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Campo del cielo

Campo del cielo

Mariano Quirós

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Gracias al turismo, dijo el intendente, hicimos crecer el parque que ahora es nuestro orgullo. «El parque» era un predio de por lo menos veinte hectáreas donde se concentraba el grueso de los meteoritos que, miles de años atrás, habían caído en esa región. Era un paseo que algunos visitantes juzgaban maravilloso. «El cielo en la tierra», promocionaban las agencias de turismo. Había unos cuantos meteoritos emplazados a la manera de monolitos gigantes; la gente se arrimaba y, al principio, los tocaba con un cierto recelo, apoyando la palma de una mano y quitándola al instante, casi en un solo movimiento. Pero al rato ya tomaban confianza y los manoseaban sin prurito. Mucho más que los meteoritos en sí, Lecko prefería los cráteres: entre un cúmulo de algarrobos y arbustos pinchudos se hace un claro y aparece, de pronto, el tremendo cráter que queda cada vez que se extrae un meteorito. En uno de esos cráteres, en el más profundo, el intendente había mandado hacer un anfiteatro con capacidad para mil quinientas personas sentadas. Una proeza del espacio y la arquitectura, dijo el intendente el día de la inauguración. Desde entonces habían pasado por ahí al menos una centena de artistas, desde cantantes folclóricos a magos de circo. Cuando no había festival del pueblo, el parque quedaba en toda su extensión para los vecinos, que podían hacer uso de las instalaciones como si fuera un gran camping. Había parrillas, bancos y mesas de cemento, rincones pensados para el avistaje de aves y, en las noches despejadas —que en aquella región sin lluvia son casi todas—, avistaje del cielo. Pero rara vez algún vecino hacía uso del parque; le hacían mala fama, decían que era reducto de la delincuencia o de la mera vagancia. A otros simplemente no les movía un pelo, ni el tema de los meteoritos ni esa naturaleza que, empezando por el calor, no hacía más que castigar. Recién con la llegada del festival, cada mes de septiembre, los vecinos se interesaban y hacían circular las historias míticas. Que los meteoritos eran huellas de civilizaciones lejanas; que eran mensajes enviados a través de los pueblos originarios; que en ellos se escondía, ni más ni menos, el misterio de la vida. Así era que hombres y mujeres iban cayendo en puñados hasta que se conformaba una multitud que, en los cuatro días que duraba la fiesta, pasaba del baile y la juerga al pleno misticismo. Lecko era de los pocos que visitaba el parque cada día, sea o no época de festival. Iba siempre con la India, la perra de los melli, que por el tiempo que pasaba con él parecía ser mucho más suya que de los otros dos. Lecko se mandaba hasta bien adentro del parque, donde la vegetación se espesaba, y la perra le iba atrás, contenta, fregándose de a ratos contra sus piernas. O adelantándose unos metros, perdiéndose de vista entre los arbustos, hasta que aparecía de sopetón por el lado menos pensado. Lecko se echaba a la sombra de un arbolito y la India, después de hurguetear por aquí y por allá, después de hundir el hocico entre la tierra y entre las hojas podridas de alrededor, apoyaba su cabeza en el regazo de Lecko y se echaba junto a él. No era una perra de gran tamaño la India, pero sí lo bastante grande como para sentir su pesadez cuando se pegaba al cuerpo de uno reclamando una caricia. Lecko le acariciaba entonces la cabeza, frotando especialmente el entrecejo con dos dedos, índice y mayor. La India achinaba sus ojos de por sí rasgados y, de a poco, daba la sensación de que se dormía. Perrita linda, le decía Lecko, cómo se duerme la perrita. Pero el que acababa por dormirse era siempre él. Los rayos de sol que caían filtrados por el ramaje lo iban relajando; de pronto se sentía como inflado de esa luz bochornosa y no le daba el ánimo ni siquiera para espantar las mosquitas que revoloteaban por el lomo color canela de la India. Era un sueñito, apenas, el que se echaba Lecko, hasta que la perra se sacudía o el viento norte se levantaba en un chicotazo. Entonces Lecko abría los ojos y, como primera medida, se ubicaba en tiempo y espacio. Despejaba la mirada del golpe de luz y se pasaba una mano furiosa por la cara, como arrancándose el embotamiento. Una vez en pie, se iba cada uno por su lado, Lecko de vuelta para su casa y la perra vaya uno a saber a dónde.

Aunque de manera marginal, mezclados y correteando entre la gente mayor, Lecko y los melli también habían participado de la reunión del pueblo y escucharon cuando el intendente dijo: Piensen en la plata que nos puede entrar. El turista es alguien que viene a gastar, quiere consumir. Nosotros tenemos que ser inteligentes y tratarlos bien. Para que vuelvan y para que inviten a otra gente que traiga todavía más plata. Salvo algún que otro reclamo que algunos aprovecharon para hacer y que no guardaba relación directa con la convocatoria, el grueso de los vecinos manifestó su acuerdo. Entre ellos Lucio, que por un momento dejó de correr a la par de su hermano y de Lecko y se quedó quieto, inmerso en la reflexión que, días después, desembocaría en la venta de sánguches.

Instalar un puestito a la entrada del parque, dijo Lucio, a medida que los turistas entran y salen nos van comprando. A Lecko, la idea de Lucio no le causó mayor entusiasmo. En principio porque ellos eran chicos, para qué podías querer plata en este pueblo perdido, qué podías comprar; tampoco le gustaba la idea de instalar un puesto de venta, tener que hablar con aquella gente extraña; pero más que nada porque le veía las complicaciones al asunto, el trabajo ingrato que supondría conseguir los tatús, limpiarlos, amasar el pan, armar cada sánguche… Se fatigaba de solo pensarlo. Sin embargo, su desacuerdo fue muy tímido: Pero vamos a tener que cazar tatús, dijo. Entonces Lucio, con una sonrisa canchera dibujada en la cara, miró a Nerón, que en un acto maquinal le devolvió la sonrisa, y por un momento quedaron los dos así, como en espejo, hasta que Nerón rompió el hechizo. Para eso tenemos a la India, dijo, la perra caza cualquier cosa. Si tenés perro, explicó Lucio, cazar tatús es una joda.

Los melli querían convencer a Lecko y le explicaban una y otra vez el procedimiento. Que una vez encontrada la guarida del bicho, decían, es cuestión que la perra se mande y le tapone la salida. Que hunda el hocico y, de ser posible, medio cuerpo en esa oscuridad. Y que ladre, que ladre mucho. Porque los ladridos enloquecen al tatú, que en su desesperación busca un agujero, algún otro hueco hecho en la tierra, ya sea por ese mismo tatú o por cualquier otra criatura del monte. «Criatura del monte», repetía Lecko en un susurro y se estremecía. De imaginar nomás cualquier cosa que pudiera calzarse esa expresión. No es que tuviera miedo —conocía bien el monte y sus intríngulis—, pero esa manera de hablar le paralizaba cualquier ímpetu. Lo que nosotros tenemos que hacer, completó Nerón, es mantenernos atentos. Elegir bien el hueco por donde va salir el tatú, cosa de estar esperándolo. Y entonces, una vez que lo tenemos a tiro, pegarle un palazo en el caparazón. Nerón cerró la frase con el gesto de quien, efectivamente, golpea con un palo. Lecko se imaginó a sí mismo, palo en mano, golpeando contra un tatú. Después cerró los ojos bien fuerte, cosa de espantar esa imagen, y los abrió despacio mientras hacía el esfuerzo de decirles a los melli que mejor no, que mejor buscaran otra manera de hacer plata.

Al día siguiente, fue con su mamá al predio del festival. Eran poco más de las diez de la mañana y el clima de septiembre —coronado por un sol abrumador— anunciaba una primavera insoportable.

Habían montado un escenario enorme dentro del gran anfiteatro y los vecinos se acercaban en manada para apreciar el andamiaje, los caños de hierro, el imponente sistema de sonido. Sobre las escalinatas del anfiteatro, la mamá de Lecko se entretuvo hablando con unas mujeres y él aprovechó para bajar a indagar en los detalles del semejante armado. Se paseó un buen rato entre los técnicos y operarios que, absorbidos por el trabajo, ni siquiera lo registraban. Hasta que se escuchó un gran estruendo y trascartón, desde un megáfono, alguien pidió al gentío que hiciera lugar para que entrara la grúa. La gente, entonces, empezó a subir las escalinatas hacia fuera del cráter. Pero Lecko no pudo. Se quedó abajo, hipnotizado por el espectáculo de la grúa, que bajaba lento, muy lento, por una rampa lateral. Del gancho de hierro de la grúa se desprendían unos cables de acero de los que colgaba —como hamacándose— un inmenso meteorito. Lecko se apartó, por fin, y se sentó en una de las butacas de cemento, sobre las primeras filas. El cemento hervía, pero después de unos segundos y gracias a la grafa de su pantalón —que contuvo en gran medida el ardor que el cemento caliente le había provocado—, hasta llegó a sentirse a gusto. Desde allí siguió todo el trámite, el trabajo de los hombres que —ahora ya en tonos de urgencia— se repartían indicaciones y se movían de una punta a la otra del escenario, como si la grúa hubiese venido a instalarles brutalmente su propio ritmo. Lecko giró para ver la gran cantidad de vecinos asomados allá atrás, en lo alto, formando como una pared humana. El sol les caía encima y él pensó en la transpiración que deberían estar juntando, todos ahí, tan pegados unos a los otros. Identificó a su mamá, parloteando aún con las otras mujeres, y levantó la mano para saludarla. No supo si por el sol, que encandilaba la mirada, o de puro fiaquenta, su mamá no le correspondió.

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