Íñigo Errejón: “La antipolítica de los millonarios propone pisar a los débiles”

El tiempo pasó. Íñigo Errejón (Madrid, 1983) dejó de ser, para quienes siguieron su trayectoria desde América Latina, ese español con anteojos y cara de niño que hablaba de corrido para convertirse en un referente del progresismo. Su nombre ahora se pronuncia escindido de Podemos, el partido que fundó junto a Pablo Iglesias, entre otros, y del cual Errejón se alejó en 2019 para impulsar Más País, una fuerza que tuvo pobres resultados en las elecciones en la Comunidad de Madrid y a nivel nacional. Hoy es uno de los dos diputados que tiene el partido en el Congreso español.

Errejón es uno de los pocos políticos que puede ser percibido como un pensador. Sus intervenciones en el Congreso, como cuando llevó el ejemplo de un Iphone para demostrar la importancia del Estado en la innovación, haciéndose eco del trabajo de la académica Mariana Mazzucato, se vuelven virales. La semana pasada presentó una enmienda a la ley de Presupuestos para considerar la reducción de la semana laboral a cuatro días. En esta entrevista con elDiarioAR le toca contextualizarla. “España es una sociedad que está en una situación de mucho dolor psíquico (...). Una de las razones para la bajada del ritmo es para que la vida merezca la pena”, dice.

En un mundo en el que el futuro es visto como amenaza y el presente se vive como en un continuo que no deja huella, Errejón propone disputarle a la derecha el sentido del pasado y utilizarlo para volver a producir seguridades. Dice que la ventana de oportunidad para aplicar cambios estructurales se está cerrando. Que es momento de atreverse.

Cuando comenzó todo, allá por marzo, se planteaba que la pandemia podía ser una posibilidad para proponer e instaurar grandes cambios estructurales en materia social, política y económica. ¿Se pasó el tren?

No del todo, pero sin dudas, se hace un poco más difícil. A medida que pasa el tiempo, se van estrechando las oportunidades. Al comienzo hubo posibilidad para una doctrina del shock al revés, como pasa en situaciones de catástrofes naturales o guerras, que dejan al Estado como único actor productor de certezas. En España, en los días más duros, lo único que quedaba en pie como referente de credibilidad, tranquilidad y seguridad eran las instituciones públicas. Esto le dio una ventaja a los gobernantes durante un tiempo, pero no se utilizó para hacer que la lógica democrática y socialista que guió la toma de decisiones se extendiera a otros aspectos que habían estado al servicio de la ley del más fuerte, del que más dinero tiene o de la búsqueda del beneficio privado.

Cuando pasa el momento del shock, las oligarquías van perdiendo el miedo y vuelven al business as usual. Vuelven a tratar al Estado como un prestamista, un operador de caja que presta dinero que luego hay que devolver, y le vuelven a discutir la dirección de los asuntos públicos y de interés general para toda la comunidad. 

No obstante, en la medida en que el Estado va a tener que seguir tomando decisiones importantes para el futuro de nuestras sociedades, va a seguir realizando ejemplos de socialismo, aunque quienes lo dirigen no lo sepan. El plan de vacunación que anunció (el jefe de gobierno, Pedro) Sánchez, por ejemplo, no se guía por las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, sino por criterios de utilidad pública. ¿Qué significa? Que se vacunan antes los médicos que los ricos. Eso es aceptado por la sociedad como algo de sentido común. Tiene sentido, incluso para los mismos ricos, que haya un Estado que tome decisiones aplicando una lógica opuesta a la del mercado. Ese es un ejemplo concreto de cómo, en la pandemia, la lógica neoliberal entra en bancarrota frente a una lógica pública, democrática y, le añado, de potencial vocación socialista. Se trataría de que cuando pase la emergencia esa lógica se aplique a otros aspectos. No sólo a las vacunas sino a la regulación de lo que producimos, al tiempo de trabajo, a cómo contaminamos, cómo funcionan nuestras ciudades. Extender la lógica que ha estado vigente durante la excepción a la cotidianeidad de la vida y la economía.

¿Y de qué depende que esa lógica se extienda?

En España, de que el gobierno se atreva. Hay una mala comprensión de los tiempos. Creo que el gobierno sospecha que primero tiene que combatir la pandemia y después atreverse con medidas de avanzada. Yo creo que por contraintuitivo que parezca es al revés. Es precisamente mientras dura la pandemia, y por tanto la legitimidad de lo público, cuando hay que intervenir. Es el momento en el que está instalado que sólo nos salvamos unos si nos salvamos todos. Cuando vaya pasando ese momento, se irá estrechando la posibilidad para hacer transformaciones.

Hablabas del miedo que pierden las oligarquías. ¿Qué pasa con el miedo de los de abajo? Ese miedo hacia el futuro. La pandemia parece haber acelerado esa idea del futuro como amenaza. 

Acá el problema fundamental es la quiebra del sentido. Esa sensación de que el mundo no va casi hacia ningún lado. Y por tanto, no hay nada que justifique la privación de hoy, no hay ningún principio trascendental en el nombre del cual pueda yo, o tenga sentido, sacrificar una parte del bienestar del presente. Se soportan mejor las privaciones económicas, o las dificultades en el día a día, si se tiene algún horizonte. Hoy no hay ninguna propuesta política creíble en el largo plazo. Por otro lado, el neoliberalismo, digamos, los mecanismos normales del mercado, tampoco te ofrecen una trascendencia muy larga, ¿no? Te ofrecen trascendencias que te duran menos. Aplicaciones del móvil que te dan placer inmediato pero que cada vez duran menos. 

 Las cosas cada vez nos caducan más rápido, y eso genera esta especie de locura colectiva, las colas en la tienda para comprar el último móvil, o los artistas de pop que mueven masas como nunca antes, pero al año nadie se acuerda de ellos. Estamos en una especie de presente continuo, en una situación como de vivir cosas que son hiper importantes pero hiper efímeras. Son fundamentales por 48 horas y luego desaparecen sin dejar pozo. Es la sensación de vivir como un hámster en una rueda, pedaleando en un presente permanente.

Ese es el problema fundamental, más allá de la privación económica. Mis padres y abuelos vivieron en circunstancias en las que económicamente les faltaba mucho más de lo que les falta a las generaciones más jóvenes. Sin embargo, había una sensación de que la vida seguía un camino. Fijate hasta qué punto ha cambiado esto, que la revuelta del 68 y los largos setentas de la contestación de movimientos sociales eran revueltas antiautoritarias que dicen: no queremos seguir el camino marcado. Paradójicamente, cuarenta años después, una buena parte de las revueltas de nuestra generación son revueltas de signo conservador, que en lugar de decir “no quiero seguir el camino marcado”, dicen: “oiga, me gustaría que hubiera algún camino”. Como si ellos se hubieran levantado contra la certidumbre de un futuro cerrado, y nosotros nos hubiéramos levantado precisamente contra lo contrario: contra la sensación de que no hay futuro.

Para la inmensa mayoría de la población, la vida se ha hecho más insegura. Se ha hecho fundamentalmente un lugar de miedo y ansiedad, que se expresa de dos maneras. Una, muy política, son las apuestas populistas, en un sentido reaccionario o en uno democratico. Se da esta reacción antielitista, entendiendo a las élites como egoístas, cortoplacistas, o ruines. Esa es una. Pero hay otra a la que le damos menor atención. España es una sociedad medicada, y no lo digo ahora por el covid-19. Todo el mundo consume sistemáticamente cosas para poder dormir, para aguantar el ritmo, para no caerse de depresión o de ansiedad. Es una sociedad que está en una situación de mucho dolor psíquico. Esto viene desde hace tiempo, lo que pasa es que no lo politizamos, y a la gente le da vergüenza reconocerlo. A todo el mundo le parece una reivindicación política decir “no me da el dinero para pagar el alquiler”, y sin embargo pocas veces vemos a alguien decir “miren ustedes, pero yo no puedo. Me cuesta salir de la cama porque todo me supera”. Es un dolor psíquico que a lo mejor no tiene traducción electoral inmediata, pero descompone la confianza de una sociedad en sí misma. Porque es una sociedad de gente muy sufriente. 

Para la inmensa mayoría de la población, la vida se ha hecho más insegura. Se ha hecho fundamentalmente un lugar de miedo y ansiedad

¿Creés que ahora con esta apertura de lo público, que pasa a tener más legitimidad, estas cuestiones de salud mental puedan dejar de ser algo privado e individual para ser vistas como algo público, político?

Debería haber más lugar. Nosotros hemos abierto un debate nacional sobre la reducción de la jornada laboral. Asumimos que va a mejorar la productividad y que va a ser mejor para el planeta, pero también planteamos un argumento que normalmente en los medios de comunicación o en otros partidos se pasa por alto, como si fuese una cosa medio inocente, medio hippie, pero que sin embargo entronca con el dolor diario de muchísima gente: una de las razones para la bajada del ritmo es para que la vida merezca la pena. 

Me parece que es fundamental que politicemos todo ese tipo de dolores, es decir, que los expongamos en la esfera pública y digamos: algo estamos haciendo mal como sociedad si hay tanta gente a la que le duele. Porque enfrente están los populismos reaccionarios, que yo vengo llamando últimamente como la antipolítica de los millonarios, que proponen una especie de simulacro. El simulacro de que podemos hacernos fuertes como sociedad pisando a los débiles. Apuestan a cohesionar a las sociedades en el envilecimiento moral. Esa unión afectiva, ya probada históricamente con el fascismo, que produce el pisar juntos al que es más débil. Es el odio del penúltimo contra el último. Es muy importante que nosotros digamos las cosas. Una, que eso es de cobardes. Detesto esta actitud medio moralista de la izquierda que habla de cordones sanitarios, de unirse todos contra el fascismo, porque les devuelve como un espejo esa imagen que a la extrema derecha le encanta. La de ser unos tipos rudos, rebeldes y preocupantes. Hay que disputarles. 

Me acuerdo de esa intervención que tuviste en el Congreso contra Santiago Abascal (el líder del partido de extrema derecha Vox), en la que lo comparaste con el típico bully de la secundaria, al que había que enfrentar y desenmascarar. ¿Pero alcanza sólo con eso? ¿O se trata de atender cuestiones más estructurales, como las preocupaciones de los votantes que apoyan a líderes como Abascal?

Estoy de acuerdo. Eso es sólo una parte, no devolverles la imagen que quieren proyectar de que son una especie de personal político outsider al que el sistema político en su totalidad le tiene miedo. Hay que chocarles y decir: miren, no hay nada de outsider o de rebelde en ser servil con los de arriba y cruel con los de abajo. Pero en segundo lugar, yo he dicho muchas veces que las preguntas a las que el populismo reaccionario responde son correctas. Las respuestas son falsas y aberrantes, pero las preguntas son correctas. Y como tal deben ser tomadas en serio. 

Las preguntas a las que el populismo reaccionario responde son correctas. Las respuestas son falsas y aberrantes, pero las preguntas son correctas.

¿Cuáles son esas preguntas?

Por qué somos tan frágiles, a qué pertenecemos y quién va a cuidar de nosotros. Y ahí si el adversario tiene una explicación en una frase y la izquierda tiene una explicación en treinta y cinco frases, cargadas además de palabras que nadie entiende, pues la derrota está servida. Me parece que hay que reivindicar una suerte de coalición de los frágiles. Esto a lo mejor es una de las enseñanzas del movimiento social más importante de nuestro tiempo, el feminismo, que ha conseguido construir fortaleza a partir del reconocimiento de vulnerabilidades. Si el virus nos ha demostrado que somos fragiles, que tenemos miedo y que un golpe de mala suerte nos puede joder la vida, se trata de construir desde esa vulnerabilidad. Reconocemos que somos vulnerables y precisamente porque somos vulnerables queremos vivir en sociedad para cuidar del otro. Para no tener miedo, para sentir la cooperación, para tener servicios públicos buenos, un Estado fuerte y responsable. 

Pero la extrema derecha también reivindica esa representación de los débiles, aunque en otro sentido. Ellos disputan la idea de que débil también puede ser un varón heterosexual de cuarenta años al que escrachan en las redes sociales, o esta mayoría silenciosa que tiene miedo a expresarse por una supuesta tiranía de la corrección política. Que débiles también pueden ser quienes viven lejos de las ciudades, por ejemplo.

Por un lado, es verdad, hay que dejar de pensar esto como si fuera un problema matemático de cuánto dinero gana cada uno. Efectivamente en los hombres heterosexuales blancos de mediana edad hay una sensación de vulnerabilidad. Aunque eso sea porque es la primera vez que alguien te puede reprender en público y en privado por tus comportamientos. Que alguien te pueda decir que eso que haces, aunque estés muy acostumbrado, no está bien. Eso genera una situación de vulnerabilidad. Claro que hay gente que vive en las provincias más despobladas que le parece que la agenda que se discute en los centros donde se concentran los políticos, periodistas, académicos y empresarios es una agenda muy sofisticada, que no tiene mucho que ver con sus preocupaciones, y se sienten olvidados.

Es esa situación de dislocación del sentido. Es también la ruptura de las certezas que nos contenían, como la nación, la familia, los patrones tradicionales de género, el Estado, la relación con el trabajo. Casi todos los marcadores de seguridad de nuestro mundo han sido pulverizados por el neoliberalismo. Por eso es raro que las derechas se llamen conservadoras, cuando en realidad apoyan una dinámica de guerra que no permite conservar nada. Se pasaron mucho tiempo diciendo que el marxismo iba a abolir la familia y ese mismo liberalismo es el que va en camino a abolirla. O que iba a abolir el trabajo, y hoy el trabajo, para mucha gente, es un salto de una plataforma a otra. Entonces, claro que hay mucha gente que siente una sensación de vulnerabilidad. 

Casi todos los marcadores de seguridad de nuestro mundo han sido pulverizados por el neoliberalismo. Por eso es raro que las derechas se llamen conservadoras, cuando en realidad apoyan una dinámica de guerra que no permite conservar nada

La clave es qué respuestas se ofrecen ante esa vulnerabilidad, que tiene que ver con que el mundo se ha desordenado y hay mucha gente con el deseo de volver a encontrar sentido. Ese sentido no puede ser una suma de reivindicaciones de todos los trozos. La coalición de los frágiles no significa que tu pones un programa con una parte ecologista, una feminista, una parte del mundo rural. No es eso. Es ofrecer un Estado en el que rija la ley del más débil. En el que se reconozcan o se otorguen derechos de reconocimiento a quienes los necesitan y, a la vez, derechos de redistribución y protección a la inmensa mayoría. Y creo que la utopía más cercana que tenemos para hacer eso es el pasado. Creo que a uno le parecería bastante revolucionario lo que tenían los suecos en los sesenta y setenta. Con una sola variante que hay que meter: el cambio climático, que va a acelerar las dinámicas depredadoras y del sálvese quien pueda.

¿Es ahí, en esa reivindicación del pasado, donde aparece esta vocación por disputarle a la derecha la nación y el orden?

Bueno, la nación no es cosa del pasado. Es algo profundamente del presente. En algunos casos como fuerza actuante y en otros como ausencia. No creo que disputar la Nación sea cosa del pasado, pero sí lo es con el discurso del orden. Las poblaciones están pidiendo por alguien que ponga orden. Pongamos como ejemplo a Estados Unidos. Los dos lemas más importantes de la política en los últimos años hacen referencia al pasado. El de Trump, “make America great again”, era poderoso por el “again”. La vuelta a un momento en el que Estados Unidos era fuerte y podía proteger a sus ciudadanos. Pero los demócratas socialistas, como Bernie Sanders, Ocasio-Cortez, han levantado como significante al “Green New Deal”. Con él aluden al New Deal de Roosevelt: la inmensa movilización de dinero público empujada por la movilización de trabajadores, que es creíble porque agrega lo verde. Lo que dice es: para afrontar el cambio climático, volvamos a hacer lo que hicimos en el 29 ante la crisis.  

Dice mucho sobre el momento en el que estamos viviendo que los mitos fundamentales que nos permiten ver un horizonte prometedor sean mitos que miran hacia atrás, aunque actualizados por las condiciones del presente. Y ahí los mitos más importantes son las tradiciones nacionales. Hay que dejar de mirar los manuales de la izquierda y empezar por las tradiciones nacionales y populares de cada país. 

Dice mucho sobre el momento en el que estamos viviendo que los mitos fundamentales que nos permiten ver un horizonte prometedor sean mitos que miran hacia atrás

Hay un tweet que te dedicaron hace un tiempo que dice: “Errejón diciendo que hay que disputarle a la derecha la idea de España me recuerda a cuando el Almería le intentaba disputar la posesión al Barcelona y al final le metían ocho goles”. 

(Se ríe). En formato tuit, es verdad. El tuit parece señalar que la tarea de resignificar España desde un sentido progresista y democratico es muy dura. Ciertamente lo es, y más en España que en otros países. Con esa parte del tuit estoy de acuerdo. Pero es engañoso, porque lo que nadie ha explicado es si hay alguna alternativa. La pregunta es: ¿Conoces a alguien, en algún lugar del mundo, que haya conquistado la hegemonía sin representar el interés general del país?

¿Y qué otras cosas debe disputarle la izquierda a la derecha, además de la nación y la idea de orden?

Empiezo por las del pasado. La familia. Hay que decir que en las condiciones actuales neoliberales es muy difícil formar una familia, supone mucho sacrificio y ansiedad. La economía de la rapiña y la locura, del correr hacia ningún lugar, hace muy difícil que la gente pueda mantener familias a las que luego tenga tiempo para cuidar y disfrutar. Hay que disputar también, de manera drástica, el amor por la tierra. La tierra que uno está acostumbrado a pisar, a la que uno le ha tocado vivir, que será mejor o peor, pero uno la quiere. Y hay que disputar para conservarla. Hay que tener una discusión sobre las tradiciones. Porque estamos en un momento donde cualquier cosa que genere lazo social, que genere comunidad, es positiva. La pelea hoy en día, antes que izquierda y derecha, es entre lazo o desintegración social. En la desintegración solo gana el mercado y, por tanto, los más poderosos. Y donde hay lazo social, donde hay estructura, memoria y tradiciones –incluso cuando esas tradiciones no son necesariamente progresistas– hay un punto de partida desde el que se puede construir comunidad democrática.

Hay que tener una discusión sobre las tradiciones. Porque estamos en un momento donde cualquier cosa que genere lazo social, que genere comunidad, es positiva

Un fenómeno que está tomando fuerza tanto en la Argentina como en España son las juventudes de ultraderecha o antiprogresistas, que acusan a la izquierda de ser aburrida, una fuerza del establishment que ya no tiene capacidad de catalizar la rebeldía. ¿Ha perdido épica la izquierda para los jóvenes? 

A nivel general, yo creo que la izquierda tiene que volver a disputar el deseo. No sólo lo justo, lo correcto, no sólo la compasión, sino también el deseo. Siempre recuerdo que mis padres, que fueron militantes contra la dictadura en los 70, me decían que buena parte de los que se apuntaban al movimiento juvenil era porque soplaba el viento de época, porque querían ligar. Era lo moderno, lo guay. Había un prestigio cultural, estético e intelectual. Hoy, cuando empieza la discusión, tienes que empezar defendiendote por ser un militante progresista. Quizás no sea así en Argentina, pero lo es en España. Tiene que volver a ser sexy ser militante, estar comprometido. Tiene que volver a dar prestigio. Y, más importante, hay que inaugurar formas de militancia y compromiso que no sean aburridas. Es muy difícil engordar la participación, la militancia y el compromiso si solo es una cosa que pueden hacer estudiantes de ciencias sociales con la vida solucionada que pueden dedicarle jornadas de seis horas a reuniones interminables. 

Es muy difícil engordar la participación, la militancia y el compromiso si sólo es una cosa que pueden hacer estudiantes de ciencias sociales con la vida solucionada que pueden dedicarle jornadas de seis horas a reuniones interminables

Por otro lado, la derecha ofrece un deseo de la irresponsabilidad. No te haces cargo del dolor ajeno porque eres fuerte, y la responsabilidad es para los débiles. Y tú, por tanto, vives como esa especie de embriagamiento, como cuando estás un poco borracho y no te haces cargo de las cosas. Porque puedes, porque te da la gana. Pero eso no lo puedes hacer con los bancos, o los fondos buitre, o con el jefe que aunque a tu madre le duele la espalda la hace trabajar dos horas extra. Con ese no te atreves. Está tan lejos de las generaciones actuales a que ese le puedas disputar que la derecha puede sacarlo de la ecuación y decir “oye, vas a estar en el límite si desafías la obligación de llevar mascarilla”, pero a tu jefe, que te hace trabajar ocho horas, de las cuales solo cuatro son en blanco, no te le atreves. Es una especie de rebeldía de los cobardes. Lo que pasa es que hoy la rebeldía de los valientes está lejos, suena como algo antiguo.

JE