La potencia de un buque

Cien años pasaron desde el estreno de El acorazado Potemkin, una película ineludible. Cuarenta transcurrieron desde que la vi por primera vez. Era una joven militante de izquierda, que asistía emocionada a la proyección de tan magnífica cinta en blanco y negro. Las dos breves e inesperadas apariciones de la bandera roja flameando en lo más alto del mástil fueron, en formato audiovisual, un guiño paterno. Mi padre me había recomendado verla, tanto como los poemas de Anna Ajmátova y de Vladimir Mayakovski. La idea de una revolución social y política transformadora, que mejorara la vida de las personas, uno de los legados emocionales e ideológicos suyos.
Aún hoy, luego de diez años de su partida definitiva, evoco a ese hombre ateo que me crió y que creía fervientemente en la encarnación de la Igualdad, la Justicia y la Resistencia a la Opresión en el planeta. Actor de Nuevo Teatro, reconocido con los premios Trinidad Guevara, Podestá y Florencio Sánchez y una de las mejores voces del país, según el crítico Emilio Stevanovich, iba y venía por el patio de su casa cantando La Internacional. Isaac, para quien la Matria fue la Unión Soviética, celebraba la revolución ocurrida en la tierra donde había nacido su madre, una judía comunista que, a los 16 años, huyó del antisemitismo de los cosacos, rumbo a la Argentina.
Somos nietos y padres del exilio, porque hoy son muchos de nuestros hijos quienes se inauguran como migrantes, residentes de primera o última clase en Europa, como en los setenta ocurrió con quienes debieron irse. Los países centrales acogen y expulsan, una y otra vez, a asiáticos, africanos y latinoamericanos que no encuentran el mínimo bienestar en sus países.
Pero vayamos ahora a El acorazado Potemkin, la película de Sergio Einsenstein de 72 minutos, que se proyectó hace unos días en el Auditorio Nacional del ex CCK, en una copia restaurada, propiedad de la Fundación Cinemateca Argentina. Es un clásico de la etapa del cine mudo, que desafió las convenciones artísticas de su tiempo y marcó un momento muy alto en la historia del arte moderno. En el escenario de la gigantesca sala de madera clara y alfombras pulcras, con la platea y los dos pisos explotados por la presencia de un público atentísimo, sonó en vivo la Sinfónica Juvenil Nacional Libertador San Martín.
Bajo la batuta de Santiago Chotsourian, se interpretó un repertorio con obras de Nikolái Rimsky-Korsakov, Modest Mussorgsky y Alexander Borodin, junto a pasajes improvisados inspirados en el acompañamiento tradicional del cine mudo. Los sonidos enfatizaron momentos de gran tensión como aquel en el que un grupo de marineros del acorazado se queja antes las autoridades por la presencia de gusanos en su comida, o cuando le disparan a una madre joven y el cochecito con su bebé rueda por unas escaleras monumentales sin poder detenerse. Si hasta su realización, el cine era visto como mero entretenimiento, a partir de Eisenstein se lo consideró como una poderosa arma propagandística, un recurso de la superestructura para modificar la estructura real. Al final de la función, buena parte de los asistentes corearon consignas contrarias al gobierno.
El filme surgió como un encargo gubernamental, en tiempos en que se soñaba con una patria socialista y el totalitarismo posterior no podía ser imaginado. Todo lo bueno estaba por hacerse en la posrevolución, para que floreciera la bondad en la humanidad. Tal fue el tardío desencanto de muchos militantes que recuerdo a Simón, amigo de mi padre, ingresar en una profunda depresión con la caída del muro. Y a Tito, otro camarada, elegir suicidarse.
El acorazado Potemkin, rodada en tres meses, comienza con una mañana de 1905, en la que le dan a la tripulación carne infestada de gusanos. Esa situación es la catalizadora por la que los marineros se rebelan contra los oficiales porque están hartos de los malos tratos. Con el motín comienza el reguero por Odessa y toda Rusia se levanta en contra de las tropas del zar. En la película los superiores son personajes ridículos, mientras los trabajadores de alta mar exhiben la fuerza de lo colectivo, son las masas idealizadas por Marx y por Lenin. Los cuerpos de unos y otros son diferentes. Mientras lo de mayor jerarquía son diminutos, los obreros del agua son musculosos y enormes, aunque finalmente reprimidos por la brutalidad policial.
El problema no fueron las ideas sino quienes las ejecutaron mal, se decía. En la doctrina todo parecía perfecto, no aparecía la dimensión errática de la condición humana. La de Eisenstein es una obra maestra que capta la intensidad del desafío popular empleando un montaje que le otorga a las escenas una dinámica inusual.
Cuenta con 200 fotogramas y se convirtió en una poderosa metáfora del sufrimiento del pueblo. Fue pensada como un “ataque psícológico” al público que buscó despertar las conciencias dormidas. Los planos enormes tuvieron el propósito de mostrarle a las masas el dolor y el miedo de los protagonistas de los trágicos sucesos.
El realizador maneja los sentimientos de los espectadores. Pone el foco en el cañón que se prepara para disparar o en los rostros sufridos de quienes no logran escapar de las corridas.
Eisenstein es un pionero del color al incorporar la bandera roja sobre el flujo de imágenes en blanco y negro, un estandarte que fue pintado por su equipo de rodaje en la posproducción.
Las escenas con niebla se filmaron en el puerto de Odessa y se convirtieron en un recurso modélico. La película se terminó de editar el mismo día del estreno, en el teatro Bolshoi de Moscú. Los primeros en verla fueron los miembros de la cúpula del Partido Comunista soviético.
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