Hay una fotografía del interior de la casa de Jeffrey Epstein, en la calle 71 junto a la Quinta Avenida de Nueva York, en la que se ve la escultura de una novia aferrada a una cuerda que cuelga en el atrio central. A pesar de ser de bronce y por ello, excesivamente pesada, se arriesga a la fuga con una simple soga. Una víctima real de Epstein lo intentó en su isla Little Saint James, pero la escapada duró muy poco: en todo momento las cámaras de seguridad siguieron su huida paso a paso. Las víctimas de Epstein no han podido escapar y nunca podrán hacerlo porque su mirada las sigue observando.
El ejercicio inverso, escrutar detenidamente la vida de Jeffrey Epstein es más complejo; encierra innumerables puntos ciegos. Epstein ha ido volando puentes que dificultan armar el plano completo de su recorrido. El relato se interrumpe cuando aparecen giros claves que están en blanco como si se levantara, de repente, la niebla. Aunque solo lo parece; no es otra cosa que contaminación. La vida de Epstein es un Chernóbil que radia a todos los que atrajo o convocó para sus planes. Magnates que han sido estafados durante años bajan la mirada; socios de Wall Street asumen penas en solitario por no inculparle. A Donald Trump le cuesta cada vez más salir indemne de su trama y señala, mientras tanto, a Bill Clinton cuando aún suena la caída de Andrew Mountbatten-Windsor quien fue despojado de todos los títulos nobiliarios por su hermano, el rey Carlos de Inglaterra. La historia roza a Shakespeare: crimen, estafa, violación, abuso, muerte. También se hunde en el Dante: el fantasma de Epstein deambula por los nueve círculos del infierno.
En los orígenes de la historia ya aparecen los enigmas. Siendo muy joven, Epstein comienza a dar clases de física y matemáticas en la Dalton School de Manhattan sin haber terminado su carrera en la New York University. De igual modo, no hay explicación de su fichaje en Bears Stears, plataforma que le permite acceder a Wall Street: descubren que Epstein no está licenciado, pero hacen una excepción y además, al poco tiempo le convierten en socio. Es solo el comienzo de la pesadilla.
En esa época conoce a Steven Hoffenberg con quien dará el gran salto. Hoffenberg era un inversor que se deslumbra con Epstein y le propone una sociedad. Juntos diseñan una versión del conocido esquema Ponzi, un fraude que promete altos intereses y atrae a clientes que no conocen las empresas en las que se invierte. Cuando implosionó el sistema, Epstein ya no estaba. Hoffenberg asegura que se largó con 450 millones de dólares y, sin embargo, no lo acusó de la autoría intelectual del plan ni de su gestión y cumplió veinte años de condena carcelaria. ¿Por qué? Solo se limitó a decir: «Jeffrey era el mejor estafador sobre dos pies; poseía talento, carisma, genio y cerebro criminal».
Epstein compartía su tiempo, entonces, entre la sociedad con Hoffenberg y el magnate Leslei Wexner, dueño en esos años de Victoria’s Secret y fundador del grupo L Brands, a quien asesoraba y le llega a certificar un poder para que manejara sus asuntos financieros. Entre 1991 y 2006 Epstein manejó más de 1.300 millones en acciones de las empresas de Wexner. “Creí que podía confiar en él”, confiesa en una carta en la que rompe con Epstein cuando se conoce la demanda de Florida. Jamás le acusó de nada. Es imposible saber con cuánto dinero suyo se quedó Epstein. Tampoco hay razones del perdón por las molestias causadas
En aquel tiempo, cuando ya su fortuna comienza a crecer desmesuradamente, se supone que conoce a Ghislaine Maxwell, pero esto no será exactamente así, tal y como lo contaban por entonces las revistas Bazaar o Tatler. Ghislaine había perdido a su padre, el magnate Robert Maxwell en un confuso episodio en su yate, cerca de las Canarias. Maxwell, propietario de medios, laborista, miembro del Parlamento y vinculado a la inteligencia israelí, muere llevando a la quiebra a su imperio. La hija se instala en Nueva York en busca de un refugio y recupera con Epstein el infierno perdido. La periodista Rachel Cooke de The New Statseman lo describe así: “Tres semanas después del funeral de Maxwell, fue fotografiada con el delincuente sexual Jeffrey Epstein, con la mirada fija en su rostro, como la mirada del conductor de un coche rápido fija en el horizonte”.
Ghislaine Maxwell se convierte en la responsable de sus relaciones públicas ante la alta sociedad de las dos orillas del Atlántico y en Londres, le abre a Epstein la puerta de Buckingham y en palacio encuentra a Andrés Mountbatten-Windsor, que le sigue hasta el inframundo.
Juntos, Epstein y Maxwell, montan un entramado que ella gestionará y que consistió en una versión del esquema Ponz, pero en lugar de reunir inversores, reclutaban menores. Uno de los abogados de las víctimas cuenta que Maxwell dirigía un esquema piramidal en el que “formaba” chicas cuyo trabajo consistía en reclutar a otras jóvenes. Todas las víctimas afirman que, al comenzar a trabajar, se sentían tranquilas tanto por el comportamiento sereno de las demás mujeres como por la presencia de Maxwell. Después, sistemáticamente, eran sometidas en la residencia de Palm Beach o en la isla Little Sant James a la que se accedía a través del avión privado de Epstein, el llamado “Lolita Express”.
Cuando, al fin, las víctimas consiguen llevarle a juicio por una denuncia inicial de una menor, a través de un familiar, que había sido llevada la mansión de Palm Beach de Epstein, se inicia un proceso avalado por un informe del FBI, pero todo acaba mal a pesar de los abrumadores testimonios, porque el fiscal Alexander Acosta llega a un acuerdo, a espaldas de las víctimas, por el cual Epstein solo debe cumplir una pena de un año en prisión y otro en libertad condicional. Consigue el tercer grado el mismo día que ingresa a prisión y fin de la historia. El fiscal Acosta, después nombrado secretario de Trabajo por Trump, debió renunciar a su cargo por su rol este juicio. ¿Quién protegía a Epstein hasta llegar a este límite de impunidad?
Cuando aún estaba preso Steven Hoffenberg, en 2002, tuvo una larga conversación con la periodista Vicky Ward que recién publicó en Rolling Stones, dos décadas después. Cuenta Ward que Epstein trabajó para Douglas Leese, quien le formó para trasladar dinero al extranjero. Leese era un contratista de defensa británico vinculado al comercio de armas. A través de Leese, Epstein conoce a Robert Maxwell, padre de Ghislaine. Epstein, obvio, negó todo esto, pero años después, se fue confirmando la información. Hoffenberg le contó, entonces, que Epstein le había dicho que había trabajado en varios proyectos con Robert Maxwell y que le vinculó, entre otros, con líderes israelíes. Epstein, según las fuentes de Ward, al ser un amoral poseía tal cantidad de grabaciones de personas influyentes que se había convertido en lo que se conoce como “agente durmiente”. Según John Le Carré, son aquellos espías a los que se puede activar en el momento en el que son necesarios. Todo esto no se puede demostra, peroo Ward apunta que en 2008, para evitar la cárcel, Epstein pensaba mudarse a Israel. En sus últimos diez años de vida no dejaba de comentar entre periodistas que asesoraba a líderes como Vladímir Putin, dictadores africanos y políticos británicos, israelíes y, obvio, estadounidenses, agrega Ward en su informe.
Cuando Ghislaine encontró sus brazos al llegar a Nueva York, sabía de sobra que la estaban esperando. Aunque después del escándalo de Palm Beach, Epstein descartó a la hija de Maxwell, con la imagen tan damnificada, por entonces, como la suya y se presentó en Harvard sin su compañía. También cambió, de modo aparente, de hábitos. Además de emprender tareas propias de ONG, se hizo ver en la universidad. Sí, Epstein en Harvard.
Después de su salida de prisión, a través de grandes donaciones que le aceptaron más allá de ser un pedófilo confeso, fue nombrado profesor visitante a pesar de carecer por completo de las cualificaciones académicas adecuadas y se relacionó con el Programa de Dinámica Evolutiva (PED) de Harvard con una oficina en el campus. Según cuenta Naomi Oreskes, profesora de historia de la ciencia en Harvard, Epstein era un eugenista moderno cuyos intereses estaban ligados a la idea delirante de sembrar la raza humana con su propio ADN. Curiosamente, esto le hace contemporáneo a los tecnofeudalistas de Silicon Valley que acompañan a Donald Trump. El círculo se cierra. El infierno cuenta con uno más en Washington.
El final, como es sabido, acaba en una celda. No estaba allí la novia de la Quinta Avenida para darle su soga aunque, sin duda, lo hubiera deseado. Se apañó con una sábana para ahorcarse. Del laberinto también se sale por arriba.