ADELANTO

Melancolía: una mente sin recuerdos

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Hacernos la pregunta por nuestras capacidades para estar juntos es algo complejo porque significa indagar profundamente en nuestras afecciones y nuestra disposición para arraigar un lugar compartido. 

La actitud de compartir es la más fecunda de las sociedades en tanto hace nacer vínculos, pero además permite crecer a cada persona entre ellos; porque compartir no es únicamente suscribir a la acción de dar, sino fundamentalmente adquirir las capacidades sociales y psíquicas para aprender a recibir y aceptar. 

Recibir es una operación fundamental de la vida en sociedad, porque determina a reconocer y confiar en los demás la posibilidad de producir y alterar algo en lo que cada uno es. Cuando se recibe es condición estar dispuesto, es decir, asumir una posición no habitual, fuera del lugar común sobre el cual circunscribimos el pequeño universo que es la subjetividad. 

Al contario del acto de dar que se funda en la posición yoica y desde ello define cualquier relación, fenómeno o experiencia, la función de recibir significa desprenderse del sí mismo para dejar que el otro me sea, contamine, invada, ofrezca algo. El lazo social se vive en ese pasaje de la donación a la recepción que inscribe una experiencia fundamental y común que llamamos reconocimiento.

El filósofo Paul Ricoeur, en su libro Caminos del reconocimiento (2005), señalaba algo elemental respecto de esto que decimos: en esa actitud de asumir una capacidad de recibir se constituye la gratitud, que para este pensador es una formación ética necesaria para alcanzar una expectativa social fundamental como son los “estados de paz”. Así, la gratitud es aquello que podemos dar a alguien por el sencillo hecho de que somos capaces de recibir.

Sin embargo, es en este punto singular donde también debemos evaluar lo que se entiende como crisis de la vida social y el advenimiento de una “situación postsocial”, o la hendidura que efectivamente abrió lo que comprendemos como “individualismo contemporáneo” y que es el sello de la llamada “nueva normalidad”.

Las comunidades del presente son abiertas y plurales, de éticas mínimas, de tránsitos efímeros y veloces, de incertidumbres y transparencias. El individualismo no destituye lo común, pero sí lo vuelve intensivo más que extensivo, lo que quiere decir que los individuos del mundo actual refieren aquello que es lo común, su dar y recibir, a una instancia puramente presente y desprovista de cualquier proyección que estimularía el desarrollo de una experiencia simbólica del lazo. 

No significa esto que ya no haya inscripción del lazo social, pero sí que, cuando ocurren, estas son mínimas e irresueltas y no aseguran la composición de un registro y una memoria. Si en el tiempo presente se suele decir que las personas no tienen registro de los otros, esto no se explica por características egoístas individuales que se solucionarían con una resocialización, sino por las condiciones de la misma vida social.

En la película Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, dirigida por Michel Gondry, se puede ver el esfuerzo de un individuo por no olvidar los recuerdos más básicos de su novia, de la cual se ha separado recientemente. La figuración de esto se realiza en no dejar de soñar esos recuerdos, no perder el registro de la imagen del otro. Esta cualidad de la memoria representa una condición extensiva de las relaciones y del tiempo histórico y, por esto mismo, la película transmite un efecto instantáneo, fugaz, un relámpago que me ofrece la imagen al mismo tiempo que me la quita.

La operación específica del presente es que el recuerdo no inscribe una trama histórica y relacional, sino que desprende pequeños efectos a los que se vuelve una y otra vez con una significación distinta. Hoy el bocadito de Proust es la notificación de una red social acerca de una publicación de años anteriores. Esta es la melancolía del individuo contemporáneo, fijado en el pasado sin capacidad psíquica para constituir recuerdos. 

Cuando la operación de la memoria ya no es distintiva y sí instintiva, los recuerdos carecen de reflexividad y de proyección, y ya nadie realiza el esfuerzo de retenerlos como lazo, al igual que sí se proponía el protagonista de la película, porque no hay ninguna perspectiva de elaborar un relato biográfico. En las sociedades actuales, los individuos son interpelados a producir nuevas biografías de sí cada día, y ese es el riesgo que se afronta en una globalización que no da tiempo a la espera, la pausa y el registro de lo que somos.