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A diez años del día imposible en el que River se fue a la B

Arano (3), Juan Manuel Díaz (13) y Jota Jota López, el 26 de junio de 2011

Andrés Burgo

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Como la ficción en el fútbol siempre se empequeñece ante la realidad, hoy hace diez años, el 26 de junio de 2011, ocurrió lo imposible: River se iba a la B. El club que parecía indestructible cayó después de tres temporadas y 116 partidos de un proceso autodestructivo, en el que primero descendió en lo institucional -dirigencial y económicamente- y después en lo deportivo, representado por un equipo en estado zombi.

El empate 1-1 ante Belgrano en el Monumental, inútil para remontar la ventaja que los cordobeses habían conseguido en la ida de la Promoción, sumió en la acrimonia a millones de argentinos que, a su vez -en otro ejemplo del deporte como una fábrica de sucesos inimaginables-, desconocían que en esa caída se incubaba un fenómeno inverso, el del renacimiento.

En la década que pasaría desde entonces, River volvería a ser River (o incluso mejor) y haría cumbre en su Everest, el superclásico que definió la Copa Libertadores 2018. Para la gran mayoría de sus hinchas, la B quedó relegada al insufrible primer tiempo de un largo partido que River terminaría ganando.

La caída

Santiago Gallucci Otero fue testigo directo del descenso: en la tarde del 26 de junio de 2011 estuvo sentado por primera -y última- vez en el banco de suplentes de River durante un partido oficial. Al mediocampista, actualmente en San Martín de Tucumán, le había tocado sumarse al plantel de Primera en el peor momento posible. “Llegué al club en la prenovena, jugué en todas las categorías de las selecciones juveniles y en 2010 fui sparring de Argentina en el Mundial”, cuenta a elDiarioAR desde Tucumán. “‘Jota Jota’ (Juan José López, el técnico) me llamó para subir a Primera seis o siete fechas antes de que termine la temporada. Siendo River, pensábamos que no íbamos a descender pero el clima ya estaba tenso, teníamos que sacar puntos y no podíamos. Perdimos el primer partido de la Promoción, en Córdoba, y nos quedamos concentrados tres días en el Hindú Club. Passarella (Daniel, entonces presidente) también durmió con nosotros y hablaba todo el tiempo con ‘Jota Jota’. Había mucha ansiedad pero, a pesar del mal resultado en la ida, creíamos que podríamos darlo vuelta. Ese día fui al banco”, relata.

El descenso se terminó de estampar como la marca del ganado en la revancha contra Belgrano, pero River ya hablaba un vocabulario de páginas policiales desde hacía rato, entre las presidencias de José María Aguilar, hasta diciembre de 2009, y de su sucesor, Passarella: sobreprecios en obras, venta de juveniles a empresas externas, barrabravas a sueldos, trato preferencial hacia empresarios sospechados, pago de comisiones más altas de lo habitual, denuncias de blanqueamiento de dinero, mala praxis, jugadores que decían no ganar lo que firmaban, concesiones de negocios sin llamados a licitación, pasivos astronómicos, deudas bancarias, cheques rebotados, empresas fantasmas, correos electrónicos que rebotaban y negocios indecorosos, como el intercambio entre porcentajes de futbolistas por tarros de pintura para refaccionar el Monumental.

Consumido por ese veneno endógeno, River empezó a incorporar jugadores clase B y C en un tipo de transferencias que resultaban más convenientes para los empresarios que intervenían en las operaciones que para el club. No estuvieron en la foto final, pero en las dos primeras temporadas de las tres que consumaron el descenso se sucedieron varios apellidos identificados con el comienzo de la caída: Miguel Paniagua, Mariano Barbosa, Robert Flores, Omar Merlo, Gustavo Canales, Santiago Salcedo y Cristian Fabbiani, la consagración de un malentendido para una hinchada en abstinencia de ídolos, reales o inventados.

Si el progresismo de Aguilar fue un camino hacia el desastre -su presidencia terminó con 56 puntos en 55 partidos-, al gobierno de Passarella le quedaban 59 fechas por revertir el desastre: sacaría 85 puntos y le faltarían dos para evitar la Promoción, la instancia en la que Belgrano terminó de hundirlo. De los seis técnicos que abarcaron el proceso del descenso, JJ López (el comandante final) dirigió 25 partidos y fue, paradójicamente, el de mejor porcentaje: 1,56. Le siguió Ángel Cappa, con 1,50 en 18 juegos. Los cuatro primeros entrenadores, elegidos por Aguilar y su mano derecha, el polémico secretario Mario Israel, habían hipotecado al equipo con porcentajes de Promoción y de descenso directo. Néstor Gorosito, con 26 partidos, hizo 1,23. Leonardo Astrada, también en 26 fechas, totalizó 1,11. Gabriel Rodríguez, interino en cinco partidos, sumó 0,80. Y Diego Simeone, en 14 fechas, fue el peor, con 0,71.

Si toda tragedia es además una comedia, el club sumaba frases hilarantes mientras caía. “River es Aruba”, dijo Aguilar para intentar disimular su gobierno ya corroído. Más pendiente de sus asuntos personales que los de River, Passarella le sumó una: “No estén cagados”. Creía que, además de ganarle a la tabla de promedios, también podría salir airoso de su pelea con Julio Grondona. A las derrotas de adentro de la cancha River le sumaba las de afuera, igual de perjudiciales, como cuando Passarella, enojado por un arbitraje desfavorable contra Boca, le pidió al presidente de la AFA que diera un paso al costado. Grondona se puso de pie y, cumpliendo de manera literal el pedido, dio un paso al costado. “¿Ahora que más querés?”, se le burló.

El ecosistema de River terminó de descomponerse en las fechas finales: en cada partido caía una lluvia de meteoritos. La presión insostenible de jugar contra la historia, los delanteros sin capacidad de gol, los errores no forzados del arquero Juan Pablo Carrizo, el físico al límite de Matías Almeyda y sus 37 años, un equipo incapaz de ganar ninguno de los últimos nueve partidos -de haber ganado una solo se hubiese salvado-, un Belgrano superior en la ida, los ojos vidriosos de Jota Jota, el ingreso de los barrabravas encapuchados a la cancha, el Tano Pasman y sus gritos de “Estamos en la B”, la profética llamada de Grondona al presidente de Belgrano (“Ustedes van a cambiar la historia”), Carlos Arano de doble cinco, el gol estéril de Mariano Pavone en el Monumental, el penal a Leandro Caruso no cobrado por un árbitro funcional al augurio de Grondona (Sergio Pezzotta), el apriete de la barra brava al réferi en el vestuario durante el entretiempo, el empate de Guillermo Farré en forma de daga, el penal errado por Pavone, los primeros maderazos desde la platea hacia la cancha, la suspensión del partido, el agua de los bomberos. Y, finalmente, el dolor atravesando jóvenes, viejos, terratenientes, cartoneros, jueces, ladrones, la efigie crepuscular del Monumental destrozado y la platea alta humeante, el diciembre de 2001 de River, el duelo, la B.

“Enseguida nos pusimos 1-0, la cancha se venía abajo y pensábamos que la pesadilla quedaría atrás, pero llegó el penal a Caruso que no nos dieron y nos quedamos”, retoma Gallucci Otero, que esa tarde tenía la camiseta número 41 y en fotos y videos aparece llorando en mitad de cancha con otros jugadores. “Después del final, estuvimos como 20 minutos en el círculo central y salimos escoltados. Del vestuario recuerdo el silencio. Estábamos callados hasta que entró Passarella y dijo que nos iba a bancar en lo que viniera”. 

Ganar en la derrota

Terminado un cuento de hadas de 110 años, eran tiempos en que River y el resto del fútbol argentino abonaban a teorías apocalípticas, concluyentes: de la B no se vuelve, un gramo de oro en un kilo de mierda no cambia nada pero un gramo de mierda en un kilo de oro lo arruina todo. Pero River descubriría que el miedo al fracaso había sido más desgastante que el fracaso en sí: como si el subsuelo disparara alivio, el club hizo un movimiento de judo y terminó ganando en la derrota.

Fieles en la desgracia, incluso felices en la infelicidad, miles de socios libraron anticuerpos y se sumaron al club cada mes posterior al descenso: si el club se desvanecía, el sentimiento se multiplicaba. En el año más extraño pero más reivindicatorio de la hinchada de River, cada partido en la B se convirtió en una mezcla de agonía, exorcismo y purificación: la aventura del retorno también era la de volver a ser. En medio de la tormenta, entre la resistencia, la reafirmación y la esperanza, pasaron rivales de nombres extraños (Sportivo Desamparados), estadios de tribunas bajas, viajes a Jujuy y a la Patagonia pero también caravanas por la ruta 3 hasta el estadio de Almirante Brown, verdugos que arrancaban empates en partidos embrujados (Deportivo Merlo, Brown de Puerto Madryn), simbolismos burlescos (River perdió un sábado contra Boca Unidos y al día siguiente Boca salió campeón) y, finalmente, el regreso a Primera, el 23 de julio del año siguiente al descenso. En el centro de la foto quedaron Almeyda, David Trezeguet, Fernando Cavenaghi y Alejandro Domínguez pero además -o sobre todo- estaban Jonatan Maidana y Leonardo Ponzio, los hombres que personificaron la metamorfosis.

Gallucci Otero ya no estaba en ese plantel. En la preparación entre la Primera y la B Nacional, sin embargo, había sido el volante central titular en los amistosos contra Alvarado y Kimberley, en Mar del Plata, y Defensores de Belgrano y Nacional de Uruguay, en Buenos Aires. “Almeyda (ya de entrenador) me llevó a la pretemporada y empecé jugando pero pasó algo raro con Passarella y mi representante y me bajaron a la Reserva -dice-. Uno de los partidos que había jugado en Primera, antes del torneo, fue un amistoso contra Nacional. El técnico era Marcelo Gallardo. Empatamos 3 a 3 y recuerdo lo bien que jugaron los uruguayos”.

Ya con Ramón Díaz como técnico y bajo el gobierno de Rodolfo D’Onofrio, River se consagró campeón del torneo Final 2014 y a la semana siguiente se quedó con la Copa Campeonato, el pasaporte a la Sudamericana. El debut internacional del ciclo Gallardo, ya como entrenador de River, encontró otra vez a Gallucci Otero en su rol de testigo preferencial, también en el banco de suplentes, pero entonces como jugador de Godoy Cruz. La otra diferencia respecto del 26J fue aún más sustancial: no se trataba del final de un ciclo putrefacto sino del comienzo de un río místico.

River ganó 1-0 en Mendoza y Gallardo inició el camino al primero de sus doce títulos, esa Sudamericana (2014), dos Libertadores (2015 y 2018), tres Recopas (2015, 2016 y 2019), (2014), una Suruga (2015), tres Copas Argentinas (2016, 2017 y 2019) y dos Supercopas Argentinas (2017, jugada en 2018, y 2019, ganada en 2021). En ese combo entraron los cinco cruces consecutivos contra Boca que incluyeron dos finales, una de ellas, la que empezó en la Bombonera y terminó en Madrid, lo más parecido a un cometa Halley del fútbol.

Casualmente o no (“las cosas pasan por algo”, dice el jugador), el anteúltimo título de River, la Copa Argentina 2019, también tuvo a Gallucci Otero en un banco de suplentes, en este caso ya como jugador de Central Córdoba de Santiago del Estero. “Me quedó una espina clavada por no haber jugado más tiempo en River -dice-. Yo era, y soy, muy hincha, ya desde chiquito, por mi familia. En un momento me enojé pero entendí que no debía ser con River sino con la gente que había estado en el club en ese momento. Todas las alegrías que nos dio el equipo en estos tiempos ayudaron a compensar esa espina. Yo estuve 13 años en River, me crié ahí, y en la final con Central Córdoba me crucé con gente de mi época, Ponzio, los dirigentes y los utileros”.

En tiempos de ídolos modernos, como los propios Ponzio y Maidana, pero también con Enzo Pérez, Franco Armani, Gonzalo Pity Martínez, Juanfer Quintero y Lucas Pratto (sin dejar de reseñar a los estandartes que habían ganado los primeros títulos del ciclo Gallardo, como Marcelo Barovero, Carlos Sánchez, Gabriel Mercado, Leonardo Pisculichi o Lucas Alario), llegó el 9 de diciembre de 2018. En una imagen que no captó la transmisión televisiva, pocos minutos después de que terminara la final ante Boca, unos 20 hinchas de River empezaron a gritar en las tribunas del estadio Santiago Bernabéu, en Madrid, “Yooo soy de la B, yooo soy de la B”, una forma de decir “Sí, nos fuimos a la B, y qué”, la cumbre del orgullo por las cicatrices propias. El apodo de gallina, en 1966, nació como escarnio de las hinchadas rivales después de que River perdiera una increíble final de Libertadores, pero con el tiempo se convirtió en un código de honor. Tal vez algún día la hinchada de River retome aquella canción que un grupo improvisó en Madrid.

Mientras tanto, como escribió Jorge Luis Borges, “hay derrotas que tienen más dignidad que una victoria”. O como dice Gallucci Otero, apostando a esa teoría del 26 de junio de 2011 como el primer paso del 9 de diciembre de 2018: “Quizás debía pasar lo del descenso para que tuviéramos que ganar lo que ganamos. Había que empezar de cero”. 

AB

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