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Lecturas

La memoria vegetal

La memoria vegetal

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Quiero empezar recordando que esta conferencia —a la que sería deseable que siguieran otras— la ha organizado el Aldus Club, en colaboración con la Biblioteca de Brera, no para bibliófilos empedernidos o para eruditos que tienen mucha, incluso excesiva, familiaridad con los libros, sino, al contrario, para un público más amplio, también joven, de ciudadanos de un país donde las estadísticas nos dicen que, junto a una multitud de personas que nunca toman un libro entre sus manos, hay otras muchísimas, demasiadas, que no se acercan a más de un libro al año. Y las estadísticas no nos dicen en cuántos de esos casos se trata tan solo de un manual de cocina o una recopilación de chistes.

No importa que luego la austeridad del lugar y la dificultad del título hayan convocado aquí a más arzobispos que catecúmenos. Propongo el mío como ejemplo de una serie de discursos que los lectores podrían dirigir, en diferentes circunstancias educativas, a quienes son un poco menos lectores.

1. Desde los tiempos de Adán, los seres humanos manifiestan dos debilidades, una física y la otra psíquica: por el lado físico, antes o después se mueren; por el psíquico, los seres humanos lamentan tener que morirse. Al no poder obviar la debilidad física, intentan encontrar compensación en el plano psíquico, preguntándose si existe una forma de supervivencia después de la muerte, pregunta a la que responden la filosofía, las religiones reveladas y varias formas de creencias míticas y mistéricas. Algunas filosofías orientales nos dicen que el flujo de la vida no se detiene, y que después de la muerte nos reencarnaremos en otra criatura. Ante esta respuesta, la pregunta que nos surge espontánea es: cuando yo sea esa otra criatura, ¿seguiré acordándome de que fui yo?, ¿y sabré fundir mis antiguos recuerdos con los nuevos que esa criatura tendrá? Si la respuesta es negativa, nos sentimos decepcionados, porque no hay ninguna diferencia entre ser alguien que no sabe que ha sido yo y desaparecer en la nada. Yo no quiero sobrevivir como alguien más, quiero sobrevivir como yo en persona. Y puesto que de mí no quedará el cuerpo, espero que sobreviva el alma; ahora bien, la respuesta que todos daríamos nos dice que identificamos nuestra alma con nuestra memoria. Como decía Valéry: «Soy yo mismo, en cada instante, un enorme hecho de memoria».

Y en efecto, nos parecen más humanas esas religiones que nos aseguran que después de la muerte lo recordaré todo de mí, e incluso el infierno no será sino un eterno recordar las razones por las que he sido castigado.

Y claro, si supiéramos que en el infierno sufriría alguien que no sabe haber sido yo, todos pecaríamos alegremente: ¿qué más me dan los sufrimientos de uno que no solo no tendrá mi cuerpo actual, sino tampoco mis recuerdos?

La memoria cumple dos funciones. Una, y es la función en la que todos piensan, es la de retener en el recuerdo los datos de nuestra experiencia previa; pero la otra es también la de filtrarlos, la de dejar caer algunos y conservar otros. Quizá muchos de ustedes conozcan ese bello cuento de Borges que se titula «Funes el memorioso». Ireneo Funes es un personaje que todo lo percibe sin filtrar nada y, sin filtrar nada, todo lo recuerda:

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. [...]

En efecto, Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Pero recordarlo todo significa no reconocer ya nada:

Este, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.

Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban.

[...] Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

¿Cómo es que logramos reconocer a una persona querida incluso algunos años después (y después de que su cara se haya modificado), o de volver a encontrar el camino de casa todos los días, aunque en los muros haya nuevos carteles, o cuando la tienda de la esquina puede haber sido decorada con colores nuevos? Porque hemos retenido solo algunos rasgos fundamentales del rostro amado y del trayecto habitual, una suerte de esquema, que permanece invariado por debajo de muchas modificaciones superficiales. De otro modo, nuestra madre con una cana más, o nuestra casa con las persianas de otro color, nos resultarían una experiencia nueva y no las reconoceríamos.

Esta memoria selectiva, tan importante para permitirnos sobrevivir como individuos, funciona también a nivel social y permite que las comunidades sobrevivan. Desde los tiempos en que la especie empezaba a emitir sus primeros sonidos significativos, las familias y las tribus han necesitado a los ancianos. Tal vez antes no sirvieran y prescindían de ellos cuando ya no eran capaces de encontrar comida. Pero, con el lenguaje, los ancianos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego, y contaban lo que había pasado (o se decía que había pasado, de ahí la función de los mitos) antes de que los jóvenes hubieran nacido. Antes de que se empezara a cultivar esa memoria social, el hombre nacía sin experiencia, no le daba tiempo a adquirirla, y moría. Después, un joven de veinte años era como si hubiera vivido cinco mil. Los hechos acontecidos antes que él, y lo que los ancianos habían aprendido, entraban a formar parte de su memoria.

Los ancianos, que articulaban el lenguaje para entregar a cada uno las experiencias de quienes los habían precedido, seguían representando, en su nivel más evolucionado, la memoria orgánica, la que registra y administra nuestro cerebro. Ahora bien, con la invención de la escritura, asistimos al nacimiento de una memoria mineral. Digo mineral porque los primeros signos se graban en tablillas de arcilla, se esculpen en la piedra; porque forma parte de la memoria mineral también la arquitectura, dado que, desde las pirámides egipcias hasta las catedrales góticas, el templo era asimismo un registro de números sagrados, de cálculos matemáticos, y a través de sus estatuas o sus pinturas transmitía historias, enseñanzas morales; en definitiva, como se ha dicho, era una enciclopedia de piedra.

Y si los primeros ideogramas, caracteres cuneiformes, runas, letras alfabéticas tenían un soporte mineral, también tiene un soporte mineral la más actual de las memorias, la de los ordenadores, cuya materia prima es el silicio. Hoy en día, gracias a los ordenadores, disponemos de una memoria social inmensa: basta con conocer las modalidades de acceso a las bases de datos y, sobre cualquier argumento, podríamos obtener todo lo que se necesita saber; sobre un solo tema, una bibliografía de diez mil títulos. Pero no hay mayor silencio que el ruido absoluto, y la abundancia de información puede generar la absoluta ignorancia. Ante el inmenso almacén de memoria que las computadoras pueden ofrecernos, todos nosotros nos sentimos como Funes: obsesionados por millones de detalles, podemos perder cualquier criterio de selección. Saber que existen diez mil libros sobre Julio César es lo mismo que no saber nada: si me hubieran aconsejado uno, habría ido a buscarlo; ante el deber de empezar a explorar esos diez mil títulos, no sigo adelante.

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