Samsung de Villa Urquiza. Los de abajo, que se aguanten estos pasos que me voy a tirar, si total el subidón dura dos minutos y medio, tres como mucho. En este instante soy uno de esos cuadritos motivacionales que se venden en los bazares que dicen: “La vida es ahora”.

Sé poco de Miley. Nunca escuché entero un disco suyo. Nunca vi un capítulo entero de Hannah Montana ni un show completo subido a YouTube. Sé, sí, que con ese catsuit, esos anteojos espejados que combinan perfectos con sus fotos con las fuerzas de seguridad y, sobre todo, esa garganta, está para pelearle -y ganarle cómoda- a cualquiera que ande diciendo que el rock ha muerto. Sabré, cuando su presentación en el Lollapalooza haya terminado, que la rompió toda.

Debajo del escenario, en los autos que escuchan el festival por radio y en las casas que miran el festival por tele, vamos todos juntos a ocupar el espacio que Miley nos cede porque Debbie Harry se lo prestó antes a ella. “Naraná, nara-nara-naaara, nara-naraná” primero, y “uh uh uhhh, oh ooohhh” después. Miley tiene un truco: el último “uh uh uhhh, oh ooohhh” es todo suyo. Como si dijera “todo muy rico, les salió bárbaro, pero miren de lo que soy capaz” y sacara de la garganta un arma de seducción masiva.

¿Qué hace Miley Cyrus para poner al público argentino -en el Hipódromo y en nuestros livings- en estado de gracia? Un cover.

Sumó otros: Bang Bang (My baby shot me down), que Cher lanzó en 1966 y que se nos volvió a venir a la cabeza cuando vimos Kill Bill, y Jolene, de Dolly Parton. Como lo anteúltimo que hice antes de dormir fue corear mentalmente la de Dolly, lo último que hice esa noche fue decidir que el cover merecía un episodio en el Cuchá Cuchá.

Es 1952. El Chicago Tribune acuña (qué palabra espectacular) un nuevo término. Por primera vez llama “cover” a una estrategia que las discográficas empezaban a implementar por meros motivos comerciales. Cuando a una canción que algún artista había grabado en determinada discográfica le estaba yendo muy bien, venía otra discográfica y le proponía a otro artista que grabara su versión para ese sello para subirse a la oleada del hit. El sello editaba un single -espero que no haya menores en la sala, pero por las dudas: en el antiguo siglo XX se publicaban discos cortitos, con dos o hasta un solo tema- con esa canción como mascarón de proa y anunciaba en la portada (“cover” en inglés) que ahí podía encontrarse un nuevo viejo éxito. A ese centro que los sellos discográficos les tiraban a los potenciales escuchas para que compraran una nueva versión de un producto ya probado el diario de Chicago lo denominó “cover”. Setenta años después no se nos ocurrió una idea mejor.

En su arranque, el cover fue un mecanismo para intentar vender discos. Unos años después, allá por los sesenta, el cover fue un mecanismo para intentar vender bandas. Un anzuelito que servía para que los artistas desconocidos tocaran una fibra afectiva ya inventada y entraran por ahí, y a la vez, se mostraran capaces de interpretar distintos géneros musicales, como esas pruebas de talento en la tele en la que tenés un minuto para intentar que el mundo te ame para siempre. Les va un ejemplito: Please Please Me, el primer disco de The Beatles, tiene catorce canciones. Seis son covers.

Con el paso de los años, el cover se volvió una forma de vida para algunos, una vía para el homenaje para otros, y un botoncito para seguir insistiendo con fibras afectivas ya inventadas para todos. Ni Los Danger Four ni The Fab Four ni todos los seres humanos que viven de engolar la voz y armarse un jopo para parecerse todo lo que sea posible a Elvis tendrían la vida que tienen si los covers no estuvieran inventados y, sobre todo, legitimados como una forma de estar cerca de una obra musical que, en su forma original, no es posible ir a ver a ningún teatro. Esos son los que dedican su vida al oficio de versionar.

Los del homenaje son los que se suben al escenario con su propio repertorio pero abren el archivo de la música popular y toman prestadas una o dos joyitas para lucirlas y lucirse y también dar cuenta de que nadie nace de un repollo. Ni biológica ni artísticamente.

Ahí va George Michael dando sus mejores cinco minutos en vivo con la canción de otros, ahí va Miley Cyrus sacando a pasear una canción que va a cumplir 45 años, ahí van los Rolling Stones llenándose la boca de Bob Dylan y Charly García traduciendo al castellano rioplatense una letra de Lennon. Los Paralamas cantan a Fito Páez, Fito Páez y Spinetta homenajean a Mariano Mores y José María Contursi, y Aretha Franklin deletrea “R-E-S-P-E-C-T” en la versión que se nos va a clavar en el corazón, aunque la original sea de Otis Redding.

Última reflexión para que, si llegaste hasta acá, te quedes pensando un ratito más en por qué amar los covers: ¿qué habría sido de I will always love you, también de Dolly Parton, si Whitney Houston no la hubiera hecho tener un orgasmo?

Leer este texto te va a llevar lo mismo que escuchar Like a rolling stone, versión Rolling Stones. El emperador de los covers.

Es 20 de abril de 1992 y es Wembley. George Michael tiene puesta una argolla dorada en la oreja izquierda y un blazer que alcanza para justificar que el color coral esté inventado. Tiene, en la solapa del lado de la argolla y del corazón, un crespón rojo. El estadio está lleno para homenajear a Freddie Mercury y, según la convocatoria oficial, para concientizar sobre lo imprescindible de cuidarse ante la epidemia de Sida.