Dysphoria Mundi
Tuve que declararme loco. Afectado por un tipo de locura bien particular que llaman disforia. Tuve que declarar que mi mente estaba en guerra con mi cuerpo, que mi mente era masculina y mi cuerpo femenino. A decir verdad, no sentía ninguna distancia entre lo que llamaban la mente y lo que identificaban como el cuerpo. Quería cambiar, eso es todo. Y el deseo de cambio no diferenciaba entre la mente y el cuerpo. Estaba loco, tal vez, pero si era así, mi locura consistía en rechazar la antinomia entre esos dos polos, femenino y masculino, que para mí no tenían más consistencia que una combinación siempre variable de cadenas cromosómicas, secreciones hormonales, invocaciones lingüísticas. Estaba loco, tal vez, pero si es así, mi locura era tan espiritual como orgánica. Esa disforia era la dueña de mi alma y de mis células. Me sentía atraído por otra cosa, por otro género, o mejor aún, por otra modalidad de existencia. Y ese nuevo género resultaba tan ansiado y excesivo como una lluvia de verano que viene a apagar un incendio. El fuego de la Historia.
Cuando pienso en esta locura, si no me dejo distraer por los diagnósticos psiquiátricos o por la presión de las administraciones estatales, y trato de captar el sentimiento que domina indiscutiblemente mis días, es de una rara felicidad política de la que debo hablar primero. Y esta felicidad, que se ha construido como un túnel bajo la realidad normativa de los últimos veinte años, parece haberse vuelto hormiguero, pues hoy me encuentro rodeado de niñes que declaran que quieren vivir como yo quería vivir cuando me consideraban loco. Las siguientes páginas son un relato de cómo, a veces ruidosamente, a veces silenciosamente, se construyó este hormiguero y cómo el mundo moderno que había establecido la diferencia entre nuestra locura y su razón comenzó a desmoronarse.
No vemos ni entendemos el mundo, lo percibimos destrozándolo a través de las estrechas categorías que nos habitan. El dolor que a menudo sentimos al estar vivos es el dolor de esta negación del mundo y de su sentido. La red bioelectrónica que compone eso que antes se denominaba «alma humana» (a lo largo de la historia ha tenido muchos nombres: «anima», «psyche», «mente», «conciencia», «inconsciente», «sistema de computación»..., pero ninguno de ellos designa una realidad, sino que describe un proceso) está, en parte, dentro de lo que hasta ahora se ha considerado como el cuerpo anatómico y, en parte, dispersa en aparatos e instituciones; y es así, utilizando como soporte el sonido y la luz, las arquitecturas y los cables, las máquinas y los algoritmos, las moléculas y las composiciones bioquímicas, como nuestra alma logra atravesar las ciudades y los océanos y, alejándose del suelo, viaja hasta los satélites que rodean hoy la Tierra. El cuerpo político vivo es tan vasto, tan sutil y maleable como el alma. No hablo aquí del cuerpo como objeto anatómico o como propiedad privada del sujeto individual (ambos derivados también del paradigma petrosexorracial moderno), sino de lo que llamo, precisamente para diferenciarlo del cuerpo de la modernidad, la somateca. Nuestra alma inhumana e inmensa, geológica y cósmica, recorre y satura el mundo, sin que logremos darnos cuenta de ello.
En las sociedades modernas, el alma se instala primero como un implante vivo en la carne, y luego, a medida que crece, es esculpida como un bonsái, mediante el entrena miento y el castigo repetitivos, mediante invocaciones lingüísticas y rituales institucionales, para reducirla a una determinada identidad. Algunas almas se despliegan más que otras, pero no hay almas en el jardín de los vivos que no sean efecto de la implantación y la poda. De entre todos los cuerpos, hay algunos que parecieron existir durante mucho tiempo sin alma. Fueron considerados como pura anatomía, carne comestible, músculos que trabajaban, úteros reproductivos, piel dentro de la que eyacular. Eso fueron y son todavía los que se denominan «animales», los cuerpos colonizados, esclavizados y racializados, pero también, de otro modo, las muje res, aquellos que son considerados como enfermos o discapacitados, los niños, los homosexuales y aquellos cuya alma, decía la medicina del siglo XIX, pretendía salir del cuerpo en el que estaba y viajar a otro cuerpo que entonces era considerado de otro sexo. Los cuerpos de las almas migrantes fueron llamados primero transexuales y después transgénero. Luego, elles mismes dijeron de sí mismes que eran trans. Atrapadas en una epistemología binaria (humano/animal, alma/cuerpo, masculino/femenino, hetero/homo, normal/patológico, sano/ enfermo...), las personas trans se han construido culturalmente como almas en exilio y cuerpos en mutación.
Yo soy, dicen mis contemporáneos, un alma enferma. O un cuerpo equivocado cuya alma busca escapar –no se ponen de acuerdo–. Soy un desgarro sideral entre el cuerpo que me imponen y el alma que construyen, una brecha cultural, una categoría paradójica, una grieta en la historia natural de la humanidad, un agujero epistémico, una fisura política, un abismo religioso, un negocio psicológico, una excentricidad anatómica, un gabinete de curiosidades, una disonancia cognitiva, un museo de teratología comparada, una colección de desajustes, un ataque al sentido común, una mina mediática, un proyecto de cirugía plástica reconstructiva, un terreno antropológico, un campo de batalla sociológico, un caso de estudio sobre el que los gobiernos y los organismos científicos, las iglesias y las escuelas, los psiquiatras y los abogados, la profesión médica y la industria farmacéutica, y evidentemente los fascistas, pero también las feministas conservadoras y los socialistas, los marxistas, los racistas y los humanistas, todos esos nuevos déspotas ilustrados del siglo XXI, siempre tienen algo que decir, aunque no se lo hayamos pedido.
Saturado por el ruido del parloteo incesante, me digo, como hizo Günther Anders para descifrar el funcionamiento del fascismo, que la única manera de salir de este recinto hegemónico es dar la vuelta a las categorías con las que nos alterizan para comprender el propio sistema que produce las diferencias y las jerarquiza. Es mi condición vital de sujeto mutante y mi deseo de vivir fuera de las prescripciones normativas de la sociedad binaria heteropatriarcal lo que se ha diagnosticado como una patología clínica denominada «disforia de género». Solo soy uno de esos seres que se niegan obstinadamente a aceptar la agenda política que se les ha implantado desde la infancia. Frente a la arrogancia de las disciplinas y técnicas de gobierno que emiten este diagnóstico, intento un zap filosófico: desplazar y resignificar esta noción de disforia para comprender la situación del mundo contemporáneo en su conjunto, la brecha epistemológica y política, la tensión entre las fuerzas emancipadoras y las resistencias conservadoras que caracterizan nuestro presente. ¿Y si la «disforia de género» no fuera una enfermedad mental sino una inadecuación política y estética de nuestras formas de subjetivación en relación con el régimen normativo de la diferencia sexual y de género?
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