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Análisis

¿El nuevo 'catfight'? En las series, las mujeres se pelean por el feminismo

Jean Smart (derecha) y Hannah Einbinder (izquierda) son las protagonistas de Hacks

Natalí Schejtman

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Tres comediantes están sentadas en una mesa. Dos de ellas pasan los 60 años y la otra ronda los 25. Las más experimentadas se descostillan de la risa al recordar a un personaje horrendo, un tal “Ira”, dueño original del club donde ahora retumban sus carcajadas, y los peajes sexuales que exigía a las mujeres que querían pasar por su escenario. En la escena, Ava, la novata, las mira impresionada. “Había que salir del escenario con la cola sobre la pared”, dice una entre risas. “Estoy segura de que él y Cosby compartían farmacéutico”, remata la otra. Ava pone cara de asco.

Como sucede en toda la serie Hacks, que acaba de recibir tres premios Emmy, el choque generacional entre dos mujeres que comparten oficio –la joven Ava y la consagrada Deborah Vance– es uno de los núcleos dramáticos de sus diálogos chispeantes y corrosivos: ¿nos reíamos igual en los años 80 que ahora? ¿Era más difícil ser comediante mujer en ese momento? ¿Qué cosas permitían las mujeres entonces con tal de poder avanzar en su carrera y qué cosas permiten ahora? ¿Quién es más feminista, una mujer que tuvo que hacerse lugar en un mundo de hombres u otra que tiene al día las lecturas y las señales de alarma para denunciar los abusos de todo tenor que observa a diario?

A Deborah Vance –la humorista consagrada, multimillonaria, maltratadora y más bien cínica– la irrita el cuestionamiento de Ava –una joven tan cool como precarizada, que pide leche de soja para su café en un bar que gracias si ofrece leche de vaca descremada–, a quien llama jocosamente “milenial con derecho a todo”. Ava se queda incómoda pensando en las comediantes que habrán desistido en su carrera por los abusos de este Ira.

–No quiero culpar a la víctima, pero me pregunto: ¿no creés que deberías haberlo denunciado?–, dice Ava.

–Ira tenía casi todos los lugares de la Costa Oeste. Era un verdadero club de varones. No podía quemar ese puente.

–¿Entonces solo cuidás tu propia carrera?

– ¿De qué me estás acusando? Ayudé a mucha gente. No fui perfecta pero hice lo que pude.

–Si, pero después te volviste rica y famosa. Podrías haber ido atrás de él y en vez de eso trepaste la escalera y después…

–Por Dios: ¡sólo por subir a ese escenario le di a otras mujeres más de lo que tuve! ¡Construí una escalera de mármol, carajo! No es mi trabajo subir a la gente.

Aunque reacia a las críticas de Ava, Deborah se siente interpelada: en su show de esa noche, en ese club mínimo que la albergó en sus primeros años lejos del despampanante teatro que llena semanalmente en Las Vegas, Deborah acusa públicamente al actual manager del club que, igual que el original, se la pasa haciendo comentarios misóginos y aprovechándose de las humoristas mujeres: le ofrece 1.69 millones de dólares si deja de presentarse en los escenarios. 

Ava cree que sus palabras hicieron mella en Deborah. Punto para las centennials. Aunque ella misma ha sido víctima de las acusaciones de su época: en realidad, viajó de Los Ángeles, una ciudad retratada como moderna y abierta, al desierto intelectual de Las Vegas después de que un tuit sobre la sexualidad del hijo de un dirigente político la condenara al repudio de sus colegas progresistas y la desterrara de los trabajos que ellos ofrecen. Un tuit la “canceló” de algunos ámbitos, por lo que tiene que recalar en el mundo de los casinos y de una sociedad en la que las redes sociales prácticamente no existen. 

“Heroínas de Instagram”

El choque generacional, los reproches y las diferentes interpretaciones entre mujeres que se consideran feministas pero que a la vez pugnan por cómo ese feminismo se lleva a la vida cotidiana no es solamente el argumento de esta serie sino que se está convirtiendo en una música de la cultura popular. En la segunda temporada de The Morning Show, estrenada en septiembre, dos italianas entre las que median unos veinte años, se pelean ante Mitch Kessler, el presentador de noticias desterrado de su programa por haber abusado sexualmente de una productora del noticiero. Kessler ahora está basado en un encantador pueblo italiano –en el imaginario Europa siempre está ahí para salvar a los estadounidenses acusados de comportamientos sexuales impropios–. Una joven italiana lo reconoce en una heladería y quiere que se vaya. Pero la otra lo defiende y empiezan a pelearse a los gritos. La joven trata de anticuada. La más añosa le dice “heroína feminista de Instagram” y le achaca el estribillo que resuena en otras series y podría resumirse más o menos así: hice mucho por tu derecho a decir tus pavadas.

Esta pelea lateral entre dos mujeres por la defensa o ataque a Mitch Kessler –dos mujeres peleándose por un hombre– es un eco del argumento principal de la primera temporada de The Morning Show, que tiene como trasfondo el #MeToo estacionado en un noticiero familiar matutino. Alex Levy, la presentadora de noticias junto a Kessler por 15 años, era la típica progresista demócrata del establishment. Negocia sueldos millonarios, protagoniza tapas, gana premios. Es una leyenda de los noticieros aunque no está exenta de ser reemplazada. Eso pasa cuando la más joven e inexperta Bradley Jackson, una reportera de un noticiero local, se acerca a la cadena UBA que produce The Morning Show y trae también su estilo más a tono con su época: ella es contestataria y opinionada, lo contrario que Alex Levy, que tiene el mandato de no dejar ver su pensamiento. Frente al #MeToo y al caso que conmueve al noticiero, las actitudes empiezan siendo opuestas: Levy se impresiona con la situación pero pretende dejar buena parte de sus detalles acomodados debajo de la alfombra; Jackson hace de la difusión del abuso dentro del noticiero y la complicidad generalizada su principal apuesta periodística. La confrontación entre ellas es lo más rico que propone la primera temporada. 

La demanda de mujeres jóvenes a sus referentes por un mayor compromiso feminista –y las distintas respuestas que esto suscita– sobrevuela en otra de las series protagonizada por mujeres y estrenada este año: The Chair. La flamante directora del departamento de literatura de una universidad tradicional presumiblemente de la Ivy League de Estados Unidos o similar, Ji-Yoon Kim, a la que le costó llegar a semejante puesto, es confrontada prácticamente por todos: la plana más veterana de profesores sospecha con razón que quieren correrlos, sus pares le reclaman que los defienda de los avances marketineros de los donantes de la universidad que quieren poner a actores de Hollywood a dar cursos, la profesora más joven del departamento, cuyos cursos se llenan, le reclama mayor entereza para enfrentarse a los viejos carcamanes y los y las estudiantes critican ese y cualquier otro desliz en relación con las causas de minorías. La serie va transmutando en una especie de carrera medida con la vara del progresistómetro que tiene al feminismo como una de sus preguntas clave y que tensiona a la protagonista. Así lo demuestra una profesora que supera los 70 años: mientras que por un lado rechaza incorporar en la planificación de sus cursos las críticas que le hacen sus estudiantes (lo considera un sometimiento indeseable a la lógica comercial), asiste y hace uso de la oficina “Title IX” para denunciar que la movieron a una oficina deteriorada en un subsuelo y que eso no se lo hacen a los profesores hombres. Aunque utiliza un área que ganó importancia en los últimos años en las universidades para vehiculizar la mayor disposición de los estudiantes contemporáneos a visibilizar situaciones de abuso, la profesora Hambling, experta en la literatura medieval de Geoffry Chaucer, a quien considera un escritor de un erotismo de avanzada, irradia algo de desprecio por la juventud y hasta le critica a la chica que toma su denuncia en la oficina que usa un short demasiado corto. 

En toda la serie, además, los estudiantes son vistos como una fuerza poderosa, exagerada y por momentos irracional, algo que también condimenta una amarga comedia como The White Lotus: la madre y jefa de hogar de una familia rica que vacaciona en Hawai y es CEO de una empresa tecnológica lidia con su hija adolescente y su amiga que explicitan tanto sus reparos frente a las desigualdades del mundo como un sinfín de alergias y raros síndromes nuevos (la amiga es “HSP”, una persona diagnosticada como “altamente sensible”). 

Parecido a lo que sucede en Hacks, las nuevas camadas son descriptas como hipersensibles: todo es un abuso, todo afecta al cambio climático, todo es ofensivo. Pero especialmente son las mujeres jóvenes las que aparecen en el foco de la lente industrial que las parodia: en definitiva, es como si la industria estuviera tramitando con algo de vendetta ficcional los cambios que exigen las nuevas audiencias.

NS

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