EDITORIAL

El editorial de The Guardian sobre la muerte de la reina Isabel II: el fin de una era

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La noticia de la muerte de la reina Isabel no fue del todo inesperada. Vivió hasta la gran edad de 96 años. Después de gozar de una salud notablemente buena durante tanto tiempo, la monarca más longeva de la historia británica se había mostrado últimamente más frágil. Como es lógico, se había convertido en una mujer más reservada desde la muerte de su marido, el príncipe Felipe, el año pasado, reduciendo sus apariciones públicas y asumiendo obligaciones más livianas. Todos en Reino Unido sabíamos que este momento se acercaba.

Sin embargo, su fallecimiento llega como una conmoción nacional, y también como un momento compartido de reflexión, y el inicio de un capítulo nuevo y no escrito para la monarquía británica y el propio país. La muerte de la reina supone una pérdida personal para sus allegados, y también había sido una presencia constante en millones de vidas. El reinado más largo de la historia británica, de más de 70 años, ha terminado. Pero los récords son menos importantes que la sensación ampliamente compartida de que lo que ahora se ha ido, no volverá jamás.

La vida de la reina abarcó toda la historia del Reino Unido moderno. Nació cuando Reino Unido gobernaba un imperio global de unos 600 millones de personas. Murió cuando Reino Unido era un país mediano del norte de Europa con un futuro incierto. Vino al mundo antes de que todos los adultos británicos tuvieran voto. A los 10 años, fue testigo de la abdicación de su tío que la convirtió en heredera del trono. A los 14, vivió la amenaza existencial que supuso para el país la caída de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Como monarca, su primer primer ministro fue Winston Churchill, que había participado en una carga de caballería en Omdurman (Sudán) en 1898. Pero cuando nació la actual primera ministra, Liz Truss, su décimo quinto, la reina ya llevaba 23 años en el trono.

Fue coronada reina en la primera coronación televisada en 1953. En los primeros años de su reinado se habló de que Reino Unido entraría en una nueva “era isabelina”. Esto nunca llegó a suceder, y en retrospectiva la idea puede verse como un característico engreimiento postimperial. Ella se adaptó, con cautela y pragmatismo, al cambio. Consiguió combinar en su persona la remota dimensión sacramental de la monarquía británica con una aceptación realista de que su posición se apoyaba en fundamentos más seculares. En este sentido, proporcionó una innegable fuente de estabilidad mientras el país experimentaba cambios de época en casa y en el mundo durante su vida.

Rol fundamental

La consecuencia de este enfoque, generalmente hábil, es que su largo reinado solo en raras ocasiones se caracterizó por lo que ella misma hizo en la esfera pública. Hubo excepciones. Una de ellas fue su visita a Irlanda en 2011, que desempeñó un papel fundamental en las reconciliaciones históricas de ese momento. Otra fue la atención y afecto imparcial, que a menudo contrasta con la indiferencia de algunos políticos, que mostró hacia las naciones de Reino Unido, encarnado en particular en su amor por Escocia.

Aún más duradera fue su importante participación formal en la retirada del imperio. Esta había comenzado con su padre, cuando India se liberó en 1947. Pero a partir de 1957, cuando Ghana se independizó, muchas de lo que en Reino Unido se llamaban “posesiones” que la reina había jurado gobernar en su juramento de coronación pasaron a ser autónomas, aunque la mayoría permanecieron dentro de la Commonwealth. La agrupación postimperial importaba a la reina y no está claro cómo sobrevivirá tras su muerte.

El suyo fue un reinado marcado mucho más por los hitos privados y, más tarde, por los traumas privados. Hubo muchos acontecimientos familiares notables. Los nacimientos de sus cuatro hijos, sus matrimonios, la investidura de su heredero, Carlos, como príncipe de Gales en 1969, las muertes de su tío el duque de Windsor en 1972 y de su madre a los 101 años en 2002, así como sus propios jubileos: de plata en 1977, de oro en 2002, de diamante en 2012 y de zafiro en 2017 (el primero de un monarca británico). Ha muerto pocos meses después de su jubileo de platino, algo sin precedentes. En 1969, la reina permitió a la BBC realizar un documental sobre su vida familiar, pero cuando los problemas de la familia aumentaron no se planteó una continuación. En su ausencia, la televisión se volcó en dramas de fantasía, en particular The Crown (donde la difunta reina sale muy bien parada). Sin embargo, a partir de la década de 1990 se produjo un creciente cuestionamiento público de la monarquía, su coste y su lugar en la vida británica.

Estos cuestionamientos comenzaron en los años 50, sobre todo por el deseo de la princesa Margarita de casarse con un divorciado. Pero se intensificaron en los años 80 y 90 con los divorcios de tres de los hijos de la reina y con el “año horrible” de 1992, alcanzando su punto álgido tras la muerte de la princesa Diana en 1997. En ese momento se habló mucho de que la monarquía estaba irremediablemente fuera de juego y se produjo un nuevo y raro aumento de la defensa republicana. La realeza se estabilizó a principios del siglo XXI, antes de que surgieran nuevos desafíos por el tratamiento sensacionalista del matrimonio del príncipe Harry con Meghan Markle y la asociación del príncipe Andrés con el delincuente sexual convicto Jeffrey Epstein.

La futura monarquía

Isabel II deja un espacio que difícilmente se llenará. La monarquía del futuro no será la misma. Hay que reflexionar mucho y con detenimiento sobre la reforma de las finanzas de la monarquía y de la lista civil [el dinero que aporta el Parlamento a la Casa Real], y el Parlamento debe ser consultado adecuadamente y tiene derecho a dar su aprobación final. Lo más inmediato es debatir la coronación, una ceremonia religiosa única entre las monarquías europeas.

El rey Carlos III llega al trono a los 73 años y es a la vez el primer universitario y el primer divorciado que reina en los tiempos modernos. Su carácter y sus debilidades son bien conocidos. Puede resultar una figura más transitoria de lo que parecía probable si hubiera llegado al trono a una edad más temprana. Como titular de lo que ahora es esencialmente una jefatura de Estado ceremonial y formal, sería prudente, en esta etapa de su vida y con el país tan frágil en muchos otros aspectos, no verse a sí mismo como un rey reformista o “útil”. Del mismo modo, la preocupación posterior a Diana en algunos sectores sobre si Camilla, duquesa de Cornualles, debería convertirse en reina parece ahora más efímera y forzada. Dejémoslo estar.

La monarquía, construida sobre un sistema de privilegios hereditarios, es un anacronismo en la era moderna. Sin embargo, el día del fallecimiento de la reina no es el adecuado para una reflexión polémica sobre el lugar que sigue ocupando la monarquía, si es que lo hace. Eso vendrá, y debería venir, pronto. Por ahora reconozcamos, en medio de la conmoción nacional, en primer lugar, que la difunta reina hizo su trabajo durante tanto tiempo con enorme dedicación y que merecía el respeto y el afecto nacional que está recibiendo en su muerte. Y, en segundo lugar, seamos lo suficientemente sensatos, como nación cambiada y cambiante, para reconocer que la monarquía también cambiará y debe cambiar. Estos serán días de solemnidad. Pero pronto será el momento adecuado para debatir estas cuestiones con seriedad, sin descartar nada y, a ser posible, sin el autoengaño hipnótico que tantas veces ha rodeado el tema.