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LECTURAS

Juega Ferro

Juega Ferro

Pablo Abiad

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Son las 2:15 de la mañana del martes 14 de diciembre de 2021. Vengo del club. Todavía tengo la camiseta puesta: una de entrenamiento de hace veinte años, marca Mebal. Fui a ver en pantalla gigante, con los amigos, el partido de vuelta de la semifinal para volver a Primera. Éramos mil, dos mil, apretados en un playón imaginando que podíamos empujar a los jugadores como si estuviéramos en la tribuna. Familias con nenes chiquitos, tipos grandes, bombos, los pibes y las pibas recién salidos de sus entrenamientos. Ya sé que hoy me va a costar dormir. Mi mujer y mis hijos me esperaron despiertos para ver cómo estaba. Cenaron más temprano milanesas de pollo con puré de papas; yo preferí unas Kesitas con Coca Light de 600 cc compradas en una estación de servicio. Estoy tirado en un sillón del comedor con el celular en la mano y los pies sobre una banqueta. Me duele la cintura de estar tanto tiempo parado y el estómago de estar tanto tiempo en la B.

Con Ferro no hay spoiler posible: este libro termina sin ascenso. Esta vez nos robaron.

Llegué a casa hace dos horas. Sigo en la misma posición pero con la caja celeste de Kesitas vacía. Los grupos de chat se van apagando; leo los mensajes por arriba sin nada para aportar. Cuando me despierte, el shock de tristeza se va a convertir en una nube negra de impotencia, de rabia, de para qué carajos ilusión. Éramos los favoritos, los que mejor habíamos jugado en las últimas fechas del torneo. Estuvimos 16 partidos invictos, como con Timoteo. La enorme mayoría de hinchas de fútbol del país — imparciales de todos los cuadros— venían haciendo fuerza por nosotros: vamos, Ferrito, no aflojen, dale que este año sí se les da… Hasta los de Vélez querían que subiéramos.

Me doy cuenta de que en julio –es inexorable– se van a cumplir 22 años de la despedida de la A. Me preparo para entrar a la web de TyC Sports y ver el resumen de la semi de esta noche. En 2015, cuando nos dejó afuera Ramón Santamarina en la misma instancia, estuve meses sin animarme a enfrentar en YouTube el penal que nos costó esa otra eliminación. Pero ese estuvo bien cobrado, nada que protestar. Hoy nos voltearon alevosamente; en la pantalla gigante se vio clarito. El árbitro, Nicolás Lamolina, hijo de árbitro, nieto de árbitro, confundió una patada del 10 de Quilmes con un foul del arquero nuestro. Les puso la victoria en bandeja. Eran mucho menos que nosotros.

Hago números mientras scrolleo Twitter como un autómata; se me va a acalambrar el pulgar y no me voy a enterar de nada nuevo. Ya está. Regalamos la primera rueda. Después remontamos y pudimos haber accedido directo a una final, pero Villa Dálmine le entregó el partido a Barracas Central y, segundos de Barracas en la fase regular, fuimos a parar a este Reducido infame. Lamolina va a pasarse la vida pidiendo perdón; Dálmine también reconoció hace una semana su deslealtad y echó a los cangrejos que fueron para atrás. ¿Y de qué nos vale? 

El Nacional B es una competencia de pillines y cuatreros. Los periodistas hablan abiertamente de partidos que se compran y se venden; futbolistas y técnicos saben en qué cancha se gana pagando peaje o qué equipos, por decisión de la AFA, tienen asegurados de antemano premios y castigos. Los dirigentes de Ferro no pegan una en el fútbol, pero en esa no entraron, y me parece perfecto.

Me fijo en mis estadísticas: cuando empecé a escribir este libro, hace ya tres años y medio, no pasábamos de la mitad de la tabla. Cerré el texto por primera vez antes de la pandemia de COVID-19. Quedó ahí, como una primera versión. Lo corregí hace un año dando por sentado que íbamos a seguir en la B. Lo retoqué tanto que el equipo empezó a dar señales de vida; acordamos con Planeta en dejarlo en suspenso, a ver si se producía un milagro. Le anticipé a mi editor, Marcelo Panozzo, que el último capítulo iba a conectar de alguna manera nuestros años de gloria con el ascenso de 2021. No hizo falta.

Ahora son las 3 de la mañana. Clarín, La Nación, Infobae —que en general mencionan a Ferro solo si hay algún acto político en las instalaciones del club— mantienen las crónicas del partido con Quilmes arriba en sus portales: «escandaloso», coinciden sobre el penal que flasheó Lamolina. Reviso los mensajes que no contesté durante el partido: varios amigos, primos lejanos, un compañero del secundario al que no veo hace años y un desconocido al que no tengo agendado me confirmaban que el penal era un invento. No son horas para responder, mañana veré. Solo le contesto a Mariano Man, un amigo que vive en Israel, que se está levantando en su huso horario y ojea los mismos diarios. «Que desastre todo», me pone. Como sé que me va a entender, le resumo el cuadro: «Muy golpeado».

En un rato, a las 7:40, tengo que llevar a mi hijo menor a la escuela. Pero no tengo sueño. Decido que tampoco voy a ver de nuevo el penal de Lamolina. ¿Para qué? Me pongo a escribir este prólogo como ejercicio de catarsis. Me distraigo pensando en que, como el fútbol de Ferro esta gerenciado de un modo bastante oscuro, los jugadores que sobresalieron últimamente se van a ir a otros equipos y en su reemplazo nos van a traer diez tipos nuevos, a los que llamaremos mercenarios e igual les exigiremos —como corresponde– que cumplan con su misión de rescatarnos de esta pesadilla. La misma película hace dos décadas, una temporada y otra y otra. Ferro es el Día de la Marmota hecho fútbol.

A pesar de que en 2018 no jugábamos a nada, arranqué Juega Ferro con mucho entusiasmo. Me compré un cuaderno Arte para las entrevistas y me hice un grupo de WhatsApp conmigo mismo — se llama «Anotador»— para mandarme audios con las ideas

que se me ocurrían. Escribí cuatro capítulos en un tirón desordenado; lo primero que me salió fue una historia de la Chancha Arregui, que ahora es parte del comienzo del libro. A la semana me arrepentí de haber empezado y le avisé a Diego Igal, el primer editor del proyecto, que no iba ni para atrás ni para adelante.

De pronto me dio la sensación de que lo que contaba no tenía ningún interés más que para mí. Para destrabarme y tratar de convencerme, hice talleres de escritura grupales, talleres individuales, volví a terapia, me di de alta, salí a correr, leí todos los libros de fútbol que pude, visité los lugares sobre los que quería hablar, busqué amigos de la infancia, les pasé mis borradores a varios conocidos. Especulé, por último, con que el estímulo moral que andaba necesitando me lo diera una vuelta de Ferro a la A. En marzo de 2020, inicio de la cuarentena, peleábamos la punta y el campeonato se suspendió. Encontré el empujón final en el tiempo libre.

Dejé el periodismo hace trece años; desde entonces trabajo en comunicación institucional y relaciones con gobiernos. El problema de mi demora en avanzar con Juega Ferro no fue — creo— el óxido en lo que me quede del oficio. Toda mi carrera en los medios transcurrió en tercera persona, en notas que casi que se escribían solas con descripciones de pretensión aséptica y puntillosa cita de fuentes. Acá me resultó difícil poner el cuerpo, correr el riesgo. Me fui acomodando a mi propio punto de vista a fuerza de borrar y reescribir. Me tranquilizó imaginar que este no es un libro tirapostas. No pretendo ser exhaustivo y, de hecho, debo haber incurrido en omisiones. Este es solo el relato para una conversación, la historia sobre una manera, entre muchas otras, de vivir una pasión.

No sé a qué género pertenece este libro. Lo tomé, finalmente, como la oportunidad de contar con mucho orgullo una historia de la que me siento protagonista y que merece ser contada: cómo se construye un sueño en base al esfuerzo colectivo y haciendo de ciertos valores una bandera. El Ferro de los años ochenta es el Ferro que yo viví. Juega Ferro es mi propia historia.

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